En un sistema económico capitalista, tradicionalmente, el objetivo de una compañía ha sido la obtención de beneficios. De hecho, en España, hasta hace apenas unos años se denegaba el registro de sociedades que no tuvieran esa finalidad, porque según la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública “...al ser el fin último de la sociedad la obtención de un lucro o ganancia, el objeto social no puede estar en contradicción con aquél…” . No obstante, limitar el propósito de una empresa a la obtención de ganancias es, a día de hoy, por lo menos incompleto.
Los debates sobre la misión de una empresa tienen múltiples hitos, pero me gustaría destacar el que se produjo precisamente en el lugar más icónico del capitalismo, Wall Street. En 1979, un abogado mítico de Manhattan, Marty Lipton, desarrolló una idea disruptiva para aquella época: los administradores e inversores debían dejar de concentrarse en obtener beneficios a corto plazo para el accionista y en cambio buscar el valor a largo plazo para los stakeholders, que además de accionistas, incluye empleados, clientes y la sociedad en general.
Precisamente, en la época en que comenzaba la globalización y los índices bursátiles marcaban continuos récords, Marty fue objeto de múltiples críticas y mofas por muchos de sus colegas e incluso de sus clientes. Las ganancias fáciles y rápidas serían la tónica en Wall Street durante al menos una década y el ánimo de lucro se mantenía como columna central e inamovible de las compañías.
A comienzos de siglo y a raíz de los escándalos contables y fraudes en compañías globales como Enron o WorldCom, tanto accionistas como empleados de multitud de países sufrieron pérdidas millonarias y la reflexión sobre la misión de las compañías volvió a plantearse. Las medidas correctoras adoptadas por los gobiernos intentaron mitigar la lógica desconfianza de los ahorradores en los directivos, auditores y el mercado financiero en su conjunto.
Aquellos debates fueron la semilla de lo que hoy conocemos como el buen gobierno corporativo -uno de los exponentes más destacados en España fue el Código Aldama- y su objetivo principal era impedir los fraudes de los altos ejecutivos y garantizar la creación de valor para los dueños de las empresas mediante el reparto de dividendos y el aumento del precio de las acciones.
Pero ya en estos primeros Códigos y normas comenzó a abrirse tímidamente la puerta a la protección de otros grupos de interés, los stakeholders de Marty Lipton. La expresión que más fortuna hizo fue la de Responsabilidad Social Corporativa o RSC, recogida en el Pacto Mundial de Naciones Unidas y que Kofi Annan definió en 1999 como “la mayor iniciativa voluntaria de responsabilidad social empresarial en el mundo”.
A pesar de su ambicioso objetivo, una década después, la RSC quedó vinculada básicamente a la filantropía como herramienta de mejora de imagen de las compañías, y no como una parte esencial de propósito de las empresas. La misión continuaba siendo generar valor a los dueños de las compañías, sus socios, para, posteriormente, redistribuir parte de esas ganancias a causas sociales.
El colapso financiero de 2008 fue la prueba de que la transparencia promovida por el buen gobierno corporativo, la protección del accionista y la filantropía de la RSC tampoco sirvieron de dique de contención ante el desproporcionado tamaño de la burbuja financiera. Por mucho valor que obtuvieran los accionistas y los grandes directivos, lo cierto es que, en el largo plazo, todos terminaron perdiendo.
La desconfianza y el desprecio de la ciudadanía hacia al sector financiero y las grandes compañías era generalizado, imputándoles la responsabilidad de la crisis económica posterior y los estragos sociales que trajo consigo. Desafortunadamente, la RSC había quedado relegada a los departamentos de marketing y comunicación, alejada de los Consejos de Administración donde realmente se fijaba la estrategia de las empresas.
En 2011 los profesores Michael Porter y Mark Kramer publicaron un artículo en el que desarrollaron el concepto de creación de valor compartido que ha ayudado a redefinir el objetivo último de una empresa y que reconecta con las reflexiones del abogado Marty Lipton treinta años antes.
La finalidad de una compañía no puede limitarse al ánimo de lucro sino que debe incluir la creación de valor también para empleados, proveedores, clientes y, en general, para el conjunto de la sociedad en la que desarrollan su actividad, es decir, los stakeholders. Esta ampliación del propósito de una empresa capitalista no es contraria a la generación de beneficios para sus accionistas. De hecho es una herramienta que protege a largo plazo sus inversiones, genera nuevas oportunidades de negocio y protege la legitimidad de las propias empresas -en cuestión y bajo asedio tras la crisis de 2008-.
La creación de valor compartido va más allá de las donaciones de las compañías, propias de la RSC y ajenas al propio negocio de la sociedad. No es, por tanto, destinar beneficios de la empresa a fines sociales, sino generar valor para estas causas que a su vez sean oportunidades para la compañía y cuyos beneficios se compartan con el resto de agentes involucrados.
En la medida en que es un instrumento para generar riqueza para los accionistas, el valor compartido está en el centro del negocio de la empresa y no queda relegado a departamentos ajenos a las grandes decisiones de las compañías. Redefinido el propósito de la empresa, la denominación Responsabilidad Social Corporativa resulta incompleta y se desplaza por la más amplia Sostenibilidad Corporativa (también conocido por su acrónimo en inglés ESG).
Para no caer en la mera reflexión abstracta, la situación internacional que estamos viviendo es un perfecto ejemplo de Sostenibilidad Corporativa. Multitud de bancos, multinacionales, consultores… han dejado de operar en Rusia causando a corto plazo un perjuicio a sus accionistas. Pero, fortaleciendo sus vínculos con la mayoría social que apoya a Ucrania y trabajando conjuntamente para reducir la capacidad militar de Rusia, es posible que, a largo plazo, el mundo sea un lugar más seguro en el que internacionalizar sus negocios e incrementar sus ganancias.
Estas ideas no se limitan al ámbito de la gestión y administración de compañías, sino que también tienen un reflejo en nuestro ordenamiento jurídico interno. La Comisión Nacional del Mercado de Valores en su modificación del Código de Buen Gobierno de las Sociedades Cotizadas de 2020 “sustituye el término Responsabilidad Social Corporativa por el más amplio y utilizado actualmente de Sostenibilidad en relación con aspectos medioambientales, sociales y de gobierno corporativo (ESG)”. Estrechamente relacionado con lo anterior, la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública ha modificado sus tesis y ha acogido esta redefinición del propósito de las compañías.
En resolución de 17 de diciembre de 2020, finalmente, accedió a la inscripción de una sociedad que excluía expresamente el ánimo de lucro de su objeto social porque el propósito de las compañías capitalistas también puede consistir en invertir todos sus beneficios en causas sociales.