Pondré algunos ejemplos de las protestas. Urachiche, ubicada en el lado occidental del estado Yaracuy, apenas alcanza los 25.000 habitantes. Chivacoa, que pertenece al mismo Yaracuy, tiene alrededor de 85.000 habitantes. Santa María de Ipire, ubicada en el sureste del estado Guárico, cerca de la frontera con Anzoátegui, tiene alrededor de 14.000 habitantes. Carúpano, ubicada en el estado Sucre, tiene alrededor de 175.000 habitantes. San Mateo, en el estado Aragua, no alcanza a los 40.000 habitantes. San Silvestre es una pequeña parroquia de Barinas. Y así. En los últimos 10 días, en pequeñas y cada día más empobrecidas ciudades, repartidas por toda Venezuela, los vecinos han salido a las calles a protestar.
Se podría pensar, a priori, que estas protestas son un capítulo más de las constantes demostraciones de rechazo que la sociedad venezolana realiza contra la dictadura de Maduro y sus cómplices, en todas las regiones. Es así, pero hasta un punto. Hay en estas legítimas expresiones de la ciudadanía una serie de aspectos cualitativos que merecen considerarse con especial detenimiento.
El primero de ellos, consideración sustantiva, es que varias de esas poblaciones, apenas habían tenido casos de protestas en la última década, habían sido poco concurridas o, simplemente, no habían ocurrido, no fueron registradas por ningún medio de comunicación, o no alcanzaron la difusión masiva que han tenido las más recientes.
Hay un cambio, es innegable, y la característica más visible es numérica. El porcentaje de ciudadanos que ha salido a reclamar es, con relación al tamaño de la población de las respectivas zonas o ciudades, es llamativamente alto. Quiero decir, protuberante. Se está produciendo esa disposición atmosférica, ese contagio, esas ganas de salir de casa y agruparse en el espacio público para decir ya basta, no más, no podemos continuar así.
La segunda cuestión es que son protestas surgidas en el seno de esas comunidades y no instigadas por factores externos como pretende el poder. No están vinculadas a las organizaciones políticas de la oposición, lo que debería encender las alarmas de los principales partidos (pone de bulto la escasa inserción que tienen en el territorio nacional). Por lo tanto, no son tampoco protestas articuladas unas con otras, sino demostraciones de hartazgo que se producen aquí y allá, y que demuestran que la desgracia y los padecimientos venezolanos no conocen límites territoriales ni, a esto voy, políticos.
El aspecto esencial que quiero destacar es que durante dos décadas muchas de estas poblaciones han sido núcleos duros del chavismo. La revisión de los comportamientos electorales, en buena parte de los casos, es reveladora: en ellos ha predominado el voto a los candidatos del PSUV. Upata, en el estado Bolívar, por ejemplo, que tiene una población próxima a los 100.000 habitantes, a la que Chávez llamó alguna vez “el corazón de la revolución en el estado Bolívar”, ahora salta a las calles con recurrente frecuencia, a tocar las cacerolas y abuchear los actos del PSUV y del gobierno regional.
En casi todo el país, a diario, los peatones gritan, pitan o realizan gestos de reprobación dirigidos a los representantes del poder. Gobernadores, alcaldes, diputados traidores y otros funcionarios han comenzado a replegarse y a evitar la circulación por las calles. La propagación del miedo es inocultable. Han redoblado el número de guardaespaldas y sus rutinas se han restringido por temor a la reacción de los ciudadanos.
Para entender qué significan estas demostraciones, hay que intentar ponerse en los zapatos de estas personas y sus familias. Se trata de poblaciones donde la crisis económica actúa de modo más severo y más perverso que en las grandes ciudades. Las fuentes de empleo son casi inexistentes, la actividad del sector privado ha sido reducida casi a cero, por lo tanto, la dependencia de las bolsas de alimentos CLAP y de eventuales subsidios es muy alta.
De forma simultánea, esas pequeñas ciudades y centros poblados tienen otras dos características que permiten comprender mejor el valor que tienen las jornadas de protesta: son lugares donde las redes de coerción, control y vigilancia política del poder son más activas y numerosas. No hay alimentos, ni medicamentos, ni servicios públicos, ni combustibles, ni perspectiva alguna de solución, pero sí hay comisarios políticos, funcionarios rodeados de guardaespaldas, soplones de los cuerpos policiales y la Guardia Nacional Bolivariana, así como la presencia, en algunos puntos, de colectivos armados.
A esta mínima relación debemos agregar que, en muchos de estos pequeños municipios, tal como lo revela Atlas del silencio: los desiertos de noticias de Venezuela –un estudio recién divulgado por el capítulo Venezuela del Instituto Prensa y Sociedad– apenas circulan medios de comunicación independientes. Esto sugiere que la desinformación, con todas sus consecuencias, debe ser un factor más de dificultad para organizarse y movilizarse.
Sorteando las enormes dificultades y factores de desaliento, lo que estas protestas revelan es que hay una disposición latente, una potencia, que está viva en la sociedad venezolana. Pero, sobre todo, hay una tendencia en crecimiento, sobre la que debemos poner nuestra mayor atención: esas protestan no tienen un mero carácter reivindicativo. Exigen gasolina, agua, electricidad o transporte público, al tiempo que dicen: «Maduro debe irse de inmediato».
En los últimos rincones del país donde todavía quedaba alguna lealtad al chavismo, esa lealtad se va esfumando, y con premura. El rechazo avanza en las propias entrañas del PSUV. Cada vez más el régimen se reduce a un grupo de funcionarios, repelidos por las comunidades que los rodean. El poder se achica, se queda sin argumentos, sin recursos y sin capacidad de respuesta. Y, en cualquier momento, podría ser sobrepasado y sus resortes saltar por los aires.
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