Ignoro si la economía española acabará dibujando una V perfecta o imperfecta cuando el cólera del nuevo milenio concluya. Lo que sí puedo afirmar categóricamente es que hay otras uves que también son infecciosas y que han infestado una parte de nuestra sociedad: vulgaridad, violencia y villanía. Tampoco es un fenómeno circunstancial que solamente haya tenido lugar en tiempo de pandemia, sino que son tres enfermedades estructurales que pretenden demoler los zócalos de las sociedades libres y abiertas. El triunfo de la triple V es la victoria de la mediocridad. Y el mediocre libra la batalla a pleno pulmón porque le va la vida en ello. La política es un buen ejemplo de la mediocridad en muchas ocasiones.
La vulgaridad es una consecuencia consustancial al igualitarismo de los necios y al buenismo de los gregarios. Y no solo es una cuestión formal vinculada al uso del lenguaje, al improperio, al insulto soez, a la provocación obscena, sino más grave porque es un problema de actitud. Los toscos acostumbran a ser inseguros, insinceros y confusos. Ambiguos por ignorancia. Arrogantes cuando ríen, aplauden o vociferan porque solo les queda la arrogancia de los bravucones.
Cuando alguien busca refugio en el comentario grosero y en el insulto descarnado, rehúye el pensamiento equilibrado y la reflexión crítica. Por eso, la política no puede sucumbir en lo zafio, en la invectiva precipitada. La jerga política requiere de ironía y de inteligencia, que no significa renunciar al enfrentamiento dialéctico y hasta retórico, pero sí supone desechar lo oprobioso, lo intolerable. La política no puede ser un nicho de atrocidades verbales, de pulsiones sanguíneas de selva virgen. Un comentario calmo y meditado debería tener más valor que el grito asilvestrado que se viraliza para mayor gloria vana del vociferante. Para gritar e insultar no hay que tomarse mucho tiempo, mientras que para razonar hay que hacerlo.
En política comienza a predominar la apariencia, la imagen, en detrimento de la misma percepción de ser políticamente. Estar es gritar y provocar. Ser es aceptar lícitamente la controversia y tener la capacidad de montar tus argumentos inteligentemente. Y, por supuesto, que la ira en un momento determinado es inevitable, porque no se ha deshumanizado la política a ese nivel todavía. En cambio, lo que no puede es convertirse el escándalo en señal de identidad porque se condena irreversiblemente a la degradación plena a toda la actividad política. La estupidez necesita audiencia y se alimenta en ella.
El discurso equilibrado cede ante la tentación mórbida del grito como si de tertulianos televisivos de intimidades rosas se tratara. Podría deslizarme por la acusación recurrente del daño que han podido provocar en este desmoronamiento los medios de comunicación de masas, que replican sin compasión ni pudor profesional muchas veces el deterioro moral de la política nacional.
En política, hay groseros incorregibles, pero no podemos caer en la tentación de afirmar que son mayoría. Es más, sería un error comportarse ante el grosero con grosería porque sería la exhibición de su victoria. La voluntad buena, la cortesía parlamentaria y no parlamentaria, y el respeto recíproco están allí y no han desaparecido por el griterío a veces de los asnos de Buridán. Del mismo modo que no hay nada más insultante que la falsa cortesía que se utiliza también en sede parlamentaria.
Quien piense que la violencia del terror o la vulgaridad son indicadores de liderazgo político se equivoca gravemente. La nueva “generación del yo” en redes sociales y del estímulo fácil a la fotografía y al mensaje encendido no puede ser la vía. La agresividad del depredador político no es más que un síntoma inequívoco de inseguridad y de estupidez brutal. Hay una cierta sociopatía en algunos responsables políticos que no es sino la combinación necesaria de su narcisismo y de su egocentrismo. Para estos, las personas son objetos manipulables que se pueden destruir y sobre los que no existe la menor empatía. Son en la medida que son útiles. Fuera de eso, no son nada. Mientras, las víctimas de los sociópatas acaban siendo presas de la depresión.
Ni todo el mundo es así ni toda la política nacional tampoco. Sería falso mantener una afirmación de ese alcance. Pero también sería torpe subestimar la magnitud del problema. La pandemia de las tres V arrasa en diferentes naciones y grupos sociales y culturales. Quizá sea tiempo de verlo y atacar sus raíces y sus consecuencias. No toda la humanidad se ha vuelto loca a pesar del efecto enajenante de algunas redes. Tampoco toda la política española está para un frenopático de emergencia. Pero hay que hacérselo mirar tarde o temprano.
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