El progresivo deterioro del proyecto democrático occidental y su decadencia había sido vislumbrado en 1992 por Cornelius Castoriadis. En un consistente artículo titulado “El descalabro de Occidente” afirmaba que nuestra declinación comenzó cuando dejamos de cuestionarnos a nosotros mismos. Algo que está ligado directamente a dos razonamientos muy poderosos: la afectación de los valores esenciales que lo promovieron como modelo económico-político, y por el otro lado, el abandono de la opción ética por la libertad, que ha sido declarado el fundamento de su discurso.
El escenario de la modernidad democrática, en la era de la globalización y la revolución tecnológica, podemos describirlo grosso modo de la manera siguiente:
Una democracia liberal maltrecha que empieza a sentir las consecuencias de sus imperfecciones y omisiones, y las ambiciones y el hedonismo exacerbado del ser humano; un mercado cada vez más poderoso y ausente de las preferencias reales de los consumidores, en el cual las grandes potencias, las corporaciones tecnológicas, los Estados y los más grandes deciden el futuro político y económico de los más pequeños y la vida de todos los que habitamos el planeta.
En el plano de la política internacional se repiten los mismos vientos de guerra de un siglo atrás, inspirados en el ultranacionalismo y el totalitarismo que soplaron anunciando la Segunda Guerra Mundial, y una revolución tecnológica con todo un instrumental que pone a la mano de todos –sin discriminación ni control alguno– los medios de idiotización y ensimismamiento para, por ahora, mantener entretenido al ser humano con el sofisma de que ahora, con las redes, el mundo es más democrático y liberal que nunca.
De Grecia al Estado de bienestar
La democracia, propuesta originalmente en Grecia, estuvo fundada en la autonomía del hombre libre y en el cuidado que él mismo podía prodigarse y brindar a los otros, cualidad que lo facultaba para ejercer la actividad política y trascender la simple sobrevivencia.
Cuando muchos siglos después, el llamado Estado de bienestar hizo crisis, el ser humano en democracia terminó siendo un individuo indiferenciado, cautivo en la esfera de lo privado, ausente de los asuntos públicos y sin conexión con el quehacer político.
Dos premisas resultan fundamentales para entender el sistemático deterioro del modelo democrático liberal.
La primera, que toda la superestructura del Occidente moderno está montada en un andamiaje jurídico que intenta demostrar la soberanía del colectivo. Se ha valido de un sistema de representación que utiliza nociones tales como leyes, normas, elecciones, mayoría, delegación de la representatividad, que legitiman el cuerpo social soberano en la cesión de los derechos individuales de la sociedad, en tanto cada miembro declara su concurso, para implementarla mediante la sacralización de la ley, que nos hace iguales a todos, supuestamente, frente a ella.
La segunda, el reconocimiento de que el sentido de lo público fue instaurado en la democracia occidental como la capacidad para concebir la sociedad como una producción colectiva; solo que a la vista del tiempo histórico, las oligarquías y los partidos políticos fueron copando, junto con un Estado todopoderoso, los espacios de la sociedad civil en los que se podía expresar el individuo autónomamente.
Estado todopoderoso y minusvalía ciudadana
Desde entonces, la estatización de la vida atravesó –según Oscar Useche Aldana, en uno de sus ensayos y muchos otros autores– todos los ámbitos de las relaciones sociales y fue haciendo funcionales y subordinadas categorías que fueron construidas en los albores del capitalismo como opciones éticas al absolutismo, como, por ejemplo, la condición de ciudadano.
Uno de los más caros conceptos de la modernidad –que vislumbraba en los derechos una cierta perspectiva de autonomía– ha sido imposible de entender fuera de la estrecha relación individuo-partido-Estado; por supuesto, en la que se destaca la absoluta hegemonía del Estado.
Esa omisión de la ciudadanía se ha exacerbado en el tiempo, en la medida en que se materializan grandes cambios que, según Agamben, citado por Useche Aldana, hacen vano el sentido original de la política moderna y la convierten en un experimento devastador, que desarticula y vacía en todo el planeta instituciones y creencias, ideologías y religiones, identidad y comunidad, y vuelve después a proponerlas bajo una forma ya definitivamente afectada de nulidad.
La democracia representativa no pudo avanzar hacia formas de autonomía ciudadana y abierta participación de la sociedad civil y el modelo de representación, insuficiente y asfixiante, hizo crisis. De ahí el impulso de la democracia participativa, que ha tenido expresiones exitosas en la descentralización en muchos países de América Latina, pero finalmente castradas por la aparición de los autoritarismos emergentes.
De la llamada democracia participativa solo han sobrevivido conquistas parciales de grupos minoritarios que exigían derechos, ahora controlados, mediante mecanismos supuestamente participativos de inclusión en un escenario renovado para el ejercicio de la biopolítica dominante, caracterizada de una forma magistral por Agamben, en su ensayo Medios sin fin:
Intervención permanente del Estado sobre la vida natural de los seres humanos; es decir, la imposición de un poder sobre la vida social en su totalidad; el estado de excepción como estructura fundamental del orden político, que generaliza la estructura policial y suspende el orden jurídico de tiempos normales; la figura del campo (de concentración) como el modelo dominante del ejercicio de soberanía y zona de indiferencia entre lo público y lo privado; la metamorfosis del ciudadano en refugiado y el paso de desterrado a desplazado, de ser marginal a ser evidencia de la crisis de los llamados derechos humanos, emblemas de los estados modernos, y la irrupción de la democracia espectáculo. Una democracia debilitada, ni representativa ni participativa: nominal
Visto así, del proyecto de modernidad sobreviven con fuerza tres categorías: el mercado, la guerra en el plano militar –y también trasladada a la política, entre partidarios de una democracia renovada y los autócratas animados por el resurgimiento de las distintas versiones del nacionalismo populista, que esconden el a mi manera de cada uno y la versión del comunismo chino–, y una tercera categoría, más novedosa aún: la esclavitud tecnológica, la más perversa de las formas de dominación y aniquilación del potencial fraterno, creativo y espiritual del ser humano.
A través del debilitamiento de la democracia, la supremacía del mercado, la guerra en sus distintas manifestaciones y la esclavitud tecnológica se consolidan los principales elementos potenciadores del desgaste anímico de la sociedad, desencadenando sentimientos que paralizan y deprimen: el miedo, el dolor, la competencia, la falta de solidaridad, el odio, la envidia, la venganza, el dolor, la crueldad, la confusión y la muerte.
Si a esto le sumamos el efecto adormecedor provocado por todo el instrumental tecnológico disponible en el mercado, tendremos una sociedad narcotizada donde la indiferencia, la duda y la incertidumbre han sepultado los valores más nobles del espíritu, y de los poderes creadores del ser humano.
Los valores sagrados, que fueron inspiración desde la antigüedad del modelo de convivencia en libertad más perfecto inventado por los seres humanos a lo largo de su historia, han comenzado a desdibujarse. Y muchas de las instituciones que fueron medios para consolidar los ideales republicanos han empezado a resultar ineficientes ante los retos y desafíos de una sociedad cambiante, más insatisfecha y radicalmente diferente y mucho más exigente y demandante desde 1989. Sin embargo, el remozamiento, preservación y perfeccionamiento del sistema democrático no parece estar entre las prioridades de la agenda política del reordenamiento político mundial.
La democracia en Venezuela
En el caso venezolano, donde hasta hace poco predominó el ambiente de guerra amigo-enemigo en las relaciones políticas, para empezar a reconstruir el tejido social necrosado por el odio social, el resentimiento, la envidia y la violencia, hay que abrirle paso en primer lugar a la fraternidad, a la hospitalidad del huésped siempre bienvenido, a la solidaridad civilista y al compartir, abriendo nuestras almas a la reconciliación y a la hermandad.
Estamos obligados a ser tolerantes y a la vez persuasivos de todos los derechos que podemos reconquistar haciendo un esfuerzo común. Y, sobre todo, enfatizando en lo que nos une y poniendo a un lado, con gallardía, lo minúsculo y pusilánime que nos aleja de una convivencia sana y saludable.
Tenemos que privilegiar en las relaciones sociales la inteligencia sensible, que no es otra cosa que ser flexibles para aceptar los cambios de opinión y de actitud sobre los asuntos públicos y las distintas formas de ver, concebir y compartir en sociedad las diferentes visiones del mundo.
Hay que construir una nueva dinámica del poder, fundada en la autonomía ciudadana y en la apertura de espacios libres alejados del dominio partidista y de la intromisión directa del Estado, para abrir cauces a la libertad de crear y producir nuevas formas de vida y de asociación, y de relaciones con la naturaleza, con el arte y con los semejantes.
Las resistencias: potenciación de la autonomía ciudadana
El mundo que viene está por inventarse y será inventado por cada individuo que, desde su mundo estrictamente privado, retome los espacios públicos que le pertenecen y que han sido secuestrados por el Estado, los partidos y las nuevas mafias del poder.
Todo empieza por la resistencia, pero no entendida a la manera clásica aliado-enemigo, gobierno-oposición. Hoy para las minorías resulta más conveniente una postura oblicua o transversal. Hablo de las resistencias que, según G. Deleuze, constituyen el otro término de las relaciones de poder y que, expresadas en la rebelión de los sesenta, las llamó Roszat la contracultura.
A decir de Useche Aldana, las resistencias son líneas de fuga de esas relaciones de dominación propuestas por el poder constituido. Por tanto, resistir es crear mundos nuevos, donde haya espacios inéditos para imaginar formas de relaciones libres de poderes dominantes y ello plantea el ejercicio de la desobediencia a toda forma de poder despótico, o formas de ejercicio del poder, donde el ciudadano no tenga la potestad de ejercer su autonomía para dar alas al impulso vital que permita liberar el cuerpo, el deseo y el pensamiento.
Todos los civiles y los militares sabemos, mayoritaria y silenciosamente en nuestro juicio político y militar, lo que queremos y esperamos de las supuestas conversaciones de México, menos el grupo que representa a una parte del gobierno y a la supuesta oposición.
Son esas resistencias inspiradas en la justicia, la verdad, la belleza y la libertad que manan de todos los que no están presentes —ni en las ideas, ni en las acciones, ni en el corazón de los participantes del diálogo—, las únicas herramientas idóneas para devolver el encanto a la democracia y ayudar al renacimiento de la tan ansiada autonomía ciudadana.