Por Gonzalo Toca
27/05/2018
Amenaza tormenta para las grandes tecnológicas estadounidenses y una de las máximas expresiones del aguacero que viene son los impuestos. Donald Trump, por ahora, habla mucho pero grava poco. Los nubarrones de la Unión Europea, sin embargo, anuncian tributos millonarios para marcas como Google, Apple, Facebook o Amazon.
Todo indica que aumentar su presión fiscal puede ser una medida mucho más popular ahora que hace solo dos años. Su reputación se está resintiendo con escándalos como el de Cambridge Analytica en el caso de Facebook, los vídeos de acoso en YouTube o la confrontación abierta entre la Casa Blanca y Jeff Bezos, que no solo es el propietario de Amazon sino también del Washington Post. El éxito de la campaña de Trump o el Brexit con noticias falsas tampoco ha ayudado.
Oriol Iglesias, profesor de Marketing de Esade, reconoce que “la opinión sobre las grandes tecnológicas, que antes era favorable en general, ahora se está polarizando entre consumidores e inversores extremadamente fieles y consumidores e inversores extremadamente críticos y activistas”. Ya no son una fuerza de progreso sin más.
A finales del pasado mes de marzo, salió rodando una bola de fuego desde Bruselas. Habían aprobado un proyecto de directiva que afectaría a todos los países del bloque y que supondría una recaudación extra de alrededor de 5.000 millones de euros con cargo a las arcas, sobre todo, de los gigantes de Silicon Valley. Por supuesto, los políticos no los nombraban directamente para que no pareciera un traje a medida. Podían alegar que algunas firmas comunitarias que están creciendo a toda velocidad también tendrían que rascarse el bolsillo.
Esa exquisitez en las formas quedaba bastante diluida cuando se atendía a las características de sus ‘víctimas’. Faltaba poco menos que la fotografía de Jeff Bezos. Hablábamos de multinacionales digitales que facturasen más de 750 millones de euros en todo el mundo y más de 50 millones en Europa. Es cierto que también podrían caer en esa gruesa red algunos peces gordos europeos como Spotify e incluso chinos como Alibaba.
Otro aspecto que delataba las preferencias del regulador: se gravarían los ingresos, no los beneficios. Aspiraban a acabar con la barra libre del “doble irlandés” o el “sándwich holandés”, dos formas de nombre casi erótico-festivo mediante las que se pueden pagar, legalmente, menos impuestos reduciendo artificialmente el margen de beneficios, que se transfiere, con buena fontanería financiera, a la sede del país con la presión fiscal más baja. Si tengo una sede en España y otra en Irlanda, ¿por qué no trasladar buena parte de lo que gano a Dublín y tributar allí? Al fin y al cabo, se paga menos de la mitad por el impuesto de sociedades.
Descoordinados
Un elemento a tener en cuenta aquí es que, en ausencia de una estricta coordinación fiscal europea que puede tardar años o décadas en llegar si es que llega, el proyecto de directiva pretende fijar, para todos los países miembros, un mínimo (1%) y un máximo (5%) en el impuesto sobre las grandes tecnológicas. Como no pueden decidir, por ahora, sobre la política tributaria de los estados, que serían los encargados de recaudar y repartirse el tributo, añaden una recomendación: deberían cooperar fijando la presión fiscal en un 3%. Esa cifra es la que, presumiendo la abnegación de naciones como Irlanda o Luxemburgo, que tendrían mucho que perder con la nueva regulación, se utiliza para estimar la recaudación del nuevo gravamen en 5.000 millones de euros.
¿Pero en qué ingresos quiere posar sus dientes Bruselas? En los que generen las plataformas digitales de intermediación (Airbnb, Uber, iTunes, GooglePlay, Amazon, etc.) y en los que se obtengan con los datos de los usuarios si, por ejemplo, se venden a terceros o si se utilizan para comercializar espacios publicitarios. Los grandes afectados aquí serían Google, Facebook (incluyendo no solo la popular red social, sino también WhatsApp o Instagram) y, una vez más, Amazon.
Clara Jiménez, socia de Fiscal del despacho Pérez-Llorca, cree que este proyecto de directiva, y su eventual promulgación, son un paso en la buena dirección pero “solo un paso”. En el horizonte nos espera, según ella, una coordinación fiscal mayor en Europa y, dado que las afectadas son empresas globales, también con más países. De hecho, la OCDE presentó, a iniciativa del G-20, un análisis en profundidad en abril sobre las implicaciones fiscales de la revolución digital. Jiménez subraya que “nos encontramos en un momento de transición” y que la UE ha actuado con “rapidez”. Dicho esto, matiza, el proyecto de directiva y sus motivaciones tienen también sus sombras. No todo es luz.
Para empezar, afirma Jiménez, “la creación de un impuesto sobre las ventas es reconocer un fracaso”. Los reguladores no han sido capaces de tejer una estructura común que grave, con eficacia, los beneficios de las grandes multinacionales tecnológicas. Les han ganado la partida con sofisticados vehículos financieros y la complicidad de algunos países una y otra vez.
Además, advierte la experta, “no va a ser difícil que las empresas repercutan el impuesto subiéndoles el precio a sus clientes”. Joan Miquel Piqué, economista y profesor de EADA Business School, recuerda aquí “el problema de la falta de competencia”. Google y Facebook concentran más del 80% del gasto en publicidad digital y sus capacidades son tan potentes que sus clientes, entre los que hay miles de firmas europeas, no tendrán muchas más alternativas que pagar lo que les exijan.
Sombras y desafíos
Otra sombra de la posible directiva, apunta la fiscalista de Pérez-Llorca, es que “países como Luxemburgo podrían convertir el nuevo tributo en un gasto deducible”. Dicho de otra forma, como la soberanía fiscal va a seguir residiendo durante años en cada país, pueden comprometerse a cobrar la tasa pero, al mismo tiempo, quizás articulen medidas para suavizar e incluso neutralizar su impacto y que las multinacionales no cambien de domicilio.
En ese caso, las empresas no repercutirían el gravamen a sus clientes, sino a los bolsillos de los ciudadanos. De todos modos, puestos a sacar partido y a mantener la ventaja competitiva, Luxemburgo o Irlanda tienen opciones más sencillas: cobrar a las multinacionales el 1% que exija la directiva, mientras el resto les intenta aplicar el 3% que recomienda o suplica Bruselas.
Por ahora, todo lo que les puede pasar es que Alemania o Francia pongan el grito en el cielo o intenten convencerlos. En esta ocasión, a diferencia de lo que ocurrió cuando Irlanda dependía de la UE para rescatar sus bancos, el margen para presionar será menor. Quizás por eso, César Lajud, director del Máster Universitario en Comercio y Relaciones Económicas Internacionales de la Universidad Europea de Madrid, sostiene que “no deberíamos albergar demasiadas esperanzas sobre la eficacia de la nueva tasa si no existe una unión fiscal europea”.
Probablemente, los dos mayores desafíos a los que se enfrentaría la nueva regulación son políticos. Para empezar, supone un paso más en la integración comunitaria en un momento en el que los movimientos, como mínimo euroescépticos, en Hungría, Polonia, Austria, Alemania, Francia y Holanda han mostrado cada vez más fortaleza en los últimos años. El Brexit es el ejemplo más extremo, porque ha supuesto la ruptura con el proyecto.
La fiscalidad es uno de los pilares que definen la soberanía de los estados y cada vez son más los europeos que no solo rechazan nuevas cesiones de soberanía, sino que exigen recuperar buena parte de las competencias transferidas. Joan Miquel Piqué anticipa una dificilísima batalla por la integración y coordinación fiscal.
El segundo gran desafío político tiene que ver con la posible reacción de Estados Unidos. Alfredo Arahuetes, experto en inversiones internacionales de Icade y profesor visitante en Oxford, cree que “puede haber problemas con Trump”, que ya está inmerso en una incipiente guerra comercial con China. Es cierto también, matiza, que “la Casa Blanca tiene su propio conflicto con estas compañías”.
Es una forma dulce de decir que ha empezado una campaña de relaciones públicas que las acusa, dependiendo de cada caso, de evadir impuestos o de destruir empleos locales. La primera cuchillada que han recibido ha sido la derogación de la neutralidad de la red, que las obligará a pagar comisiones millonarias a las operadoras de telecomunicaciones. Lo próximo puede ser un nuevo regulador que supervise sus cortafuegos de privacidad o un nuevo marco legal que las haga responsables, son sanciones estratosféricas, de no eliminar inmediatamente los contenidos ilegales o abusivos de sus plataformas. Esto último ya ha ocurrido en Alemania.
Las luces, sombras y desafíos explosivos a los que puede tener que enfrentarse la imposición de un nuevo tributo sobre las grandes tecnológicas son el testimonio de un momento histórico lleno de confusión. La globalización y la integración europea han perdido su apoyo abrumador. Muchas marcas globales, también. Cada vez son más los estados, los ciudadanos e incluso las regiones que demandan alternativas.