La deriva antidemocrática de Venezuela comienza el 2 de febrero de 1999, al instante del juramento de Hugo Chávez y la mano derecha sobre la «moribunda» Constitución de 1961. Anuncio claro de los vientos de fronda que llevarían al levantamiento de una nueva Constitución el mismo año de 1999, actualmente vigente.
El exterminio del Estado de derecho patentiza la peor situación, marca la salida del gobierno del orden constitucional y de la ley, obediente, a pie juntillas, a la pauta de Lenin, en su libro escrito en Finlandia en 1917, L’ Etat et la Révolution, a las puertas del asalto bolchevique, resumida así: “La abolición del Estado de Occidente y del sufragio, entendido, a buen seguro, como expresión de la voluntad general, fuente de la legitimidad del poder”.
Las consecuencias de semejante propuesta son demoledoras y antidemocráticas: la concentración de todos los poderes en la Presidencia de la República o en la cúpula cívico-militar gobernante; la disolución de la independencia judicial y la ausencia de pesos y contrapesos; la represión en sus diversas modalidades, que entraña violaciones generalizadas o manifiestas de los derechos humanos fundamentales; el bloqueo de la iniciativa popular para los referendos; la cancelación de los partidos políticos y la inhabilitación por un órgano administrativo con desviación de poder de líderes de la oposición; la instauración de un Estado comunal que roba en lugar de promover la participación popular y que implica el desmantelamiento de la estructura federal del Estado; la negación de la libertad económica y la destrucción de la economía privada; la degradación de la Fuerza Armada Nacional a la mera condición de instrumento partidista e ideológico, con la anuencia de sus jerarcas; la corrupción desatada ante la ausencia de controles; y la intromisión de extranjera en áreas fundamentales del Estado, como la seguridad, interferida por FARC, ELN, Hezbolá y múltiples grupos paramilitares creados por el propio gobierno para extremar la asfixia represiva a la ciudadanía.
En realidad la Constitución de 1999, consolidó la posición del Presidente de la República con específicas atribuciones en el ámbito civil y militar, pero la prolongación del período presidencial y la reelección inmediata excede el marco constitucional, ahondando en la historia de nuestros países la perniciosa ambición de poder. Malos ejemplos: Evo Morales, Cristina Fernández de Kirchner o Daniel Ortega y a la zaga, Lula en Brasil y Petro en Colombia.
El estoque mortal, sin embargo, a la Constitución, que aniquila el Estado de derecho, es la integración repulsiva del Tribunal Supremo de Justicia y el nombramiento espurio de la Asamblea Nacional Constituyente, al lado, la convocatoria a la elección presidencial de 2018.
En este territorio sin ley, sumido en una profunda crisis humanitaria y expuesta la condición humana de los venezolanos al más feroz ataque que haya conocido la historia republicana, Maduro atiza la realización de la farsa electoral y la reposición del diálogo condenado al fracaso, bajo la amenaza de las sanciones individuales al latrocinio, y las declaraciones de la gambiana Fatou Bensouda, dadas horas antes de entregar la Secretaría de la Corte Penal Internacional al jurista británico Karim Khan, que presuponen un juicio por delitos atroces, prescritos en el Estatuto de Roma.
Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea, desde una perspectiva surrealista, se inclinan a revisar las sanciones individuales a quienes hayan incurrido en delitos contra el patrimonio público, en el marco de una acción concertada con el objeto de restaurar la democracia. En mi opinión, la actitud del presidente Biden, del primer ministro Trudeau y de Borrel, responsable de los asuntos exteriores de la Unión Europea, no sólo es incoherente sino un verdadero dislate, contrario a Derecho y a la idea democrática que impone la defensa y protección de los derechos humanos fundamentales, que no son otros que el respeto a la vida, a la dignidad y la libertad del hombre y del ciudadano.
Los rumores en torno a la eventual negociación han aludido la aplicación de la denominada Justicia Transicional, una providencia jurídica que debe mirarse con cautela y prudencia, porque la búsqueda de la solución de un conflicto a través de ella puede conducir al fracaso o al error, todo lo contrario de lo que se ha pretendido.
A propósito, traigo a colación el pacto de Colombia entre la FARC y el gobierno de Juan Manuel Santos, que hoy revela una aviesa estrategia trazada desde la Habana, que había ofrecido sus buenos oficios para restablecer la paz en un país que Castro en 1961, coetáneo con Venezuela, había introducido la guerrilla. El mujiquita que fungió de asesor jurídico y secretario, nada más y nada menos que el secretario general del Partido Comunista de España, Enrique Santiago, plasmó de su puño y letra la cláusula regalo de 12 escaños o curules en el Parlamento de la República de Colombia.
No obstante, la peligrosidad de estas horas aciagas viene en nuestro auxilio para frenar el absurdo de la negociación planteada –Ionesco la consideraría su obra maestra– el nuevo informe de la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unida. Una relatoría espeluznante. Michelle Bachelet afirma que su oficina continúa recibiendo denuncias creíbles de tortura o tratos crueles. inhumanos y degradantes. También informes incontestables de golpizas, descargas eléctricas, violencia sexual y amenazas de violación.
Del dictador venezolano se puede decir lo que expresó Kissinger sobre Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa de George Bush: «Es el hombre más despiadado que he conocido».