El fútbol, al igual que el resto de actividades humanas, es la constante búsqueda de fórmulas y recetas que hagan probable el éxito. Para ello, es imprescindible reconocer con qué se cuenta y hacia dónde apuntar. Triunfar, aunque mucho cueste aceptarlo, es la superación propia, es decir, ser mejor que nuestra versión anterior. No vencen los primeros, sino todos aquellos que hagan buena esa sentencia.
Una vez encontrado un modelo que potencia las virtudes propias, lo lógico es alimentar esa idea primigenia, enriquecerla, sin dejar de lado sus raíces y su identidad. La Coca-Cola, por ejemplo, ha sacado variantes de su fórmula, sin dejar de lado la mezcla que la transformó en un fenómeno de consumo masivo.
Esto no es más que sensatez pura y dura, algo que los norteamericanos, en su infinito pragmatismo, supieron inmortalizar con aquel viejo consejo: “si no está roto, no lo arregles”. Sin embargo, somos humanos, y esto es fútbol, por lo tanto, nunca hay que dejar de lado a la idiotez y al ego como ingredientes fundamentales e influyentes de nuestra existencia.
El diccionario de la Real Academia Española define al idiota como alguien “engreído sin fundamento para ello”. Entonces, y apoyados en la riqueza de la lengua castellana, puede decirse que la mayoría de las decisiones futbolísticas que ha tomado el FC Barcelona en los últimos años han sido una verdadera idiotez; todas nacieron desde el irrespeto por los principios o los cimientos que impulsaron la etapa dorada del club catalán.
Ha sido tal la desnaturalización del ideario, que hoy, al igual que las últimas versiones de la selección argentina de fútbol, los culés se encomiendan a Lionel Messi como alfa y omega de todas sus posibilidades. Anteriormente, el argentino formaba parte de una hermosa armadura, en la que le acompañaban Andrés Iniesta, Xavi Hernández, Carles Puyol, Dani Alves y Víctor Valdés, y por ello nunca fue la explicación excluyente de tanta majestuosidad.
Todo gracias a una estructura. Según el mismo diccionario, este concepto se define como la “disposición o modo de estar relacionadas las distintas partes de un conjunto”. Ese Barcelona contaba con todas las herramientas para ir más allá de los nombres propios (dinero, cantera, sensatez), y así sostenerse cuando ya no estuviesen Pep Guardiola o cualquiera de los futbolistas antes mencionados. Pero por la idiotez antes mencionada, es decir, por el engreimiento sin fundamento de algunos, el equipo catalán no fue lo que pudo ser y es hoy lo que sus dirigentes quisieron que fuera: la vulgaridad.
El doctor en alto rendimiento deportivo, Miguel Fernández, en su libro “El fútbol desde la complejidad” advierte que “un equipo que ha obtenido resultados con un estilo de juego asimilado, en el que cada jugador tiene una idea clara de su función en el equipo y qué relación tiene con cada uno de sus compañeros, ve rota su armonía con la introducción de otro jugador, que no solo cambia el estilo sino que rompe el equilibrio entre los demás compañeros de equipo”. Al Barcelona han llegado maravillosos futbolistas, pero ninguno con el conocimiento suficiente de la idea inicial como para defenderla en tiempos de crisis.
Tras Guardiola, el modelo dejó de recibir “actualizaciones” y fue mutando hasta llegar a esto. Iniesta, Alves, Puyol, Xavi y Valdés son imposibles de clonar, pero en el proceso de búsqueda de sus sustitutos, el club se inclinó por otros parámetros, distintos al ideario que nació con Johan Cruyff y que inmortalizó Guardiola.
La llegada de grandes jugadores sostiene la competitividad blaugrana, pero a diferencia de unos años atrás, cuando todos hablaban el mismo lenguaje, hoy en Can Barça se vive una versión futbolística de la Torre de Babel: de un idioma general se pasó a la multiplicidad de lenguas, lo que evita un verdadero sostenimiento del plan. Por ello, ante la incapacidad de encontrar puntos en común, lo que sería la estructura, hacen lo simple: encomendarse a Messi, y Lío, aunque nos cueste aceptarlo, es tan mortal como el más común de sus pares.
¿Qué pasará cuando el 10 no esté?