Ha sido inevitable recordar en estos días el utilísimo libro que cuatro juristas venezolanos –Antonio Canova González, Luis Herrera Orellana, Rosa Rodríguez Ortega y Giuseppe Graterol Stefanelli– publicaron en el 2014: El TSJ al servicio de la revolución. La toma, los números y los criterios del TSJ venezolano (2004-2013).
Dos cosas conviene advertir de una vez. La primera es que, aunque su revisión culmina en el 2013, cada una de sus afirmaciones no ha perdido ni un ápice de vigencia: se proyectan hasta nuestros días, sin titubeos. Lo segundo se refiere al alcance de la investigación que hicieron: que se concentre en el TSJ, no la limita. Sin duda, cuando se demuestra que el Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela está bajo el control absoluto del régimen –primero de Chávez y ahora de Maduro– también se demuestra que el Poder Judicial está absolutamente bajo el mando férreo y sostenido del poder que somete a Venezuela.
Desde que accedió al poder, Chávez empezó su campaña para hacerse con el control pleno y milimétrico del sistema judicial. Si alguien decidiera tomar el testigo del trabajo realizado por estos cuatro autores, y emprendiera la elaboración de una cronología del sometimiento del Poder Judicial venezolano, se encontraría frente a una tarea titánica, por la magnitud de las realidades a las que se enfrentaría.
Porque no es solo el TSJ, el nivel más alto del sistema, el que ha sido penetrado y sometido a la dominación. Es toda la estructura, cada una de sus instancias, sin excepción, incluida de forma muy relevante la justicia militar, que también ha cumplido un papel determinante en el objetivo de aplastamiento de las libertades de la sociedad venezolana.
Con la creación de la Comisión de Emergencia Judicial por la Asamblea Constituyente en 1999 se inició un proceso sostenido –no interrumpido–, sistemático y feroz que ha tenido como propósito erradicar toda forma de independencia y convertir al edificio judicial venezolano en la herramienta estratégica para impedir la acción autónoma de los poderes públicos –especialmente el Poder Pegislativo–, garantizar un estatuto pleno de impunidad al alto mando civil y militar del régimen, y perseguir con todos los recursos a disposición a dirigentes sociales, políticos y simples ciudadanos violando sus derechos ciudadanos y sus libertades.
Se destituyeron a magistrados y jueces que intentaron preservar su autonomía y que no resultaban confiables; fueron reemplazados por abogados militantes, incluso cuando ni siquiera cumplían los requisitos básicos de formación y experiencia mínima que exige la responsabilidad de la Justicia.
Cuando fue necesario, como ocurrió con la jueza María Lourdes Afiuni, se lee llevó a prisión, se lee inventaron cargos inexistentes en las leyes venezolanas, se la torturó y violó, y se la privó de libertad por casi 10 años.
Se instauró así una especie de estatuto de provisionalidad, cuyo carácter es meramente político: no se basa en el cumplimiento de la ley, sino de lealtad al régimen. El que sigue la línea, mantiene el cargo. El que disiente es destituido de inmediato.
Como señala el libro de Canova González, Herrera Orellana, Rodríguez Ortega y Graterol Stefanelli, la lealtad del TSJ al régimen no solo ha quedado demostrada con reiterados hechos de carácter público, sino con abrumadoras estadísticas que responden a una sola y estricta lógica: beneficiar al poder y aplastar a los ciudadanos, a las empresas, a las ONG, a los gremios, a las universidades, a las familias, a quien sea.
Todo esto, además, se ha ejecutado sin disimulo alguno ni pudor. Se ha apelado a los argumentos más descabellados, han guardado silencio ante las violaciones a la ley más evidentes, han llevado la figura del retardo procesal hasta extremos inconcebibles, han engavetado expedientes, han denegado el derecho a la justicia una y otra vez.
Estas actuaciones, hay que recordarlo, han sido denunciadas por la OEA, la ONU, Human Rights Watch, la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, gremios de juristas venezolanos y de otros países, asociaciones civiles, organizaciones de familiares de presos políticos y más, con este resultado: ninguno. Absolutamente ninguno.
La complicidad con el régimen, su lealtad perruna, permanece intacta. Está por hacerse un estudio que relacione estos dos procesos recurrentes y paralelos: los insultos de Chávez al Poder Judicial, cuya respuesta no fue otra que reiterados discursos y sentencias de apego incondicional al programa de destrucción de Venezuela, resultante de la operación del régimen chavista y madurista.
¿Para qué, entonces, Maduro decreta la reforma del Poder Judicial, si está 100% bajo su control, y pone al frente de esa acción, justamente al principal promotor de detenciones y acciones judiciales fuera del marco de la ley, que no es abogado sino un teniente enemigo y perseguidor profesional de las libertades, Diosdado Cabello? ¿Es que no la puede acometer sin Cabello, dueño y señor de los tribunales? ¿Acaso es un gesto propagandístico para mostrar que entre el madurismo y la facción pro Cabello no hay disputas ni flagrantes contradicciones, sino férrea unidad política?
¿Es un juguete para que Cabello asuma que todavía se le considera? ¿O es que hay otros intereses, que podrían saltar sobre el último resquicio de libertades en Venezuela, cuestiones como la creación de tribunales populares para enjuiciar a los enemigos de la patria en las comunidades, o para la creación de milicias de presidiarios con los mismos fines? ¿Qué van a reformar? ¿La eliminación definitiva del debido proceso? ¿El establecimiento por ley del retardo procesal? ¿La designación de jueces sin requisitos académicos ni de ningún otro orden? ¿La ampliación de la jurisdicción militar hacia la civil? ¿La creación de estatutos de impunidad absoluta para algunos, por ejemplo, el Alto Mando Militar?
Cuidado: le han dado un juguete al sujeto más peligroso y resentido de Venezuela. En sus manos, cualquier juguete podría convertirse, en cuestión de días, en un arma letal.
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