Por Lydia Cacho
Mi abuelo paterno, nacido en Portugal me regaló mis primeros libros de poesía, de Camoes y Natália Correia, con ellos practicaba el portugués que aprendí escuchando a mis abuelos hablar de cuando se convirtieron en refugiados mexicanos. El viejo cariñoso y exigente había jugado fútbol y me hablaba de ese deporte como si fuera una de las claves de la felicidad humana. De mi padre, un ingeniero mexicano serio y trabajador, aprendí a ser disciplinada, a terminar todo aquello que comienzo, a llegar puntual a mis citas, a sostener mi palabra y dignidad cuando de asuntos éticos se trata; de mi tío Manuel aprendí que hay hombres dulces, tiernos e igualitarios. Por mi abuelo el militar José Ernesto Cacho descubrí el costo que pagan los hombres por guardarse las emociones para el día en que mueren.
Los hombres que fueron ejemplos en mi vida me enseñaron las cosas del mundo público, del poder; las mujeres en cambio me enseñaron a entender la vida interior, la fuerza moral laica. Gracias a ellas supe qué hacer cuando decidí seguir mi vocación de periodista en los años ochenta, cuando las mujeres éramos la excepción en esta profesión.
Mi madre y mi abuela fueron ejemplos de una ternura acompañada de sólida inteligencia que se oponía al hembrismo manipulador. Con ellas aprendí a decir mis verdades, a pagar el costo de la congruencia en un mundo que avala la hipocresía como método de convivencia y fustiga la coherencia entre lo dicho y el hecho. Por ellas y con ellas me instruí para rebelarme contra un mundo que decía que las mujeres inteligentes son la excepción a una supuesta regla de bobas, tontas, putas y sumisas.
Mi abuela me regaló las obras de Rosario Castellanos y Anaís Nin, mi madre poco a poco puso en mis manos libros de Simone de Beauvoir, de Pita Amor y Safo de Lesbos, me regaló la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, de Carmen Laforet y Ana María Matute. Gracias a Ethel Krauze entendí en la adolescencia una nueva forma de acercarme a la poesía. En el Colegio Madrid la maestra Trueta además de Historia me enseñó a mapear la diversidad del mundo y la maestra Luz me aseguró que debía de seguir escribiendo hasta encontrar mi propia voz.
Ya adulta, fue leyendo a Blanche Petrich que entendí la valía insuperable de ser una reportera honesta y persistente. Por Esperanza Brito tuve el valor de publicar mis primeras reflexiones sobre feminismo cotidiano antes de cumplir los treinta; gracias a Rosario Ibarra deduje que hay formas no violentas de hacer política. Elena Poniatowska me recuerda la responsabilidad de compartir el conocimiento y el poder. Por Lucía Lagunes y Sara Lovera me atreví a hacer televisión y radio con perspectiva de género en los años noventa, cuando eso parecía una afrenta contra el periodismo convencional. Con Carmen Aristegui reivindico la integridad profesional y la amistad a prueba de infamias.
Cuando Adela Navarro asumió la dirección del semanario Zeta en Tijuana, entre un mundo de hombres que cubrían temas del crimen organizado, supimos que se gestaba una nueva generación de mujeres jóvenes a quienes admirar todos los días. A diario convivo con las que hacen historia, que salvan a sus comunidades y al periodismo de perderse en una cultura de corrupción donde el ego es primo hermano del narcisismo insoportable de los famosos. Las que documentan historias que muchos nos dijeron que eran nimias son ahora expertas en periodismo de Derechos Humanos. Esa generación de geniales reporteras como Marcela Turati, Elia Baltazar, Daniela Pastrana, Margarita Torres, Thelma Gómez, Daniela Rea, Adriana Varillas, Selene Ríos y muchas otras que todos los días se juegan la vida, la integridad y la seguridad por dar voz y valor a las historias humanas que en verdad importan.
Hace un siglo que en México todos los días se demuestra la obsolescencia del sexismo, la inaceptable desigualdad de género, el papel vital de la participación de las mujeres en la vida pública. Es un hecho: las insumisas han llegado para quedarse y hacer de éste un mundo igualitario, y por tanto, un mundo mejor.