En los últimos meses he tenido la oportunidad de leer resúmenes, conclusiones y análisis de varias encuestas y quisiera comentarlo en este artículo. No soy ajeno a las dificultades que hoy representa para las empresas encuestadoras cumplir con el objetivo de realizar una consulta de opinión, incluso si la recolección de información se hace por teléfono.
Los ciudadanos, como es obvio, desconfían. Se preguntan si la llamada del encuestador no será una trampa. Hay quienes se niegan a expresar su opinión si no reciben un pago.
Está, además, la presencia de un factor que ameritaría un estudio a fondo: la información de la que disponen capas enteras de personas, sobre la realidad más allá de lo inmediato, es irregular. Las exigencias de la sobrevivencia, la gran cantidad de horas que las familias invierten en solucionar los desafíos de la cotidianidad, apenas dejan tiempo para seguir las noticias. Pero, a pesar de todos estos factores, con mayor o menor intensidad, hay una serie de elementos presentes en las opiniones de los encuestados, de todas las regiones del país, que merecen ser anotados.
El primero, sin duda, y el más evidente y categórico, es que la mayoría de los venezolanos clama por la inmediata salida de Maduro del poder. El hartazgo que se siente en las calles y en las conversaciones familiares se expresa de forma inequívoca: que salga de Miraflores sin dilaciones.
Sobre Maduro pesa un castigo de carácter estructural del que no podrá recuperarse jamás: su capital político, incluso en una parte del chavismo, ha sido liquidado.
Hay una sensación muy extendida, creo que irreversible, de que solo tras el fin de la dictadura será posible establecer las condiciones para la reconstrucción del país. Sobre Maduro pesa un castigo de carácter estructural del que no podrá recuperarse jamás: su capital político, incluso en una parte del chavismo, ha sido liquidado.
De hecho, y es el segundo dato que quiero comentar, su popularidad es mínima. Eso reaparece en las mediciones. A la pregunta de quiénes apoyan a Maduro, hay una respuesta que dicta el sentido común y la observación de ciertos hechos: los miembros de la estructura partidista y de control social. Las redes del régimen. Enchufados, funcionarios, militantes, paramilitares y militares constituyen la fuerza política y electoral de Maduro y su régimen. No más.
Otra tendencia, preocupante para los demócratas y para los aliados internacionales de nuestra lucha, es el deterioro del aprecio de los ciudadanos por los dirigentes de la oposición. Una compleja realidad alimentada por múltiples factores: el paso del tiempo, la sensación de que hay unas metas que no se lograron, las luchas internas, las campañas organizadas para deteriorar la buena reputación de los adversarios, la eficaz acción divisionista del gobierno y más. Esto produce un paradójico fenómeno político: una sociedad casi unánime en el deseo de que el régimen llegue a su fin, pero dividida o sin una definición mayoritaria sobre cuál es el liderazgo confiable para avanzar hacia un nuevo estado de cosas. Esta debería ser preocupación central en la agenda interna de la oposición democrática.
La expectativa predominante es que el actual diálogo no producirá buenas noticias, no cambiará el estado de cosas, no arrojará el resultado que desea la mayoría: la urgente salida de Maduro del poder.
Como ha ocurrido en tantas ocasiones, especialmente en la última década, la cuestión del diálogo vuelve al centro del debate. Aunque las diferencias en los modos de preguntar son decisivas en los resultados, parece predominar una tendencia negativa en la percepción del nuevo capítulo del diálogo, que ahora mismo tiene lugar en México. La expectativa predominante es que no producirá buenas noticias, no cambiará el estado de cosas, no arrojará el resultado que desea la mayoría: la urgente salida de Maduro del poder.
Por supuesto: es difícil que una encuesta sea el instrumento adecuado para explicar por qué la mayoría de la sociedad rechaza, desconfía o no le atribuye importancia real al diálogo. Parte del problema, ciertamente está asociada a la percepción negativa que se tiene del Consejo Nacional Electoral, a pesar de los esfuerzos de numerosos voceros –incluidos representantes de la oposición– por crearle una atmósfera de credibilidad al organismo que se pondrá a prueba en las elecciones de noviembre.
En tono de airada increpación, se viene produciendo en las redes sociales una campaña que descalifica a quienes no confían ni en el diálogo ni en el Consejo Nacional Electoral, como si fuese posible obviar un abultado expediente de engaños, trampas, estafas electorales, que nunca se explicaron ni, muchos menos, se castigaron.
La sociedad venezolana sigue acumulando una carga de hartazgo, de la que no escapa nada o casi nada
Lo que exige esa mayoría de la sociedad que mira con recelo el diálogo y las elecciones de noviembre es que olvide la organización delincuente, la estructura que ha desconocido sistemáticamente la voluntad popular, que ha forjado procesos electorales fuera de la Constitución (como ocurrió con la ilegítima, ilegal y fraudulenta asamblea nacional constituyente falsamente elegida el 30 de julio de 2017, una farsa electoral denunciada hasta por la empresa Smarmatic).
¿Es a favor de esa organización, brazo electoral del régimen, su cómplice y comisario, que se pretende conseguir una aprobación pasiva y silenciosa, para el evento electoral de noviembre y unas improbables elecciones presidenciales en una fecha también improbable?
Lo que, a fin de cuentas, sugieren las mediciones, es que la sociedad venezolana sigue acumulando una carga de hartazgo, de la que no escapa nada o casi nada. Es la sensación del ciudadano a la intemperie, expuesto al hambre y a la falta de vacunas, 100% desprotegido, sin instituciones a las que apelar, atrapado en un malestar creciente, testigo perplejo de un festín de economía dolarizada a la que solo acceden unos pocos, ciudadano que hará sentir su rabia en cualquier momento. Su ya basta decisivo podría ser el detonante del cambio que no debería demorar ni un día más.