Sostienen los criminólogos que la corrupción viene expandiéndose desde mediados del siglo pasado. Los historiadores añaden que el abuso en provecho propio de los bienes públicos o de otros es una práctica milenaria. Que haya sido así no nos provee de ningún consuelo y, menos aún, si los indicadores informan de un creciente empeoramiento del fenómeno. Lo explico.
Ese empeoramiento de la corrupción se refiere a cinco dimensiones. La primera: el número de corruptos no para de crecer. Lo que resultaba excepcional hasta los años cincuenta del siglo pasado, ha adquirido las proporciones de lo corriente. Podría decirse, como en el caso de Venezuela, Nicaragua, Cuba y otros países, que lo excepcional es justo lo contrario, que alguna entidad gubernamental o algún alto funcionario no sea un corrupto o no forme parte de una red de corrupción.
Lo segundo: La corrupción ya no se limita a la gestión de los gobiernos. Se ha diseminado en sindicatos y gremios, entes multilaterales, ONG, empresas, iglesias, academias. Cada vez con más frecuencia se producen casos, pero muchos no logran sobrepasar la línea de la denuncia. La corrupción opera de tal modo que alcanza, incluso, a quienes tendrían que perseguirla y castigarla. Por tanto, su porcentaje de impunidad es muy alto.
El tercer aspecto es demográfico. Las prácticas de corrupción no se limitan a los altos cargos o al alto nivel directivo de las organizaciones. A menudo, especialmente en ministerios y oficinas públicas, ocurre a todos los niveles. En los organismos encargados de gestionar la atención de los ciudadanos –documentos de identidad, pasaportes, permisos, autorizaciones, constancias y otros semejantes– o de distribuir prebendas y beneficios, la corrupción tiene la categoría de eje axial. Va desde el portero a la mayor autoridad del lugar. Esto habla de sociedades, como en el caso de América Latina y Asia, donde muchas personas integran redes de corrupción.
Las redes de corrupción es el cuarto elemento que quiero mencionar. Son cada día más extensas y están mejor organizadas. Hay casos donde avanzan hasta el extremo de estructurarse como una corporación. Establecen funciones, responsables, coordinadores, supervisores.
Lo que ocurre entre los funcionarios civiles y militares responsables de las aduanas venezolanas es un ejemplo de eficiente organización, incluso para distribuir los dividendos de las variadas formas de extorsión a los usuarios de estos servicios.
El quinto elemento se refiere al vínculo profundo y estructural que se desarrolla entre populismo y corrupción. El populismo corroe la autonomía de las instituciones, politiza el poder judicial, desconoce la ley, pone en funcionamiento una maquinaria especializada en el asalto de los bienes públicos. Es decir, establece una cultura. Por eso, en países como Cuba, Nicaragua o Venezuela los indicadores de la corrupción rompen toda lógica y lo inundan todo.
Como sabemos, la corrupción tiene una múltiple capacidad erosiva. Alcanza el punto de destruir la economía de los países –otra vez el ejemplo necesario es el de Venezuela–; socava el funcionamiento y la legitimidad de las organizaciones y lo más gravoso, especialmente a mediano y largo plazo, es que debilita o hunde la legitimidad de las instituciones.
Rompe ese bien incomparable del vínculo entre ciudadanos y Estado, entre ciudadanos e instituciones, entre ciudadanos y autoridad, o entre ciudadanos y ley. Rompe la confianza. La historia ha sido tozuda en este comportamiento. El rompimiento paulatino de la confianza conduce, en la mayoría de los casos, a crisis políticas de hondas repercusiones.
De forma simultánea al boom de la corrupción, se ha producido una respuesta de las sociedades. La exigencia, adelantada en las calles, en los parlamentos, en las academias y por los ciudadanos organizados, a favor de un régimen de transparencia en el espacio público.
El logro de la transparencia tiene la misma categoría que las luchas por las libertades. Está en el núcleo de las aspiraciones de los demócratas.
Si las dictaduras son siempre cajas negras, si construyen estructuras bajo el principio de la opacidad, los demócratas están obligados a iluminar, a clarificar, a promover la transparencia como precepto irrenunciable de sus acciones.
Cierto es que la demanda de transparencia o las denuncias de corrupción se utilizan como armas de guerras políticas, económicas y sociales. Aunque parezca un juego de palabras, no lo es. La corrupción ha alcanzado el extremo de corromper el uso de la denuncia. Hay ‘corruptólogos’ y organizaciones dedicadas a denunciar la corrupción, que no son sino tapaderas de mafias dedicadas a la extorsión.
En días recientes, en el seno de la oposición democrática, ha surgido un nuevo debate. Se ha exigido que los administradores de las empresas bajo el control del gobierno interino que encabeza Juan Guaidó Márquez expliquen el uso que han hecho de los ingresos generados.
Más allá de las consideraciones políticas y de la trifulca en las redes sociales que el asunto ha generado, es fundamental reivindicar un aspecto principista y crucial: los administradores tienen la obligación legal, moral y política de rendir cuentas de su trabajo.
Los venezolanos tenemos derecho –léase bien, derecho– de conocer el estado de esas empresas, saber cómo están operando, qué resultados han arrojado y, muy importante, si han arrojado ganancias y en qué se han invertido esas ganancias (si es que las han invertido).
Que el régimen de Maduro –corrupto en todos sus ámbitos y acciones– haya puesto en marcha una campaña para afectar la reputación de la dirigencia opositora, inventando la existencia de prácticas corruptas, es el más manido de los recursos argumentales del corrupto (decir que todos somos corruptos), no exime al gobierno interino de su deber de responder. Su deber de transparencia no es ante los argumentos falaces del gobierno, su deber es ante los ciudadanos demócratas que han invertido su confianza en el gobierno interino y que esperan que esa confianza sea retribuida
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