En su reciente sentencia en el caso Baraona Bray contra Chile, la Corte Interamericana de Derechos Humanos abordó, una vez más, la importancia de la libertad de expresión en el debate sobre cuestiones de interés público, como es la preservación del medioambiente y de árboles milenarios, víctimas de la voracidad de empresarios inconscientes, así como de políticos inescrupulosos que les sirven de cómplices. Por su relevancia, en las líneas que siguen comentaremos algunos párrafos de esta sentencia.
La libertad de expresión puede chocar con intereses sociales de especial relevancia, como la seguridad nacional, el orden público, la salud pública, o con la idea que tengamos de la moral pública. Pero uno de los conflictos más frecuentes con el derecho al honor o a la reputación de las personas, y ese es el caso del que se ocupa esta sentencia.
El conflicto entre la libertad de expresión y los delitos de difamación es un tema que ya había examinado la Corte, y respecto del cual había sentado una doctrina muy clara en favor de la primera. Cuando está de por medio el debate sobre asuntos de interés público, la reputación de las personas tiene que ceder ante la libertad de expresión, como componente fundamental de una sociedad democrática.
Transitoriamente –en el caso Mémoli en contra de Argentina, por razones políticas de triste recuerdo–, la Corte se había apartado de esta sana doctrina. Ahora, sin perjuicio de algunos errores conceptuales, el Tribunal Interamericano ha vuelto a retomar el rumbo trazado por la Convención Americana sobre Derechos Humanos, subrayando cuáles son las restricciones legítimas a que se puede someter el ejercicio de la libertad de expresión.
El caso que comentamos tiene que ver con el debate que se produjo en Chile, particularmente en los años 2003 y 2004, denunciando la tala del alerce, un árbol milenario que crece en los terrenos cordilleranos y pantanosos del sur de Chile. Uno de los promotores de esta denuncia fue Carlos Baraona Bray, miembro de una organización de protección del medio ambiente.
Según declaraciones de Baraona, esa tala –que estaba prohibida por la ley– se vio favorecida por las actuaciones de funcionarios públicos que no la detuvieron, supuestamente presionados por un senador a quien la sentencia prefiere identificar simplemente como SP, y cuya identidad no es el caso revelar aquí. Según Baraona, el senador SP usaba su influencia “para comprar votos”.
Sintiéndose agraviado por tales expresiones, el senador SP presentó una querella criminal en contra de Carlos Baraona, por la presunta comisión de los delitos de calumnia e injurias graves. En su querella, el senador SP alegó que las supuestas injurias de Baraona habrían sido proferidas “en desprecio y con ofensa de la autoridad pública” de que él estaba investido, en su condición de senador.
El tribunal penal correspondiente condenó a Carlos Baraona como autor de este último delito en contra del senador SP, imponiéndole la pena de 300 días de cárcel, una multa de veinte unidades tributarias, y la suspensión para el ejercicio de cargos públicos durante el tiempo de la condena.
Un recurso de nulidad ejercido en contra de dicha sentencia fue rechazado por la Corte Suprema de Chile, pues –según su sentencia– la Constitución no protegía el derecho a la desinformación ni al insulto, y porque los hechos narrados “razonablemente no eran veraces”.
Ya es peligroso tener que probar la veracidad de la información. Pero la opinión no hay que probarla y, a veces, la información y la opinión están separadas por una línea muy tenue. Además, para la Corte Suprema de Chile, no era el demandante quien tenía que probar el absoluto desprecio por la verdad, sino el demandado quien tenía que probar la veracidad de lo comunicado como parte del debate político, que se caracteriza por el cruce de afirmaciones no siempre debidamente contrastadas, y que rondan en el límite de lo que es una simple opinión.
Igualmente, el Tribunal chileno sostenía que la veracidad de esas afirmaciones –proferidas como parte del debate político– había que probarlas, en un juicio penal.
Poco importa que, posteriormente, se haya dictado el sobreseimiento de la causa. Pero la sola circunstancia de que se pueda utilizar un procedimiento penal para castigar a quien no ha probado la veracidad de las afirmaciones vertidas como parte del debate político es incompatible con el ejercicio de la libertad de expresión. Esa no es una forma de establecer responsabilidades ulteriores, sino una forma de censura, que inhibe el debate político.
La sentencia recuerda que, en un sistema democrático, las acciones u omisiones del Gobierno deben estar sujetas al escrutinio no solo de las autoridades legislativas y judiciales, sino también de la prensa y la opinión pública. Además, la posición dominante que ocupa el Gobierno le obliga a actuar con moderación a la hora de recurrir a los procesos penales, sobre todo cuando se dispone de otros medios para responder a las agresiones y críticas injustificadas de sus adversarios o de los medios de comunicación.
En este sentido, la Corte Interamericana señala que si las restricciones a la libertad de expresión, y las sanciones consiguientes, no son compatibles con el fin legítimo que se persigue, se crea un campo fértil para que arraiguen sistemas autoritarios. Cuba, Nicaragua, y Venezuela, lo saben.
Según la Corte Interamericana, la recurrencia de funcionarios públicos que demandan judicialmente por calumnia o injuria, no con el propósito de obtener una rectificación, sino con el objetivo de silenciar las críticas realizadas a su gestión pública, constituye una amenaza a la libertad de expresión. Según la Corte, este tipo de procesos, dirigidos a obstaculizar la participación política, constituyen un uso abusivo de los mecanismos judiciales, que debe ser controlado por los Estados, a fin de asegurar el ejercicio efectivo de la libertad de expresión.
Cabe recordar que los funcionarios del Estado –y particularmente los de elección popular– han escogido voluntariamente exponerse al escrutinio y a la crítica del público. Citando a su homóloga europea, la Corte Interamericana sostiene que un político se expone inevitable y conscientemente a un escrutinio minucioso de cada una de sus palabras y acciones, tanto por parte de los periodistas como del público en general, y que debe mostrar un mayor grado de tolerancia, especialmente cuando él mismo hace declaraciones públicas que son susceptibles de crítica.
Lo anterior no significa desconocer que los funcionarios públicos, como cualquier ser humano, también tengan derecho a la protección de su honor y su reputación; pero ellos tienen más acceso a los medios de comunicación social que los ciudadanos corrientes. Si no fuera así, para eso está el derecho de rectificación o de respuesta.
La Corte observa que, además de responder a un fin legítimo, las restricciones a la libertad de expresión deben ser proporcionadas a ese fin legítimo que se busca proteger, de tal forma que el sacrificio inherente a aquella no resulte exagerado o desmedido. En tal sentido, el Tribunal recuerda que el derecho de rectificación o de respuesta puede ser un medio idóneo para proteger el derecho a la honra de una persona que se crea afectada por informaciones inexactas o agraviantes.
Asimismo, el Tribunal advierte que, en los casos en que proceda una reparación civil, debe haber garantías en contra de la condena a indemnizaciones que resulten desproporcionadas con la afectación a la reputación.
En el presente caso, la Corte Interamericana determinó que las declaraciones de Baraona se referían a la tala ilegal del alerce, tema que estaba relacionado con la protección del medioambiente y que, por ende, constituía un debate de interés público.
La Corte recordó que la libertad de expresión es uno de los mecanismos de participación de la ciudadanía en la toma de decisiones públicas que, entre otras cosas, pueden afectar al medioambiente; según la Corte, ese debate aumenta la capacidad de los gobiernos para responder a las inquietudes y demandas públicas, y ayuda a construir consensos en torno a tales decisiones.
Sin embargo, hay que hacer notar que la razón de ser de la libertad de expresión no es ayudar a construir consensos –que, en una sociedad pluralista, puede que nunca se logren–, sino hacer posible el debate franco y abierto de ideas e informaciones de todo tipo, dando cabida a ideas que puedan ser minoritarias, e incluso a algunas que puedan molestar a los que mandan.
La libertad de expresión no está concebida para garantizar la difusión de las ideas que coinciden con las nuestras, sino para asegurar la difusión del pensamiento de aquellos que se atreven a pensar algo diferente.
La Corte recuerda que la libertad de expresión es el instrumento de que se valen los ciudadanos para ejercer el control democrático de la gestión de los asuntos públicos, cuestionando, indagando, y vigilando el cumplimiento de las funciones públicas.
Es la libertad de expresión la que hace posible que los ciudadanos participen en el proceso de toma de decisiones y que sus opiniones sean escuchadas. Con ella se fomenta la transparencia de las actividades estatales, y se promueve la responsabilidad de los funcionarios en el ejercicio de la gestión pública.
Sin libertad de expresión no habría freno para la negligencia en el manejo de los asuntos del Estado, la corrupción, y el ejercicio arbitrario del poder público.
La Convención Americana sobre Derechos Humanos, al igual que otros tratados sobre derechos humanos, garantiza el derecho de toda persona a buscar, recibir y difundir, informaciones e ideas “de toda índole”.
Sin embargo, en un párrafo desafortunado, la sentencia que comentamos sostiene que, cuando la libertad de expresión colisiona con el derecho a la honra, es de vital importancia analizar si las declaraciones efectuadas poseen interés público porque, en tal caso, “el juzgador debe evaluar con especial cautela la necesidad de limitar (sic) la libertad de expresión”.
Es decir, se da por sentado que, incluso si se trata de un asunto de interés público, se podría “limitar” el ejercicio de la libertad de expresión. Lo más peligroso es que, después de indicar cuáles son los elementos a considerar para determinar si dichas expresiones forman parte del debate público, la Corte afirma que “las expresiones que versan sobre cuestiones de interés público gozan de mayor protección”, dejando la impresión de que no son absolutamente inmunes a cualquier restricción por parte del Estado, y sugiriendo que los mensajes de contenido no político (académicos, científicos, literarios, religiosos, artísticos, crítica social, comerciales, etc.), no tendrían derecho a igual protección, o no formarían parte de la expresión protegida.
De ser así, hubiera sido interesante que el Tribunal ofreciera alguna orientación sobre las circunstancias en que la libertad de expresión, aunque sea “la piedra angular de una sociedad democrática”, goza de menos protección, o de ninguna.
Con los regímenes despóticos no hay libertad que valga, y no hay ningún freno que pueda impedir que los tiranos silencien a la oposición política, o a sectores críticos de la sociedad civil. En dictadura, la única tarea posible es luchar por recuperar la libertad.
Pero, puesto que en democracia la libertad de expresión es igualmente incómoda para los que mandan, es en democracia que sus contornos se pueden reafirmar día tras día. La libertad de expresión es la vara de medir la fortaleza de la democracia en un país.
Solamente en democracia se puede obligar a los gobiernos a corregir interpretaciones equivocadas de los límites de la libertad de expresión, o de las restricciones a que legítimamente pueden someter su ejercicio.