La riqueza y la sombra se han mantenido siempre juntas. La intemperie, en cambio, los extremos de calor y de frío, se aferra y se ensaña con la pobreza, que ahora se tapa con el eufemismo “carencia material severa”, una gilipollez que ni abriga ni refresca. Siempre hay poca sombra que compartir en las favelas, barrios, chabolas y burgos miserables, también poco pan. La sombra refresca por igual a los encandilados por el dinero como a los oprimidos por la pobreza. No es derecho humano, es un derecho de todos los seres vivos.
En América y en el Viejo mundo, el césped en sus distintos estilos y extensiones ha sido un símbolo estatus, de gente acomodada, de bien; como lo fueron siempre en Europa los portales, las arboledas y las puertas enormes y pesadas. De hierro o de madera, o de ambos materiales. Con la riqueza y las grandes mansiones se avecindan inmensos jardines, bosques, lagunas –artificiales o no– y frondosos árboles. Abunda la sombra, aunque a veces se sacrifica para diseñar formas geométricas y combinar colores y ramajes.
En los barrios y arrabales, los árboles se iban en leña. Tampoco había terreno para lujos. Cada metro se necesita y cada centímetro es una conquista.
A la sombra del poder es más fresca y amplia la sombra
Por estructura social, por los privilegios de unos y las segregaciones al distinto, las mejoras públicas siempre llegaban primero a los que estaban más cerca del poder, también una forma de clientelismo político. Así como el que está más cerca del jefe tiene la mejor oficina y la computadora más moderna y rápida, además de una ventana con una vista privilegiada, en la antesala de la democracia los amigos del poderoso, del caudillo o el padre de la patria tenían derechos que nos recuerdan a los señores feudales. Las sociedades no avanzan con la velocidad de las modas.
Ahora hay funcionarios con coche con aire acondicionado, pero también los hay que andan en bicicleta. Son privilegios, escalafones, bonos, prerrogativas que se relacionan con el cargo y los servicios que se prestan al Estado. Todos lo aceptan. No son ventajas derivadas de la raza, el sexo, la religión ni, en rigor, de pertenecer a una organización política.
De resto, téngase o no títulos nobiliarios, séase pobre de solemnidad, analfabeta o premio Nobel, todos tenemos derecho a la sombra, al agua, al aire limpio y a los rayos del sol, en principio. Después la educación, la asistencia médica, la seguridad personal. A cada comunidad le ha correspondido asegurar la satisfacción de las necesidades comunes. Todavía hay sitios en los que no se reconoce el carácter público del agua y hasta la cotizan en la Bolsa de Nueva York, pero no hay dudas de que el aire es de todos.
Los derechos de los seres vivos empiezan en la sombra
En la misma línea de la naturaleza lo son el agua, el aire, los rayos de sol y la sombra, elementos esenciales para la vida. Nos corresponden no por ser humanos, sino organismos vivos. Y como organismos vivos todos necesitamos sombra, aire limpio y una temperatura agradable. Un tramo existencial en el cual los árboles son esenciales.
Para compensar esa injusta distribución de la sombra, los gobiernos locales o nacionales construyen parques públicos, jardines y paseos para el uso y bienestar de todos. Los ilusos dicen que los pusieron ahí como una manera de concienciar a la ciudadanía sobre la importancia de la vegetación para la salud del planeta y frenar el cambio climático. Monsergas. Están ahí, mucho antes de que se reconociera el calentamiento global porque son necesarios para la recreación, para que no morir aplastados por el ladrillo y el cemento, o enloquecidos por el reflejo de los azulejos. Lo que pasa es que se quedaron cortos, que tendrían que haber más parques, mas reservas naturales y más vegetación en los viarios.
Tener un árbol, cuidarlo, puede ser tan o más exigente que una mascota. Requiere un esfuerzo, un compromiso del dueño. No basta sembrarlo. Hay que regarlo, podarlo, desparasitarlo, barrer las hojas, revisar la fortaleza del tronco y la salud de las raíces. Una responsabilidad. No son pocos los que antes de comprar una casa acogedora y fresca empiezan a gestionar los permisos para cortar los dos enormes árboles que tiene al frente. Esgrimen las más insólitas excusas, desde la molestia de las hojas hasta el peligro de que caiga un rayo.
Obviamente, hay una relación directa entre el árbol y la cuenta bancaria. Mientras menos ceros tenga la una más raquítico será el árbol. Sin ceros, no lo habrá. De ahí la importancia de la mano invisible del Estado para la justa distribución de la sombra en las zonas urbanas, que es donde resulta más afectada la vegetación por las actividades humanas.
La media es una herramienta de la injusticia
Sin embargo, como ocurre con la educación y la salud en manos del Estado, las estadísticas lo dominan todo. Y la eficacia se mide por la media de árboles por kilómetros cuadrados, no por el aprovechamiento real de la sombra disponible. Cuando en promedio se dispone de dos metros cuadrados por personas, puede ocurrir que una se beneficie de ocho metros y la otras tres no tengan ni uno. La media es la herramienta de los demagogos para mantener viva la esperanza de que algún día todos tendremos un jardín con césped y dos árboles a la debida distancia para colgar la hamaca y descansar del agobio.
Desde el punto de vista estético, los diseñadores urbanos repiten que el césped mejora considerablemente la calidad de la vida urbana. Así, pocos ayuntamientos han sustituido las glamorosas extensiones de césped de regadío por otras plantas, pese a la alta factura de agua y a las emisiones de gases efecto invernadero de las podadoras.
A todo nos gusta echarnos en la hierba bien cortada, y también todos los que manejan dinero público resaltan las bondades del césped para el ecosistema. Pero las recurrentes olas de calor y las largas temporadas de sequía han obligado a recalcular y a revisar los estudios que lo alaba como productor de oxígeno, secuestrador de carbón y su importante papel en la remoción de aire contaminado, mitigación de la erosión del suelo y recarga el agua subterránea.
Las alfombras verdes no moderan la temperatura con la eficacia que lo harían los árboles con menos consumo hídrico. En muchas zonas áridas, solo el riego del césped representa el 75% del uso del agua. Además, del daño ambiental de los fertilizantes y pesticidas que se utilizan para evitar calvas y raspaduras. En Estados Unidos, en 2012, se usaron en los jardines 27 millones de kilogramos de pesticidas. Una barbaridad.
Hay otro cálculo que debe ser reconsiderado. La cantidad de dióxido de carbono que secuestra el césped es mucho menor que la huella de carbono que dejan las actividades de mantenimiento: podado, irrigación, etc. La solución, sin embargo, no es la que está en la cabeza de algunos alcaldes: sustituir el césped de regadío por césped de plástico. El remedio sería peor que la enfermedad, y los más afectados serían los organismos vivos, incluidos los humanos.
A la naturaleza lo que es de la naturaleza
Los jardines tipo inglés o versallesco no son naturales, y están ecológicamente equivocados. Desechan una gran cantidad de plantas endógenas para favorecer un monocultivo exótico invasor, traído de tan lejos como el Himalaya o Nueva Zelanda. Necesitamos alfombras verdes, pero más espontáneas, más naturales y menos domesticadas. Dejemos que todo crezca y que sea la naturaleza la que cree una densa biodiversidad y una alfombra de bajo costo de mantenimiento para la recreación y el disfrute estético. Un estado “salvaje” natural y no una oprimida y débil naturaleza.
Viene ocurriendo en Inglaterra, precisamente el país en el cual floreció en el siglo XVIII una versión idealizada de la naturaleza urbana, utiliza los prados silvestres para fortalecer la biodiversidad, que precisamente desaparecieron por el deficiente manejo de la tierra. El novedoso enfoque convierte en corredores de vida silvestre los márgenes de las carreteras y caminos, al igual que las extensiones de césped urbano. Se podan en primavera y en verano, después de que las plantas hayan florecido. Se recogen los restos, que se utiliza como abono en las huertas, y reaparecen las flores, las mariposas, las abejas. La vida silvestre.
Con los corredores naturales y sus varios cientos de especies de flores silvestres el clima se refrescaría un montón y habría menos contaminación.
Densificar las calles con árboles, no lo contrario
Al igual que en las carreteras, los corredores silvestres pueden restaurar la diversidad, en las áreas urbanas. Las calles con árboles son más gratas y más eficientes a escala humana, de vecindario. La idea no tratar de aumentar la densidad arbórea en los parques existentes, sino homogeneizar su presencia, que haya árboles y sombra en todas las calles. Los árboles son más importantes que los aparcaderos y rinden más que los parquímetros.
Los árboles mejoran la calidad del aire, reducen la contaminación acústica al proporcionan una barrera sónica, pero podrá escuchar mejor el canto de los pájaros;
- reducen el frío el invierno y el calor en verano, ubicados estratégicamente pueden enfriar el aire hasta 8 °C;
- mejoran la calidad del aire,
- disminuyen el riesgo de inundaciones
- incrementa la biodiversidad: más aves, más ardillas, más insectos; y, por último,
- las calles sombreadas y las zonas verdes urbanas invitan a caminar y a mantener estilos de vida activos y saludables, además de ser sitios estupendos para socializar y encontrar amistades.
Está demostrado que en las zonas residenciales con más del 60% de su superficie cubierta de árboles la temperatura en verano es 10 °C menos que en otro a diez minutos de distancia, con las mismas características orográficas, pero solo con árboles en el 6% del área.
En los países desarrollados de Occidente los ingresos del hogar guardan una estrecha relación con la cantidad de árboles del vecindario. Ahí entra en juego el valor del terreno y las propuestas tramposas de las urbanizadoras que restringen la zona verde a un par de macetones y un corredor de césped. Donde la pobreza es extrema, simplemente no hay árboles, apenas unos arbustos o chumberas derrengadas.
¿Más árboles en el bosque respetando la ecología?
A medida que aumente el calentamiento global, el calor matará más gente y donde haya más calor habrá más muertes. La arborización no es simplemente un asunto de estética, sino de vida. Además, los árboles no solo atrapan contaminantes del aire, también reducen la criminalidad y aumentan las oportunidades de empleo. Claro, mientras no se pida un máster en Harvard para podar las ramas o regarlo
El Plan Verde hasta 2030 de la UE todavía está en preparación. Falta por concretar una larguísima lista de propuestas y objetivos que deberían cumplirse en los próximos diez años. No obstante, la Comisión Europea adoptó dos documentos relacionados con la estrategia de biodiversidad, que resaltan tanto por sus nombres muy frondosos –Devolviendo la naturaleza a nuestras vidas y Estrategia «de la granja a la mesa» en pro de un sistema alimentario equitativo, sano y respetuoso con el medio ambiente– como porque una de las metas es plantar en una década un mínimo de 3.000 millones de árboles, sin contar los que se plantan regularmente, los que estaban programados plantar ni los que nacen en forma espontánea en los bosques europeos. Claro, no dice cómo se hará ni quien lo hará.
La intención con la siembra masiva es intensificar la densidad de los bosques algo imposible si realmente lo hacen como aseguran: “Respetando plenamente los principios ecológicos”. Por supuesto la coletilla es eso, una coletilla y la utilizan como saludo a la bandera. Duplicar o triplicar la biomasa de los bosques no tiene muchos visos ecológicos. Lo interesante sería que propusieran aumentarles la superficie, pero ¿y los proyectos de bioenergía que ocuparán extensiones y extensiones de terrenos dónde los van a instalar?
El cambio climático, el calentamiento global obligará a la reurbanización, a vivir a escala humana, como en los primeros burgos, con todo al alcance de la mano. La sombra, el cultivo, la tienda de abarrotes y la farmacia. Sin coche ni carreta.
No plantan árboles, encementan alcorques
En un censo que data de 2018 –antes de que Filomena dañara en Madrid los 600.000 árboles que dicen– contratado por el Área de Gobierno de Medio Ambiente y Movilidad para conocer mediante un Sistema de Información Geográfica los efectos del bosque urbano sobre la calidad del aire, la reducción de la contaminación y la salud ciudadana, se determinó que en Madrid hay 5,7 millones de árboles y 506 especies. De ese total, 3,7 millones se encuentran en el casco urbano y pertenecen tanto al arbolado viario como a zonas verdes municipales y privadas. Los 2 millones restantes forman parte de espacios forestales del término municipal.
El Ayuntamiento de Madrid se encarga directamente del mantenimiento de 1,74 millones de árboles en calles y zonas verdes. Sin embargo, solo la mitad, de las calles están arboladas. Unas 5.000, con 230.000 ejemplares. Los otros 3,72 millones de árboles están plantados en 4.400 hectáreas de parques y jardines, sin contar 1.600 hectáreas de céspedes y praderas naturales.
Cuando el gobernante local aplica la media, todos resultan favorecidos. Las más de 6.000 hectáreas existentes de parques (que incluyen históricos, forestales y jardines botánicos) suponen más de 18 metros cuadrados de parques y zonas verdes públicas por habitante de la ciudad. Una ilusión, si vamos todos al mismo tiempo no cabemos, habría que desforestar
En las calles que transitan los madrileños y los turistas que llegan a la capital, la mayoría de los árboles son encinas y pino piñoneros, ambos de hoja perenne, de alta captación de contaminantes y de eficaz retención de agua de lluvia. Son los más adecuados, pero insuficientes. Faltan muchísimos más y dejar de considerar árboles los arbustos. Hay que arborizar las calles que no tienen y restituir y crear áreas verdes en los barrios del sur de Madrid. No hay que conformarse con tener 6% más de cobertura arbórea que la ciudad de Nueva York.
Reducción de sombra y aumento de palabras
Antes de Filomena, entre 2017 y 2019, Madrid vio reducido en 18.860 ejemplares la cantidad de árboles. Así, Latina perdió 4.668 y San Blas 4.005. Ninguno se cayó por el peso de la nieve ni lo tumbó una ventolera. Los catalogaron de maduros, viejos y decrépitos. Los segaron con prontitud, pero no plantaron jóvenes con igual rapidez. No había prisa. Plantaron 12.202, faltan 20.212. Lo que sí hubo fue cierre y pavimentado de 3.567 alcorques. La tala y el apeo duplica la siembra.
El marketing político habla de transformar Madrid de una isla de calor a una isla de color, pero galimatías tras galimatías la intención sigue apuntando a seguir haciendo más de lo mismo: densificar los parques y jardines, aunque insistan en que se trata de una revolución.
“Se ha configurado una estrategia de ciudad centrada en un modelo de ordenación enfocado a mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, a la atención de sus necesidades y a crear un medioambiente urbano, moderno y disfrutable, apostando por un urbanismo consciente y creativo”.
Ahí lo dicen todo y no dicen nada. Cada quien se imagina lo que quiera. Quizás si los políticos en lugar de asesores en marketing buscaran expertos en urbanismo, arquitectos paisajistas comprometidos con la naturaleza, ecologistas y la infinidad de expertos que hay sobre la materia y la dominan, les iría mejor a los políticos y también a los ciudadanos. Hay que darle una pausa al lenguaje huero y aclarar esa vinculación dialéctico-hegeliana que sospechosamente relaciona a un tiempo «la puesta en valor del entorno en nuevos desarrollos urbanísticos y la restauración de la naturaleza y su regeneración en función de la calidad de vida». Un oxímoron.