Para los que no tenemos creencias, nuestra religión es la democracia, afirma el escritor Paul Auster. En lo particular, suscribo la idea de Plutarco, el gran biógrafo de la antigüedad, que pensaba que el verdadero destructor de las libertades del pueblo es aquel que le reparte regalos, donaciones y beneficios, cuando el primer deber de un demócrata es enseñar ciudadanía.
Transición, a mi parecer, es el término más apropiado para identificar el tiempo turbio, incierto y turbulento que vive la humanidad, signado por una crisis civilizatoria en todos los órdenes y cuyas tendencias en su comportamiento no parecen favorecer la estabilidad, consolidación y expansión de la democracia liberal, el intercambio convencional de productos, bienes y servicios, y los avances tecnológicos en beneficio del desarrollo humano.
Por el contrario, como cualquier ciudadano del mundo, tengo la impresión –al observar el fin de la Guerra Fría, el triunfo de la globalización y el imperio de las nuevas tecnologías y las comunicaciones– de que los resultados de esos hitos históricos, lejos de fortalecer a la democracia, paradójicamente, la han debilitado y estimulado las tendencias autoritarias.
La globalización, si bien ha servido para impulsar el auge político-económico del capitalismo y especialmente el comercio internacional mundial, ha incentivado el comercio de ilícitos en proporciones nunca vistas y, simultáneamente, debilitado los organismos encargados de combatirlo.
En cuanto a las nuevas tecnologías de comunicación, no solo han cambiado todos nuestros hábitos de vida en la casa, en el trabajo, en la vida social y la vida íntima, sino que han distorsionado todos los valores que han pautado el comportamiento social. Han cambiando la mayoría, trastocado las reservas morales y convertido el cuerpo, fundamentalmente del femenino, en un objeto de explotación y corrupción como no fue siquiera en los tiempos más libertinos de Occidente.
El hecho de que la democracia liberal se encuentre en situación desventajosa, la sociedad corrompida por el libre intercambio de ilícitos y que el mundo de las tecnologías y el mercado tengan supremacía sobre la condición humana y la vida espiritual, significa que también está en peligro la libertad, la propiedad, la justicia, la responsabilidad, la solidaridad, la fraternidad, y en consecuencia, la integridad del ser humano, sus deberes y sus derechos, su moral y su ética como los conocemos desde la Ilustración.
Los retos de la democracia
Nunca la democracia, después de la caída del totalitarismo comunista en 1989, se nos mostró con mejor salud a futuro, pero igualmente más acechada por sus enemigos internos y por tendencias autoritarias disfrazadas con el manto del resentimiento y de viejas ideologías fracasadas como el nacionalismo, el racismo y el machismo exacerbado.
Creo, como Robert Hutchins –quien presidió, después de la segunda guerra, la comisión para estudiar la responsabilidad social de la prensa–,que la muerte de la democracia no será debido a un asesinato repentino. Será una extinción lenta mediante apatía, indiferencia y desnutrición, por eso la base esencial de su teoría educativa estaba sustanciada en la responsabilidad ciudadana.
Siempre he sostenido que la democracia es como un organismo vivo. Depende del cuidado, la atención y la energía que en amor e inventiva le prodiguemos, para hacerla cada día mejor. Es la única forma en la que puede satisfacer las aspiraciones esenciales y espirituales del ser humano. Por tanto, las vanguardias democráticas y la sociedad en general debemos constituirnos en una especie de guardia pretoriana que vigile su efectivo funcionamiento, y la democracia, como piensa Hutchins, no muera de inanición.
Es imprescindible formar a las nuevas generaciones en los principios fundamentales de la libertad, la propiedad, la justicia, la tolerancia, el pluralismo y la fraternidad. En todos los valores que sostienen su magnificente arquitectura poniendo énfasis en la educación, en el óptimo funcionamiento del Estado de derecho, único garante que controla y evita los arrebatos de desmesura, y en el riguroso ejercicio de controles y contrapesos a los distintos poderes.
Educación y democracia
La educación, como soporte fundamental de la democracia, no debe ser utilitaria. No debe, por otro lado, asignar importancia únicamente al conocimiento y a la especialización y considerar solo el rendimiento escolar, que tiende a ser desigual en las distintas etapas de la vida. Excepcionalmente los mejores son constantes en el tiempo.
Hay alumnos que son excelentes en la primaria, pero malos en la secundaria, mejores en la universidad, y notables en su madurez. El desarrollo de los seres humanos no suele ser rectilíneo, como la vida tampoco lo es. Como dijera el maestro Daisaku Ikeda, hay espíritus que se desarrollan lentamente y que solo florecen con el correr de la vida y hay también espíritus precoces y brillantes que después no cumplen sus primeras promesas.
Hay grandes hombres con desarrollo irregular que hicieron historia. Los casos de Winston Churchill y Teodoro de Tarso son emblemáticos. Churchill fue atrasado de niño, de joven destacado, un aparente fracasado a la edad media y un verdadero talento después de los 60, que llevó a los aliados a la victoria en la Segunda Guerra Mundial. Teodoro de Tarso fue nombrado para que reformara la iglesia cristiana en Inglaterra en el siglo VII, a la misma edad en que Churchill fue designado primer ministro y lo hizo de manera impecable.
Mientras más pobre es la educación más débil es la democracia, mientras más frágil sea el Estado de derecho más precaria será la efectividad de la democracia para aplicar las mejores políticas públicas y hacer más eficiente la justicia. Si la democracia es insuficiente en ejecutorias, la gente se hará más desigual de condición y más escéptica sobre sus fines últimos. La tarea de la democracia es facilitar sin traumas, de manera responsable, la igualación de la condición económica, social y cultural en libertad. Educar es enseñar el significado de la vida y a su vez enseñar a vivir.
Una de las pruebas más concluyentes de la relación directa entre la calidad de la educación y la eficacia y eficiencia del sistema democrático, puede exhibirse en una encuesta hecha el año pasado en Venezuela. Según Mariano Herrera –miembro del Centro de Investigaciones Culturales y Educativas, profesor de solvencia profesional y ética–, una reciente investigación del Ministerio de Educación hecha junto con organismos internacionales vinculados con las Naciones Unidas, mediante el Estudio Regional Comparativo y Explicativo, prueba (ERCE) practicada entre 38.000 estudiantes de tercero y sexto grado de unas 400 escuelas del país, arrojó un resultado que debe herir en lo más profundo nuestro orgullo nacional: el 85% de los estudiantes del último año del ciclo básico no comprende lo que lee.
Esta encuesta puede ayudarnos a entender de manera más fehaciente el porqué Venezuela es el cuarto país con peor rendimiento en cuanto al índice democrático después de Afganistán, Myanmar y la República Democrática del Congo, según la Unidad de Inteligencia de The Economist.
Estado de derecho y democracia
No tengo temor en afirmar que sin representación no hay democracia, que la democracia directa es un eufemismo y que el Estado de derecho solo funciona con los mejor formados, los de mayor integridad y fuerza moral, y los que, adelantados, saben leer la realidad y descifrar sus accidentes para superarlos. La representación no pueden ejercerla todos, indistintamente, y los cargos de alta responsabilidad solo son para los distinguidos en términos humanos y de probado conocimiento calificado.
Sí hay hombres más capaces que otros, más idóneos, más competentes, más sabios, simplemente superiores, así irrite el ultimo adjetivo. Así moleste la consideración, así suene elitesco y clasista, siempre será mejor un distinguido y calificado ser humano gobernando, que un improvisado, un atolondrado, un advenedizo o un resentido. Solo que esas elecciones y designaciones deben hacerse sin atropellos a la condición humana, con justificaciones metodológicas apropiadas, legislando inteligentemente, con mucho tacto, casi que con delicadeza, para no herir la sensiblería populista e igualitaria que caracteriza a la América Hispánica.
Los controles y contrapesos son de la gente
Mientras más vigilante sea la sociedad –mediante las organizaciones creadas para la participación ciudadana, los partidos políticos, las organizaciones no gubernamentales, los medios de comunicación, la iglesia y las propias instituciones constituidas por los distintos poderes públicos para supervisar la gestión gubernamental–, más eficiente, transparente y proactivo será el ejercicio democrático. Se ha dicho hasta el cansancio, pero nunca se cumple. Es algo parecido a la mentira constitucional, en América Latina, mandatos que se lleva el viento y el cinismo de cada gobernante.
En el caso de la América Hispánica, resulta vital abandonar el patrimonialismo y el amiguismo en la conducción del gobierno, los sesgos ideológicos, y sustituir el personalismo por la institucionalidad y la continuidad. Los gobiernos latinoamericanos son los más experimentales del mundo; fracasada la revolución y los gobiernos militares, la tendencia es a imponer el sello personal de quien gobierna, la reedición del decadente caudillismo, con sus pandillas de serviles y a su capricho personal, como si el poder fuera una propiedad de quien lo asume.
Nuestro atraso es terriblemente patético. Ha habido momentos estelares con figuras distinguidas como la de Rómulo Betancourt o Raúl Alfonsín, tan escasas que en ocasiones lucen abrumadas por la inmensa mayoría de gobernantes improvisados e ineptos.
Los ilícitos crecen como la mala hierba
La última década del siglo XX quedará registrada como un momento estelar en la historia de la democracia. Se esparció de una manera inusitada, al punto que el número de países en que se celebraron elecciones libres alcanzó un máximo histórico, igual que en la economía, el mercado de valores, el comercio internacional, los flujos de capital y la producción de la industria cultural, los mensajes y las llamadas telefónicas.
Pero otra historia corría paralela, de igual o más significación, por todas las consecuencias que trajo para la economía formal y para la seguridad de las democracias occidentales: se trata de la historia del contrabando y, en términos más generales, del auge de la delincuencia.
Para Moisés Naím, en su libro Ilícitos, los contrabandistas en la década de los años noventa no solo se hicieron más internacionales, más ricos y más influyentes que nunca. La delincuencia global no solo experimentó un sensacional aumento de volumen y de actividades, sino también una capacidad enorme para amasar colosales ganancias que le han permitido acumular una vasta influencia política.
Hoy día, los hechos están a la vista. El comercio ilícito está presente tanto en los países pobres como en los ricos. En las democracias y en los países autoritarios. Los convencionales productos de tráfico y contrabando se han diversificado y multiplicado. Formas de comercio ilícito que creíamos desaparecidas hoy perviven en nuevas presentaciones y empaques.
Viejas prácticas, nuevas presentaciones
La práctica de la esclavitud, que se suponía superada, ha proliferado bajo distintos ropajes como el sexo forzoso, el trabajo doméstico y los trabajos agrícolas a que se dedican los inmigrantes ilegales para pagar inmensas deudas contraídas con los traficantes. La esclavitud, según Naím, no es más que una fase del comercio global de seres humanos que afecta como mínimo a 4 millones de personas cada año, la mayoría mujeres y niños, por un valor estimado entre 7.000 millones y 10.000 millones de dólares.
El narcotráfico ha creado formas de operar mucho más agiles que las del pasado y más difíciles de rastrear. Al mismo tiempo han aparecido nuevos mercados como el de la anfetamina y drogas como la ketamina y el éxtasis. El volumen de incautaciones de droga en el mundo a principios de este siglo se duplicó sin que las autoridades tengan noticias de que el consumo haya disminuido.
El tráfico internacional de armas después de la Guerra Fría se ha incrementado de una manera asombrosa. Antes, cada bloque vendía a sus aliados material de segunda y de última generación dependiendo de la capacidad de compra de cada gobierno y de la lealtad que profesase a la potencia que lo facilitaba.
Esa parte del comercio sigue siendo muy activa, pero actualmente va acompañada de un muy lucrativo negocio privado de armas cortas y armamento ligero con el que se pertrechan pandillas en las grandes ciudades, bandas criminales de sicarios, secuestradores, extorsionadores y narcos, pero además circulan en ese mercado misiles portátiles, fusiles de asalto AK-103 y cohetes lanzagranadas o RPG.
A decir de Naím, lo más grave es que detrás de todo este comercio de ilícitos acecha algo todavía más preocupante: el tráfico internacional de los conocimientos, equipos y materiales utilizados para producir armas nucleares.
En este comercio de ilícitos -continúa Naím- no se salvan ni siquiera los medicamentos; desde los genéricos de primeros auxilios que deberían salvar la vida, hasta los que llevan consigo el riesgo de perderla, como el falsificado contra la tos que mató en Haití cerca de 100 infantes porque contenía anticongelante para automóviles.
La industria financiera vivió un auge vertiginoso en la década de los noventa, pero no salió ilesa del ataque de la delincuencia. El blanqueo de dinero y la evasión de impuestos se han expandido en proporción al tamaño del sistema financiero internacional o incluso más rápido.
La desatada carrera por la economía abierta
El Consenso de Washington y la serie de reformas que se producen identificó la década de los noventa. Todas las reformas tenían una dirección común: la economía abierta. Desde esta óptica, las barreras al comercio o la inversión internacional debían de ser mínimas; las reglas que se implantaran transparentes y coherentes y aplicarse de manera uniforme; y limitaba la intervención del Estado, lo que implica que su participación se veía reducida al equilibrio presupuestario y a actuar como gestor de la privatización de las empresas públicas.
Según Naím, el cambio fue espectacular. El arancel medio en 1980 era del 26,1%; en el año 2000 había descendido al 10,4%. Entre los acontecimientos culminantes en esta tendencia está la firma del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, México y Canadá; la fundación en 1995 de la Organización Mundial del Comercio, a la que en el ao 2000 se unió China; la ampliación de la Unión Europea de 15 a 25 miembros en 2004. En 1990 había 50 tratados de libre comercio. Hoy día son más de 300.
En paralelo, esa espectacular expansión del comercio mundial creó un inmenso espacio para el comercio ilícito, quedaron pendientes montones de regulaciones que el comercio legítimo debía obedecer, al mismo tiempo que seguía creciendo el apetito de los mercados y de los consumidores por productos cuyo comercio restringían diversos países.
Lo bueno para el pavo también es bueno para la pava
Pronto se hizo evidente que las medidas que se dictaban para favorecer el libre intercambio también facilitaban el comercio ilícito. Uno fue la reducción de los controles fronterizos, en número o en rigor. De manera determinante, las reformas económicas beneficiaron a los comerciantes ilícitos y debilitaron a su enemigo, el gobierno. Estas tendencias resultan más extremas en los Estados fallidos o débiles, cuyas fronteras son difíciles de patrullar y sus funcionarios fáciles de corromper.
En los años anteriores a las reformas, la mayoría de las naciones prohibían o limitaban de un modo estricto las transacciones monetarias internacionales, pero en la década de los noventa los países se percataron de que necesitaban el dinero, las tecnologías y el conocimiento de los mercados multinacionales, así que optaron por incentivar la inversión extranjera.
Esa liberalización financiera aumentó la flexibilidad de los traficantes para invertir sus beneficios y abrir múltiples opciones a su capital, además de generar diversos instrumentos novedosos con los que movilizar su dinero por el mundo. El libre movimiento de capitales constituye uno de los rasgos distintivos de la globalización.
Para Naím, lo que está en juego es el tejido social mismo. El comercio ilícito global está hundiendo sectores industriales enteros al tiempo que potencia otros; está asolando países y desencadenando expansiones económicas; está haciendo y deshaciendo carreras políticas, desestabilizando o apuntalando gobiernos.
En el extremo, se hallan los países donde las rutas del contrabando y las fábricas clandestinas, el robo de los recursos naturales y las transacciones con dinero negro ya no pueden diferenciarse de la economía y los gobiernos oficiales.
Y sentencia: Tratar el comercio ilícito como mero contrabando y a quienes participan en él como a simples criminales, reduciendo la solución a su aspecto policial, constituye un grave error. Estos términos solo definen una parte de la historia, y no la más importante. En los próximos años, que son estos que corren, el comercio ilícito global irá in crescendo actuando con técnicas más sofisticadas, al tiempo que estas categorías resultan cada vez menos adecuadas para transmitir la naturaleza de un fenómeno que cambiará el mundo de mil maneras.
Los traficantes –dice Naím– llevan ventaja sobre los gobiernos. Cada vez les resulta más fácil iniciar, organizar y disimular su trabajo, y se han adaptado para sacar el máximo provecho de esas nuevas posibilidades. Son flexibles, receptivos y rápidos: ningún itinerario resulta demasiado complicado, ningún plazo de entrega demasiado urgente. Cada uno de los distintos tráficos, sea de drogas, de armas, de seres humanos, de falsificaciones, de dinero o de cualquiera de las mercancías ilícitas, presenta su propia historia y su propia dinámica.
Todos tienen en común su propia transformación; están fusionándose cada vez más, por lo que resulta muy difícil diferenciar uno de otro, tanto conceptualmente como en la práctica, así como de la economía legítima.
Al final se hace esta pregunta muy temeraria ¿Significa lo anterior que el mundo globalizado se ha convertido en el paraíso de los traficantes? Él mismo se responde con una gran valentía. Por ahora, las evidencias demuestran de forma abrumadora que sí. Y nosotros inocentes también nos percatamos de hasta donde se vuelven realmente punitivas las sanciones que se aplican a los países cuando marchan de espaldas a la democracia, a la justicia internacional, y al respeto a los derechos humanos.
Regulaciones a las nuevas tecnologías
Al igual que siempre a lo largo de la historia, los bueyes detrás de la carreta, el ser humano deslumbrado por los beneficios ya comprobados o futuros de la ciencia y las nuevas tecnologías, olvidando los riesgos y las amenazas que se ciernen sobre su existencia. Primero se prueban las consecuencias y después se hacen los marcos regulatorios. Eso pasó con las bombas de Hiroshima y Nagasaki y todavía siguen vivas y duelen sus cicatrices.
Como de costumbre, los gobiernos detrás de las pautas dictadas por el mercado, donde lo último que les importa a ellos y a los productores de tecnología, es la salud moral y espiritual de las nuevas y futuras generaciones. La oferta es ciega y ofrecen a precios accesibles muchos órganos del cuerpo humano y cualquier adolescente de cualquier inclinación sexual en línea como si fueran perros de raza o animales exóticos.
Solo después de tres décadas, desde que se universalizó el uso de Internet, que venía a propagar la sociedad del conocimiento y a cerrar la brecha en los niveles de educación, y entre ricos y pobres, según Naciones Unidas, comienzan los políticos del mundo a avanzar en leyes y reglamentos, para evitar tanta desmesura inmoral, tanto humano extravío a través de las redes y los teléfonos inteligentes.
Con relación al debate de si hay que imponer límites al desarrollo y uso de las nuevas tecnologías –pese a que la cuestión resulta bien controversial para los distintos especialistas vinculados al tema–, la conclusión es que constituye un imperativo no de ahora, sino desde siempre, su regulación ética y jurídica e impedir que se superen límites que puedan desencadenar consecuencias indeseables y en todo caso perversas para la salud mental del ser humano.
Jordi Torres, catedrático de Arquitectura de computadores, en un libro reciente, se da el tupé de decir que la Inteligencia Artificial no va a esperar a los seres humanos. ¿Es que la ciencia y la técnica han contado una sola vez siquiera con la opinión y los deseos de esa aglomeración de almas que sugiere ese bello, incandescente y magistral sujeto que la integra llamado ser humano?
La Unión Europea, decidida a recuperar liderazgo en materia de regulaciones a las nuevas tecnologías, acaba de aprobar una ley para regular la Inteligencia Artificial, que debe entrar en vigencia en los próximos seis meses. Pero, además, adelanta proyectos sobre: Ley sobre Servicios Digitales, Ley de Mercados Digitales, Ley de Telecomunicaciones, Ley de Comunicación Audiovisual y Ley de Chips, entre otras.
Estas leyes casi que son formalismos para cubrir apariencias, porque la mayoría carecen de una instrumentación expedita o por lo menos de muy difícil aplicación individual. Son tan eficientes como podrán ser las que pretenden controlar los ilícitos. En este caso se aplica el viejo refrán popular lleno de sabiduría: Cuando ellos van con sus marcos regulatorios los delincuentes vienen y el lado oscuro del ser humano ya se ha desatado.
Los estadounidenses comienzan a ocuparse. Nueva York y las escuelas públicas de Seattle han presentado demandas contra las redes sociales como Tik Tok, Meta, Snapchat, Facebook y YouTube, acusadas de exacerbar la crisis de salud mental de los jóvenes. Algún venezolano simpático diría a estos demandantes… tarde piaste pajarito.
Una conclusión necesaria
En El fin de la historia y el último hombre (1992), Francis Fukuyama hizo una gran profecía que parecía ineluctable, pero que la realidad, tan perversa como siempre, torció con facilidad: en el futuro inmediato –después de la caída del muro de Berlín– solo la democracia liberal tendrá la legitimidad necesaria para convertirse en el sistema político por excelencia. Por supuesto, la democracia liberal tendrá dos enemigos: el nacionalismo y la religión. Pero será capaz de subsumirlos.
Lo que podríamos estar presenciando no es simplemente el fin de la Guerra Fría o la desaparición de un determinado periodo de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano.
No contaba Fukuyama con algunos imponderables, no tan comunes en el desarrollo de la historia: los estados fallidos y el poder ejercido a través de los ilícitos, para crear nuevas vertientes de autoritarismo populista, y la revolución tecnológica que cambiaría todas las formas mentales y sensoriales de percibir al otro, a los otros y al resto del mundo.
Siento que lo que se denomina Occidente, hoy es un completo desastre. Pierde las guerras en todos los frentes. Los mejores analistas no pueden predecir qué nuevas tormentas depara el futuro. Especialmente, si la fuerza hegemónica por antonomasia, la democracia imperial, se debate entre la megalomanía y la esquizofrenia, por un lado y la senilidad y la idiotez por el otro.