El mundo, nadie sabe cuándo ni con qué finalidad, un día quedó partido en dos por la autopista. De ambas partes, la nuestra es la mejor; la más despejada y donde corre un aire más puro gracias a su extraordinaria altitud. Esta diferencia de nivel se debe a los escombros que se arrojaron aquí durante la construcción de la Ciudad, la cual constituye la otra parte del mundo, en el lado opuesto de la autopista.
Con el tiempo, los escombros se fueron cubriendo de tierra, y ahora, salvo contadas excepciones, apenas hay vestigios a la vista, solo algún hierro o la punta de algún cascote que en primavera queda disimulado entre las plantas. Porque aquí, al contrario de lo que ocurre en la Ciudad, sí hay vegetación, aunque se trate de una vegetación indómita y hostil, siempre al acecho, como la que se amontona en los márgenes de estos caminos que tanto me gusta recorrer.
De todos, mi preferido es el que sube paralelo a la autopista. A la caída de la tarde empiezo mi paseo y dos horas después alcanzo el lugar más alto. Entonces, ya con el sol tocando el horizonte, abro mi silla plegable y me siento plácidamente a mirar cómo pasan los coches.
La opinión general es que la autopista no tiene principio ni fin. Y así debe de ser, ya que, en rigor, no existe nada fuera de las dos partes que componen el mundo. Solo unos pocos soñadores se preguntan por ese legendario territorio en donde se supone que daría comienzo la autopista, así como por ese otro en donde terminaría.
Son los mismos que no cesan de preguntarse por qué nunca se ha construido un puente que permita llegar hasta la Ciudad. No se dan cuenta de lo absurdo de esa pregunta. Primero, porque cualquier cosa exterior a nuestra mitad del mundo nos es ajena. Segundo, porque aquí disponemos de cuanto necesitamos para subsistir. De igual modo, los habitantes de la Ciudad deben compartir también estos pensamientos.
Sea como sea, es agradable estar aquí ahora, disfrutando de las vistas. Sé que parece contradictorio porque al otro lado de la autopista solo hay una gris e interminable manta de edificios. Sin embargo, todo cambia a última hora de la tarde, cuando el sol hace centellear las infinitas fachadas con sus infinitos vidrios, y las chimeneas humeantes, y las antenas, y las torres de alta tensión.
Lo mejor, no obstante, llega al anochecer. Entonces la Ciudad se convierte en una réplica del cielo estrellado, el cual parece formar una inmensa cúpula que empieza a mi espalda, pasa sobre mi cabeza y termina al borde mismo de la autopista, frente a mí, haciéndose indistinguible la Ciudad del cielo. Después de un rato, regreso a mi casa.
Yo vivo en una pequeña casa azul con un enorme cardo de flores rojas en el tejado. A la izquierda se alza un trozo de tubo de hormigón que tiene al menos cuatro metros de diámetro; a la derecha, un gran muro medio derruido y pintarrajeado. Al borde del terraplén que baja hasta la autopista se encuentra el establo de las vacas. Nos hacemos cargo de ellas por turnos de una semana. El mío terminó ayer, lo que significa que hasta dentro de casi un año no me volverá a tocar. Excluyendo esto, poco más hay que hacer en esta parte del mundo.
Cada uno tiene sus aficiones. Por ejemplo, a mi vecino de al lado le apasiona clasificar especies animales que muestran algún tipo de rareza. Tiene montones de cuadernos repletos de dibujos y minuciosas descripciones. También dispone de un cobertizo a rebosar de extrañas aves, mamíferos e insectos; todo en cuidadas jaulas.
Otro de los vecinos ha empezado a cultivar un huerto con plantas medicinales. Otro se dedica a pintar cuadros sobre trozos de cemento que después regala a quien se los pide. Otro confecciona ropa con los jirones de tela que aún perduran medio enterrados, junto a los escombros.
Como ven, aquí cada uno hace lo que puede para no aburrirse. A mí, ya lo he dicho, me gusta dar largos paseos. Ascender por la vereda y al resguardo de los árboles sentarme en mi silla a observar el paso de los coches, junto a los conejos que poco a poco se van alineando a lo largo del terraplén. He descubierto que ellos comparten conmigo la afición por las luces de los faros y de las ventanas lejanas. Yo, cuando me canso de mirar, cierro los ojos y me dejo llevar por el sonido del tráfico, homogéneo y adormecedor como el romper de las olas.
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