Por Majo Síscar / Fotografía: Pep Companys
La sotana blanca relampaguea bajo el sol sofocante del suroeste mexicano. Con una cruz al hombro, el padre Alejandro Solalinde encabeza una marcha de más de 400 migrantes que pretenden caminar los 700 kilómetros que separa la oaxaqueña ciudad de Ixtepec de la capital mexicana con el objetivo de demandar seguridad para los centroamericanos que cruzan el país hacia Estados Unidos. Pero el camino se tuerce rápido. Un cerco policial les impide el paso ya antes de salir de Ixtepec. Los migrantes y el propio sacerdote se agolpan contra los policías, sin más resultados que una escaramuza. De poco sirven las palabras conciliatorias de Solalinde, ni sus llamadas de atención públicas. Lleva ocho años predicando casi en el desierto.
Las rutas mexicanas (pulsa sobre el gráfico para disfrutar de él a pantalla completa):
En el bochorno terroso de Ixtepec, que en estas fechas rebasa frecuentemente los 40 grados, Solalinde levantó un oasis para los migrantes, a la orilla de las vías del tren carguero que abordan los centroamericanos en un intento desesperado por cruzar la frontera y llegar a Estados Unidos. Desde ahí se ha erigido en un pastor de un rebaño de ovejas, descarriadas, negras. Es la cara más visible de los apóstoles de los migrantes.
Entre México y Centroamérica, no hay muros o vallas como la de Melilla. No hacen falta. Los más de 3.000 kilómetros que atraviesan desde que pisan suelo mexicano hasta llegar al país del norte son un embudo de humillación, extorsión y muerte que, si no frustra, dificulta su objetivo. Un suplicio que algunos sacerdotes comparan con el vía crucis por el que pasó Jesucristo, sentenciado por los poderes sociales y políticos de la época.
El último enfrentamiento con la policía que protagonizó Solalinde fue a mediados de abril, justo cuando marchó con los migrantes para representar la analogía del calvario cristiano. Este año, el padre alargó el camino de la cruz más allá de la Pascua, porque como él dice, a los centroamericanos no les ha llegado todavía la resurrección. Para ellos, cada día en México sigue siendo Viernes Santo. Ese vía crucis tiene su primera parada en la frontera sur del país azteca.
Una docena de balseros esperan a uno y otro lado del Suchiate, un afluente del río que separa la frontera occidental de Guatemala del sureño estado de Chiapas. La embarcación no es nada más que un neumático atado a unas tablas en las que la población de una y otra orilla cruza informalmente por el equivalente a un euro y medio. Mexicanos que van a comprar a la más barata Guatemala, trabajadores fronterizos, migrantes. El paso del coyote, lo llaman cínicamente. Desde arriba, desde el puente internacional que permite la entrada legal a México, los de la caseta de migración hacen la vista gorda.
La frontera sur mexicana, más que porosa, es un queso gruyer. Entre Guatemala y México hay al menos 52 puntos ciegos por los que pasan entre 140.000 y 400.000 migrantes centroamericanos, según qué fuente gubernamental se consulte. Al Gobierno mexicano les importan tan poco que se pueden tragar 250.000 de un bocado en las diferentes estadísticas.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), institución pública, calcula que cada año desaparecen alrededor de 20.000 centroamericanos que cruzan el país. La mayoría son víctimas del reclutamiento forzado y pasan a engordar las filas de la delincuencia organizada, la explotación laboral o caen en las garras de la trata sexual. La fiscalía mexicana ha reconocido la participación de policías municipales en, al menos, la muerte de 193 migrantes, entre ellos, los 72 que aparecieron asesinados en agosto de 2010 en un almacén en Tamaulipas, el estado más violento del país, y cuyas fotos dieron la vuelta al mundo.
Según los datos recabados por los religiosos que apoyan a los migrantes en el camino, seis de cada diez son agredidos antes de llegar a los Estados Unidos. Ésa es su cruz. El tamaño del calvario dependerá de la suerte y de la ruta.
El recorrido más corto no es el que empieza en el Suchiate, sino más al oriente, allí donde la espesura de la selva se come los ríos y caminos. Entre Guatemala y Tabasco, paralelos al control fronterizo de El Ceibo, los coyotes abren brechas entre el follaje machete en mano. Apenas a 60 kilómetros, en Tenosique, pasa el tren con el que emprender camino al norte. Esas vías son la verdadera frontera, donde empiezan los abusos. La CNDH sostiene que entre Tabasco y el vecino estado de Veracruz se comete el 55% de los 20.000 secuestros de migrantes que se reportan.
Antes se culpaba a los Zetas, el cartel más sanguinario del país, que controlaban toda la ruta por el golfo de México, pero ahora ese agresor está cada vez más difuso. Con los Zetas descabezados por la captura de sus principales líderes, el crimen organizado que acecha a los migrantes es una mancha gris donde operan desde delincuentes de poca monta hasta organizaciones de trata de personas que necesitan corromper a las autoridades para seguir operando en la zona.
“Por el estado se trafica con todo. Droga, armas, madera, seres humanos. Esta ruta es la más peligrosa del país. El crimen organizado la tiene tomada toda. Sólo por subirse a lomos del tren les cobran entre 100 y 300 dólares, si no los pagan, los tiran del tren en marcha o los matan”, señala Tomás González. Este fraile franciscano más conocido como Fray Tomás levantó en 2011 en Tenosique La 72 Hogar-Refugio para migrantes en homenaje a los indocumentados masacrados en Tamaulipas. El nombre de la casa es ya una declaración de principios, un homenaje a las víctimas del camino. En poco tiempo se ganó el apodo de Fray Tormenta, el apelativo de otro fraile que era luchador profesional en los rings de Ciudad de México. Pero la arena de Fray Tomás es mucho más pantanosa. En la primera parada de la ruta del migrante se enfrenta a un pueblo hostil –que sacaba tajada al subir el precio de los comestibles a los indocumentados–, al crimen organizado –que ve en el defensor un escudo a las extorsiones y asaltos– y a los agentes de migración.
En solo cuatro años acumula un largo historial de hostigamientos: ha sido retenido por militares, denunciado penalmente al menos en cinco ocasiones -tres de ellas por el propio Instituto Nacional de Migración, por los delitos de obstrucción a la autoridad y difamación- y amenazado de muerte repetidamente. En 2013 el gobierno le puso una patrulla de vigilancia para protegerlo pero no tardó en desecharla. “No tienen medios suficientes para enfrentarse al crimen organizado”, explica respecto al gobierno, y entre líneas, sugiere que tampoco voluntad.
Los pastores
‘La 72’
El hábito marrón de los franciscanos, atado con un cíngulo de doble nudo, es para Fray Tormenta lo que los guantes al luchador. Sólo lo viste cuando necesita que su ministerio se imponga: cuando rescata migrantes perdidos, cuando debe enfrentar a los militares o la policía, cuando acude Ciudad de México a reunirse con el gobierno o cuando encabeza solo, o con Solalinde, otro vía crucis.
Reconoce que tiene miedo, sobre todo a que ataquen el albergue y haya gente, pero para enfrentarlo se refugia en la fe y acude a los medios. La denuncia pública es como el gancho para un púgil. Pero la pelea de largo aliento la da junto a los dos franciscanos que le ayudan y los voluntarios temporales que se acercan a La 72.
“Aquí hacemos cada día la multiplicación de los panes y los peces”, exclama rompiendo su seriedad. La casa tiene capacidad para 80 personas pero ya hay una docena que se instalaron temporalmente. Una mujer guatemalteca cuyo hijo de cinco años enfermó en el camino y que ahora, gracias al fraile, está siendo atendido en un hospital mexicano; un hondureño que ya fue secuestrado y espera una visa humanitaria como víctima en el país; otros que se recuperan de la caminata de 16 horas que hicieron en un trayecto que en coche sería una hora… Con ellos, el Fray Tomás hosco se disipa y su fuerte energía se vuelve hospitalidad, convivio, fiesta. Porque a González le gusta bailar cumbia y salsa, ritmos tropicales que distienden por ratitos los peligros que esperan a sus huéspedes en un camino que apenas acaban de comenzar. En la mañana, otro compás marcará la partida de los que quieren continuar al norte. A pocos metros del albergue se escucha el cha-ca-chá del tren. Es la hora de emprender la ruta.
En Ixtepec, el alarido del tren marca el inicio del día y de las labores en el albergue. A las 4.30 de la madrugada, todavía en medio de la oscuridad, el padre Alejandro Solalinde y los voluntarios que le apoyan se acercan con linternas a las vías.
–Buenos días muchachos– grita el sacerdote al paso del tren con su voz de abuelito entrañable. Normalmente llegan unos 30 migrantes pero ese día, sólo lo hace un puñado. Bajan agitados, espantados. Cuando arrecian los nervios uno empieza a hablar: “Mire padre, veníamos como 250 pero el Ejército nos bajó ahí en Juchitán. Sólo nosotros nos conseguimos escapar y trepar de nuevo”, se queja uno de mostacho y gorra roja, mientras coge aire.
En la ruta los testimonios como éste abundan. “El tren disminuyó la velocidad donde había una intersección con unas calles, ahí había ya una camioneta blanca, con un hombre que traía una gran pistola. Le hizo unas señales al maquinista con las luces y más adelante fue cuando el tren se paró. Ahí llegaron más camionetas llenas de gente armada. Se llevaron a más de 60. Yo estaba en el vagón justo detrás de la máquina, ahí me tocó ver todo, eran los Zetas. Me eché a correr, me fui ¿qué podía hacer yo?”, relata un hondureño que espera su deportación en la estación migratoria.
Cada año aumentan las deportaciones. En 2014 México expulsó a 108.000 centroamericanos, más que Estados Unidos y un 47% más que en el año anterior. De ellos, 23.000 eran menores de edad. “La política migratoria mexicana viene determinada por Washington. Hay un país destino que necesita la mano de obra de miles de personas y sólo pasan los que ellos necesitan en un tiempo, a todos los demás se les frena, se les controla, se les criminaliza, se les deporta”, acusa Fray Tomás.
Para Solalinde, México es mucho peor que su vecino del norte. “En Estados Unidos los encarcelan, los deportan, pero aquí los secuestran, a las mujeres las violan, las venden, se hace el gran negocio con los migrantes hasta que los matan. Se trata de exterminarlos, México es una gran ruta forense”, sentencia el Padre Solalinde sin alzar la voz, sin cambiar su tono parsimonioso con que tiende la mano o reparte verdades. A diferencia de la tosquedad de Fray Tomás, 30 años más joven, Solalinde tiene la vehemencia serena de aquellos que tienen la razón.
Galería (pulsa sobre las imágenes para disfrutar de ellas a pantalla completa):
Al verlo no queda rastro de aquel sacerdote carmelita cuya primera experiencia en la institucionalidad católica fue en El Yunque, una organización semiclandestina y ultraconservadora. En 2006, ya con 60 años cumplidos, cambió el acomodo de una parroquia citadina de clase media alta por una diócesis pobre y calurosa del suroeste mexicano. Dios, con quien asegura que habla a menudo, le había mandado una señal. Su misión en la vida eran los migrantes.
Decidió ir cada día a entregarles comida y agua al paso de La Bestia. Un día el ferrocarril descarriló y la policía asaltó a los viajeros. Cuando Solalinde llegó, salieron 70 de entre los matojos. El cadáver de otro yacía en el suelo, despedazado por la máquina. Solalinde propuso al párroco de Ixtepec alojarlos en la Iglesia, pero éste se negó rotundamente. Para el carmelita fue como si al mismo Jesucristo le cerraran las puertas de la Casa de Dios. Y decidió cambiar la parroquia por un albergue. Lo empezó a construir en 2007, con aportaciones particulares, una primera casucha de ladrillos y palma, que ahora ya tiene capacidad para 80 personas acomodadas en decenas de literas.
Sus denuncias le han valido presiones, amenazas y hasta atentados. De la alcaldía de Ixtepec, de los vecinos, del obispado de Tehuantepec, del Instituto Nacional de Migración (INM) y del mismo exgobernador del estado de Oaxaca, Ulises Ruiz. El INM lo acusó de traficar con los indocumentados. Algunos vecinos, azuzados por el alcalde —asegura Solalinde— intentaron quemar el albergue con él dentro. En 2012 incluso tuvo que salir del país un par de meses ante la escalada de amenazas de muerte. Sin embargo, su tenacidad le ha valido el reconocimiento social y mediático.
Vestido siempre de riguroso blanco, ya sea hábito, camisa o camiseta, aprovecha cualquier micrófono para abogar a favor de los migrantes y en contra de cuanta injusticia le pregunten. Tiene fervor por los reflectores. Al poner su nombre en YouTube aparecen más de 13.400 vídeos. Ha llegado incluso a la pantalla grande. Pero es justo su protagonismo lo que le ha permitido llevar las demandas de los migrantes hasta el departamento de Estado de EEUU.
La última reforma migratoria mexicana se bautizó coloquialmente como Ley Solalinde. Reconoce los derechos de los migrantes a denunciar si sufren algún delito y que les otorguen una visa humanitaria para estar en el país mientras dura su proceso. Pero todavía cuesta que se cumpla, por eso sigue caminando, implacable.
De regreso a las vías, el bramido del tren no cesa y en él, como por caminos y veredas, en autobuses de tercera o escondidos en los camiones, los indocumentados continúan su camino hacia el nort e. A los que de Ixtepec sigan a lomos de la Bestia deberán cruzar Medias Aguas, en Veracruz, hoyo negro para los indocumentados. Ahí es donde se comete el mayor número de secuestros, abusos y desapariciones, según la Comisión Nacional de Derechos Humanos. El pueblo es una hilera de casas construidas a lo largo de la vía. El calor sofocante de la selva es lo primero que quema al llegar, después las balas. Los vecinos por miedo o por complicidad no actúan. Hasta el albergue lo cerraron por la inseguridad. El padre Solalinde lo denunció hasta el agotamiento. Hace unos meses las autoridades instalaron un puesto de control. Pero la cacería de migrantes no desaparece, solo se alarga como una sombra por el resto del camino.
De Medias Aguas, la ruta se bifurca. O hacia el golfo de México por Tamaulipas, donde empalma con el tren que viene de Tenosique –la vía más rápida y más peligrosa para llegar a Estados Unidos– o por el centro del país, hacia la capital. Esta tiene cada vez más adeptos y a su paso han aparecido nuevos albergues.
La hermana Leticia Gutiérrez estuvo durante seis años encargada de coordinarlos a todos. Entre 2007 y 2013 fue la secretaria de la pastoral de movilidad humana. Antes de su labor, la pastoral reunía 33 albergues y comedores. Ahora hay 70 y es la red nacional de apoyo a migrantes más grande del mundo.
El viaje de Leticia
En uno de sus primeros recorridos, la hermana Leti –como la llaman con cariño– descubrió dos adolescentes hondureños tirados en las vías. Habían sido violados y brutalmente golpeados. Sólo uno de ellos sobrevivió. Desde entonces ha hecho de la defensa de los migrantes su causa, aún pasando por encima de la jerarquía eclesiástica. Sus posturas, cada vez más críticas con el gobierno, le valieron el cese en la secretaría, pero ella no desiste.
“Es una persona de cuidado”, escribió un obispo sobre ella en una carta al gobierno mexicano. Tenía razón. Esta mujer menuda no es una monja tradicional. No lleva hábito, prefiere el pintalabios y los huipiles, como se llaman las blusas que visten las indígenas. Hasta los 27 años tenía una carrera profesional que cambió por apoyar a los más desprotegidos, y ahora se ha vuelto una Verónica para los indocumentados. Cuando ya han sido abandonados a su suerte, mutilados por el tren, víctimas de secuestros, violaciones y trata, la Hermana Leti entra en acción. Fue el enlace entre los curas y la pastoral, y ahora lo es entre los migrantes y la CNDH o la Fiscalía.
Después de años de enfrentamientos con burócratas, agentes de migración y policías, ahora es la propia Fiscalía quién la llama cuando encuentran a un grupo de migrantes víctimas. En el último semestre del 2014 acompañó legal y anímicamente a 95 migrantes que habían estado en cautiverio. De entre los testimonios computó 25 secuestros masivos -cada uno que afectaba a decenas de personas-. Los migrantes que quieren denunciar los abusos cuentan con la ayuda de Leticia. Ella los acompaña a prestar declaración, al lugar de los hechos… Actúa como una asesora legal o de psicóloga, según se precie. Su teléfono no deja de sonar. Cuenta que, a veces, le llaman familiares de víctimas en la madrugada desde los Estados Unidos u Honduras porque le han pedido un rescate económico para su familiar retenido en México. Es, literal y metafóricamente, una apagafuegos. En 2008 fue la única que acudió al rescate de Solalinde cuando los vecinos querían quemarle el albergue de Ixtepec. En 2011 hizo lo mismo en Tultilán, un suburbio de Ciudad de México.
Cuanto más se avanza hacia el norte los casos se vuelven más espeluznantes. Evelyn fue violada 70 veces antes de llegar a Saltillo, a 2.000 kilómetros al norte de Guatemala. Jonathan, de 14 años, fue obligado a mantener relaciones sexuales con su abuela, de 65, ante los ojos perversamente divertidos de sus secuestradores. A Óscar le amputaron un testículo y la mitad del pene antes de darle por muerto. Los nombres no son reales, las historias sí. Pedro Pantoja ha documentado una retahíla estremecedora.
En los últimos 13 años han pasado más de 100.000 centroamericanos por Belén-Posada del Migrante, en Saltillo, al noroeste de México, apenas a 300 kilómetros de Estados Unidos. Es prácticamente el primer albergue para indocumentados que entendió que su tarea no era solo el hospicio sino la defensa de sus derechos humanos, y en sus 14 años de vida se ha convertido en un referente. El responsable es Pedro Pantoja, quién se define antes como activista que como sacerdote. No trae ninguna cruz ni símbolo visible que delate que se trata de un jesuita. A sus 71 años, es de la generación que se formó en la teología de la liberación, corriente católica latinoamericana de inspiración marxista que ponía al centro de su labor eclesial el defender a los pobres y que tuvo su auge en los 60 y 70. Y se sigue reconociendo en ella.
En Ecuador fue alumno del pedagogo Paulo Freire y el filósofo Enrique Dussel, en París de Michel Foucault. A Pantoja no le interesó ir al Vaticano a estudiar, como hacen la mayoría de religiosos becados por la Iglesia, quiso hacerlo en la universidad pública, en la mexicana y la francesa, aunque para costeárselo tuvo que ser trailero, obrero metalúrgico o jornalero migrante en California. Pese a tener un posgrado en Francia, Pantoja pidió una parroquia donde pudiera apoyar a los más vulnerables. Durante 30 años fue asesor de los mineros y los trabajadores fabriles del noroeste del país. Cuando en 1994 arreció la crisis en México, se movió con ellos hacia la frontera, donde iban en búsqueda de trabajo. Allí conoció otra realidad migrante, la de los deportados. Mexicanos que expulsa los Estados Unidos por no tener papeles, aunque hayan crecido allí toda la vida y no conozcan su país de origen.
En 2001 el obispo de Saltillo, Raúl Vera, otro cura liberacionista, lo mandó a buscar. Dos monjas habían abierto una posada para los migrantes, pero necesitaban ayuda, los guardias del tren habían matado ya a tres centroamericanos. Al año siguiente se incorporó y cambió radicalmente el concepto de la casa. A los migrantes se les daría hospicio y comida pero el alimento fundamental sería despertarles la conciencia, convertirlos, como él dice, en “sujetos sociales”. Ahora, 13 años después, la Casa del Migrante de Saltillo es única. Además de los religiosos tiene un equipo de 10 profesionales asalariados, gracias a la cooperación internacional. Y han consolidado una red de más de 50 personas que hacen tareas voluntarias, estudiantes que dan clases, señoras que aportan comida y ropa.
Al llegar los migrantes se les hace un examen psicológico a ver si el camino ha dejado consecuencias en ellos. En función del diagnóstico se les asesora. Se pueden quedar todo el tiempo que requieran. Hace poco murió uno que había vivido allí un año y medio enfermo. Aunque dentro del recinto no se permite el alcohol, las drogas o las las relaciones sexuales, si alguien necesita anticonceptivos o incluso apoyo para abortar porque ha sido violada, Pantoja no tiene reparos en contradecir los mandatos de la jerarquía eclesiástica. Alguna vez lo llamaron de Provida, una organización antiabortista y Pantoja los despachó sin ninguna vergüenza. Le preocupan mucho más los Zetas, o el alcalde de la ciudad que apenas hace unas semanas dijo que los migrantes no merecían estar en Saltillo.
Desde 2010 los defensores de los indocumentados en los estados fronterizos del norte han sufrido 168 agresiones por hacer su trabajo. La Casa del Migrante de Saltillo es la más golpeada, con 74 denuncias en cuatro años. La mayoría viene del crimen organizado, pero un 20% son de funcionarios. Al mismo padre Pantoja le han apuntado directamente con una pistola. Pero lo cuenta con la misma sorna como habla de los de Provida. Después de tanto camino recorrido a sus espaldas mantiene la energía y el humor de un chaval revoltoso. Y sigue aplicando al espíritu la hospitalidad cristiana que describía su tocayo, el Apostol Pedro, en su primera carta. Belén es la casa de los que no la tienen y otros se la niegan.
Pantoja, Gutiérrez, Solalinde y Fray Tomás son sólo cuatro de los protagonistas de una red de 70 religiosos o parroquianos que con su esfuerzo diario devuelven la humanidad al infierno que viven los indocumentados que atraviesan México, de frontera a frontera. Más allá de la invisibilización a la que las autoridades someten a los migrantes o de las dificultades de la jerarquía católica mexicana, fariseos ante cualquier crítica gubernamental. En el país de habla castellana con más católicos los pastores díscolos son los que defienden a los migrantes, en una suerte de nueva teología de la migración.