La ternura, hija del amor sin eros o la pasión de los inocentes, no tiene sinónimos ni antónimos para mí. Es la más soberana de las palabras. Al igual que la melancolía, una nada que no se ve y nadie sabe de dónde viene, según Pessoa, con quien tiene un parentesco extraño, ella, la ternura, es una nada que hechiza y enamora; no se explica, se disfruta en mínimas dosis, como las buenas esencias.
No camina ni tiene prisa, se desliza suavemente y a veces, líquida, gotea. Siento que se gestó en el instante en que la primera mujer concibió, cuando, amazona después del amor, yació en reposo y luego se consagró cuando al parir la nueva vida coronó en sus brazos una bella criatura. Esa es la historia de la ternura; por eso el varón la evade, a pesar de serle indispensable: es parte de la mujer que viene con y dentro de él.
Por oposición a su génesis femenina, mientras germina como valor cultural entre otros sentimientos que definen el carácter y lo masculino y lo femenino, la madre naturalmente la enseña y la consolida, si el padre no ve peligros de confusión de identidades y por el contrario la refuerza en gestos y trato adecuado.
En palabras, es el nice del inglés, que suena como caricia a los oídos. Es el suave en español, que estimula gracia y donosura en la cotidianidad, en la escuela y en la vida. Nada tiene que ver con el género si nuestra cultura a nivel universal no fuera tan extraviadamente machista y primitiva y los hombres injuriosamente no la difamaran de intrínseca debilidad femenina. Se puede ser tierno solo a escondidas o en privado. Se puede ser muy tierno y ser el más indomable de los guerreros.
Ya usted era cuestionado desde muy joven por sus modales y su favoritismo en el tratamiento de temas femeninos, porque desde tiempo antiguo los hombres consideran que las mujeres son únicamente para llevarlas a la cama y hacerlas madres o esclavas de la carne y desestiman las maravillas del carácter, la belleza y la ternura que se multiplican en cada una de ellas, en su inteligencia y en su cuerpo.
Llevaba yo en mis viejos ensueños que databan de mi infancia y en estos ensueños toda la ternura que vivía en mi seno, pero que precisamente por ser mía no se distinguía de mi corazón, se me aparecía como un ser enteramente distinto de mí.
Cuando fundó la primera revista juvenil, junto a Dreyfus, Halevy y Greg, mientras la mayoría de los jóvenes escritores entregaban artículos sobre Schopenhauer, Nietzsche y Swinburne, usted los sorprendía con retratos de mujeres de mundo o cortesanas célebres. Daniel Halevy advierte la manera dura en que el equipo de machos de la revista El Banquete lo increpaba:
En él había algo que nos repelía, su amabilidad y delicadas atenciones… y nosotros se lo dijimos claramente en más de una ocasión. Fuimos brutales con él…
Es perfectamente comprensible que el principal espacio donde habita y florece ese bello sentimiento que usted considera la primera característica de todo gran arte, la ternura, sea en el alma femenina.
Lo masculino será elegante, inteligente, solemne, noble, superior, pero la ternura encontrará exaltación en la mayoría de los hombres e incluso en muchas mujeres, cuando juega un papel disimulado para esconder la fibra delicada femenina que solo se revela en la práctica de inclinaciones sexuales no oficiales, especialmente entre hombres, donde parece indispensable para suavizar la rudeza del contacto íntimo.
El barón de Charlus, uno de los personajes principales de En busca del tiempo perdido, junto a su gran amigo, Robert de Saint Loup, y Morel, el músico, serán tres destacadas personalidades, pero en el fondo genuinos diletantes con muchas confusiones de identidad.
Los otros, Cottard, Bloch y Brioche, solo figuras entretenidas y lucidas, aunque de ocasión, complementarias. Pero especialmente, su padre, Adrien, y su hermano, Robert, que debían tener significación, apenas si son citados a manera de cumplido familiar, pero de relevancia insignificante más allá de la obligada mención filial.
Monsieur Charlus resulta un personaje excéntricamente relevante. Descendiente de los Guermantes, desde que Proust lo conoció, a pesar de cierto desdén e indiferencia fingida en los primeros contactos por parte del barón, lo sedujo con su fina inteligencia, sus arrebatos de divo, su ostentoso ingenio para deslumbrar con su modo y su carisma.
Su vasto conocimiento de sus orígenes nobles y su dominio sobre la literatura y la historia de Francia hacían que aun sin proponérselo, cuando irrumpía con su verbo y sus ademanes simulados con picardía de actor consagrado, destacara recitando poesía, así como en las conversaciones más calificadas sobre arte en los salones y los sitios de encuentro de la alta sociedad francesa de la Belle Époque.
Por eso usted se lamentaba de que todos los rasgos más generales de toda una familia adquirían en el rostro de Charlus una finura más espiritualizada, sobre todo más suave. Yo lamentaba por él que adulterara habitualmente con tanta violencia, con desagradables rarezas, cominerías, dureza, susceptibilidad y arrogancia, que escondiera bajo una brutalidad postiza la dulzura, la bondad que yo veía expandirse inocentemente en su rostro…
Es el barón de Charlus, en Sodoma y Gomorra, con quien se hará explícita por primera vez la descripción de una escena que pondrá de manifiesto las inclinaciones sexuales sodomitas entre este y el chalequero Jupien, presenciada desde una ventana por Marcel, escondido en el piso alto de la nueva habitación en el hotel de Guermantes:
…precisamente, la belleza de las miradas de Monsieur de Charlus y Jupien estaba… en que provisionalmente al menos, aquellas miradas no parecían destinadas a dar paso a nada. Aquella belleza era la primera vez que yo veía al barón y a Jupien manifestarla. En los ojos del uno y del otro se acababa de abrir el cielo, no ya de Zúrich, sino de alguna ciudad oriental cuyo nombre no había adivinado aún. Fuere cual fuere el punto que pudiera retenerlos… no eran sino preludios rituales, algo así como las fiestas que se dan antes de una boda convenida.
Hay una expresión que en este caso, y alterando la secuencia del texto, es necesario incluir, porque ayuda a definir la condición de ambos para complementar la escena:
Charlus, aquel hombre tan entusiasta de la virilidad, aquel hombre que tanto presumía de virilidad, aquel hombre al que todo el mundo le parecía odiosamente afeminado, me hacía pensar de pronto en una mujer: hasta tal punto que tenía pasajeramente los rasgos, la expresión, la sonrisa de una mujer. Marcel concluirá el desenlace de esa escena amorosa con una expresión muy gráfica: Posteriormente llegue a la conclusión de que hay una cosa tan estrepitosa como el dolor, y es el placer…
Robert de Saint Loup, sobrino de la marquesa de Villeparisis, también descendiente del noble tronco de Guermantes, será la única amistad con un personaje de su mismo sexo con la que llega a establecer una cerrada relación afectiva, al final muy frágil y devastada por la misma incredulidad suya en el vínculo amistoso como lazo permanente. Saint Loup será un personaje fundamental en la trama:
Parecía como si la calidad tan particular de su pelo, de sus ojos, de su tez y de su porte… hubieran de corresponder a una vida distinta de los demás hombres… Aquel joven con aspecto aristocrático y de sports-man desdeñoso no sentía estima más que por las cosas de la inteligencia, especialmente por esas manifestaciones modernistas de la literatura y el arte…
Cuando me lo presentaron, confiesa usted, parecía que no oía que le estaban nombrando a una persona, pues no movió un solo músculo de su rostro… En cuanto los primeros ritos de exorcismo, lo mismo que un hada arisca se quita su primera apariencia y se presenta revestida de encantadoras gracias, vi cómo se convertía aquel ser desdeñoso en el muchacho más amable y atento que conociera.
Su talón de Aquiles, y su desgracia, en opinión de sus familiares: Rachel, su novia, una cocotte convocante, atrevida y más coqueta que Odette de Crecy, de gustos más caprichosos, pero según el escritor, de la que él aprendería a independizarse de su clase:
Su familia no se daba cuenta de que para muchos muchachos de la aristocracia una querida es el verdadero maestro y las relaciones de ese género son la única escuela moral que los inicia en una cultura superior y en donde aprenden el valor de los conocimientos desinteresados; y sin eso seguirían toda la vida con un espíritu sin cultivar, muy toscos para la amistad, sin gusto y sin finura… su querida le abrió el ánimo a lo invisible, infundió seriedad a su vida y delicadeza a su sentimiento.
El giro que dará su vida en El tiempo recobrado será uno de los encuentros con la verdad más decepcionantes de la vida del protagonista.
El doctor Cottard enseñará al autor premisas básicas y heterodoxas en los diagnósticos de la profesión médica. Brichot, filólogo, es un verdadero mago en etimología para buscar el origen de lugares remotos y palabras excéntricas. Bloch, su amigo de los primeros años, se gana por impertinentes y ordinarios modales el rechazo de la familia y el veto de Francisca. Un retrato exacto de Bloch hace el protagonista en esta expresión:
Lo que me extrañaba en Bloch aún más que sus malos modales era lo desigual de la calidad de su conversación. Aquel muchacho tan exigente, que llamaba estúpidos, latosos e imbéciles a los escritores de más fama, se ponía a veces a contar con tono muy divertido anécdotas que no tenían la menor gracia y citaba a una persona enteramente mediocre como sumamente curiosa.
Marcel ve, contempla, y juzga, enamorado de la mujer hasta el delirio, bajo su aparente condición heterosexual, todos los ambientes, los comportamientos y emociones de En busca del tiempo perdido. La relación no oficial entre Charlus y Jupien, que tan gráficamente describe al comienzo de Sodoma y Gomorra, en el caso de la relación no oficial entre mujeres se ve truncada desde un comienzo en el encuentro que tiene la hija de Vinteuil con su amiga, y que usted no puede ver consumarse ni en el momento en que presenta la introducción ni en ninguna de las relaciones que llega a imaginar como producto de los celos de Albertina con sus amigas.
Lo que el autor muestra explícitamente en Sodoma, lo desarrolla subliminalmente en Gomorra, con el tratamiento magistral que logra con el homoerotismo femenino. Nunca llega a consumarse, la relación sexual no oficial entre mujeres; todas se anuncian a través del amor y los celos de Marcel por Albertina, a quien fabrica con su imaginación insinuaciones que son alusiones deliciosas, llenas de encanto y sugestividad lésbica.
En el episodio de la hija del gran músico Vinteuil y su amiga en Muontjubain hay insinuaciones que también contempla como un espectador silencioso, pero no opera ningún desenlace; el protagonista deja de ver y escuchar y todo queda como una rica alusión para deleite de la imaginación del espectador. Es una escena de exhibicionismo e invisibilidad que define el mundo lésbico de Marcel, que tanto deleita al exigente y tanto defrauda al desprevenido.
Observada de nuevo la escena en Por el camino de Swann, mademoiselle Vinteuil se levanta y hace que quiere cerrar la puerta y no puede.
—Dejadla abierta, yo tengo calor— dijo su amiga.
—Pero es muy molesto que nos vean— contesto la señorita de Vinteuil.
—Sí, es muy probable que nos estén mirando a esta hora en un campo tan solitario como este— dijo irónicamente su amiga—. Y si nos miran, ¿qué? —añadió, creyendo que debía acompañar con un guiño malicioso y tierno aquellas palabras que recitaba por bondad, como un texto agradable a la señorita Vinteuil, y con tono que quería ser cínico—. ¿Y qué? si nos ven, mejor.
La hija de Vinteuil se estremeció y se levantó de su asiento. Aquel corazón suyo, escrupuloso y sensible, ignoraba cuáles palabras debían venir espontáneamente a adaptarse a la situación que sus sentidos estaban pidiendo.
—La señorita me parece que tiene esta noche ideas muy lúbricas— dijo por fin….
La señorita Vinteuil sintió que su amiga arrancaba un beso del escote de su corpiño de crespón, lanzó un chillido, escapó, y las dos se persiguieron saltando con sus largas mangas revoloteando como alas, cacareando y piando como dos pajarillos enamorados. Por fin, la hija de Vinteuil acabo por caer en el sofá, cubierta por el cuerpo de su amiga. Pero como estaba de espalda a la mesita donde se hallaba el retrato de su padre… le dijo, como si acabara de fijarse en el retrato:
—Y ese retrato de mi padre siempre mirándonos; yo no sé quién lo ha puesto ahí: yo he dicho veinte veces que ese no es su sitio…
—¿Sabes lo que me dan ganas de hacerle a ese mamarracho? —dijo la amiga, cogiendo el retrato.
Y murmuró al oído de la hija de Vinteuil algo que yo no pude oír…
Y no oí nada más, porque la señorita Vinteuil, con aspecto lánguido, torpe, atareado, honrado y triste, se levantó a cerrar las maderas y los cristales de la ventana.
Toda la relación erótica entre Marcel y Albertina de alguna manera tendrá un referente en esta escena y en estos dos personajes, especialmente cuando se percate a futuro de que ambas mujeres son queridas amigas de Albertina. Las mentiras de amor de Albertina ocultan signos confusos que confluyen en el mundo secreto de Gomorra, que para Marcel es la posibilidad femenina por excelencia que la inquisitoria provocada por los celos termina por descubrir.
Yo había logrado separar a Albertina de sus cómplices —las muchachas en flor— y exorcizar mis alucinaciones; sí podía hacerle olvidar a las personas, abreviar sus amistades, pero su inclinación al placer era crónica y acaso solo esperaba una oportunidad para ejercerse.
Albertina era de esas mujeres que no saben explicar lo que sienten —dice usted Por eso todo en ella son sospechas, suposiciones, especulaciones de infidelidad que producen los celos por la parte que no termina de tener o desconoce de la mujer que ama. Pues para Marcel solo se ama mientras no se tiene completamente el objeto amado o el conocimiento total del mismo en todos los tiempos. La posesión de lo que se ama es superior al amor.
Más sufrimiento le provocaba su impotencia en la satisfacción de sus deseos en el caso de que definitivamente gustara de las mujeres:
Mi rival era distinto, sus armas eran diferentes; yo no podía luchar en el mismo terreno, no podía conceder a Albertina los mismos placeres, ni incluso concebirlos idénticamente.
Según algunos investigadores, André Gide lo ha tratado de hipócrita por haber imputado todos los aspectos negativos a la homosexualidad masculina, mientras reserva los aspectos románticos para las jóvenes muchachas en flor. Por su lado, Colette contrariamente lo ha acusado de que la serie Sodoma le corresponde a la de Gomorra por su falta de verosimilitud, al haber fabricado una representación de lesbianismo como una versión de homosexualidad masculina.
Realmente, desde mi perspectiva de simple lector las cosas no son tan complicadas como parecen querer hacerlo ver escritores, críticos y expertos en identidad de género. Siento que el autor pone en práctica en dos de los pasajes más expresivos —del largo recorrido de En busca del tiempo perdido— de homoerotismo masculino y femenino, un ejemplo usado para marcar diferencia entre la pornografía y el erotismo, sin que ninguna de las dos escenas, en este caso, pueda calificarse de pornográfica, mas sí de erótica.
La primera experiencia —la pornográfica— permite que Marcel entre al cuarto en calidad de fotógrafo, en términos imaginarios, para ver consumar la escena entre el barón de Charlus y Jupien. En el caso de la escena de la hija de Vinteuil y su amiga —esta sería la erótica— se queda afuera y debe conformarse con algunas tomas insinuantes antes de que cierren la puerta y la ventana que dan al exterior.
Sin duda que las escenas a las que da lugar toda la celopatía de Marcel por Albertina no solo son más románticas, más sugestivas y más delicadas; siempre son alusivas y eso las hace más excitantes, pero la razón fundamental es que Marcel siente que el homoerotismo femenino encarna la ternura, gran maestra del arte.
Ya ha expresado desde temprano que el sexo entre las parejas heterosexuales es cruel y pleno de violencia y el homoerotismo masculino, aun descrito con mucha belleza y elegancia, se percibe grotesco, mucho más fiero que el sexo entre una pareja de heterosexuales.
Siento que el amor por la belleza femenina en toda su integridad y la tierna pasión entre mujeres hacen del homoerotismo femenino la práctica sexual más estética para usted, y sugiere, como lo señala al colocar nombres de hombres a sus grandes amores, Carlota y Francisca, en Jean Santeuil, y Gilberta y Albertina, en En busca del tiempo perdido, que lo único que desea la belleza y la ternura de mujer de un hombre, es en estricto sensu, su nombre, que en él se exhibe y en ella se oculta.
En honor y a recelo de Marcel, Baudelaire cantaría:
Porque Lesbos, entre todos, me eligió en la tierra
Para cantar el secreto de sus vírgenes en flor
Y fui admitido, desde niño, en su negro misterio.