Por Gorka Landaburu
27/11/2016
El Partido Socialista Obrero Español se fundó clandestinamente en la madrileña taberna Casa Labra el 2 de mayo de 1879 en torno a 25 personas: 16 tipógrafos, cuatro médicos, un doctor en ciencias, dos joyeros, un marmolista y un zapatero fueron los precursores del socialismo en España. Se dice que Pablo Iglesias, líder y fundador del PSOE y la UGT, afirmó durante el primer congreso que “la actitud del PSOE con los partidos burgueses, llámense como se llamen, no puede ni debe ser conciliadora ni benévola, sino de guerra constante y dura”.
En estos 137 años, con un siglo XX plagado de acontecimientos políticos e históricos, diversas dictaduras y la Guerra Civil por medio, el PSOE ha atravesado de forma convulsa largos periodos de incertidumbre. En el más prolongado, el del exilio (1939-1975), se logró mantener las señas de identidad. En un siglo, las luchas internas y las batallas por el poder han provocado enfrentamientos y escisiones dolorosas que han marcado profundamente y, además, han puesto en peligro la supervivencia del partido más longevo de nuestra historia.
Entre las múltiples crisis atravesadas por el PSOE cabe destacar la de 1935, que opuso Indalecio Prieto a Francisco Largo Caballero. El vasco quería la unión con los republicanos para derrotar a los radicales de Lerroux y a la CEDA. Largo Caballero propiciaba la ruptura con los republicanos embarcándose en una alambicada actitud guerracivilista y revolucionaria.
Esa misma división se manifestó en plena sublevación militar entre Julián Besteiro y Juan Negrín, que desembocó posteriormente en la Guerra Civil. Ese desencuentro perduró durante el exilio entre los partidarios de ambos. Hubo que esperar a 1974, al famoso congreso de Suresnes, celebrado a las afueras de París, para ver resurgir una nueva generación liderada por Felipe González, que se hizo con las riendas de un renovado PSOE y se convirtió en uno de los promotores y artífices de la transición democrática.
La democracia trajo paz y sosiego en las filas socialistas que durante 14 años tomaron las riendas del país, acometiendo reformas sociales de calado y trascendentales. Sin embargo, también surgieron disputas internas entre felipistas y guerristas. No obstante, la crisis que convulsiona hoy al partido es quizás una de las más graves porque estamos asistiendo a una clara ruptura y divorcio entre sus dirigentes, sus militantes y sus votantes. La evidente falta de liderazgo, de proyecto, de discurso y de credibilidad va mermando, elección tras elección, a una formación que ha sido y debe ser esencial en el equilibrio de nuestra democracia.
El PSOE tiene que asumir que los tiempos han cambiado y que el electorado castiga las trifulcas y guerras internas de partido. Que las divisiones que se producen, generalmente en el campo de la izquierda, benefician, casi siempre, a la derecha y a los conservadores. La irrupción de fuerzas populistas o extremistas en toda Europa no es la coartada para explicar los malos resultados electorales o la excusa para dirimir su responsabilidad.
La crisis de la socialdemocracia en Europa es el síntoma de una falta de respuesta a la crisis económica, a la globalización, a la desigualdad y al desplome de la clase media. Los socialistas han cometido el grave error de apoyar las políticas neoliberales hasta identificarse con ellas. No es cuestión de volver a “la guerra constante y dura contra los partidos burgueses”, como clamaba Pablo Iglesias hace más de cien años. Pero sí de volver a situarse en los valores de un socialismo progresista y moderno que vuelva a ilusionar y a encandilar a la mayoría de la ciudadanía.
La foto de la tortilla
Han pasado 42 años desde que en 1974, con el franquismo en fase terminal, se tomara la famosa foto de la tortilla, en la que Felipe González y Alfonso Guerra, entre otros líderes de aquel renovado PSOE, escenificaron en un almuerzo en los pinares de la localidad sevillana de Alcalá de Guadaira los nuevos aires del socialismo que surgieron del congreso de Suresnes. Hoy no queda ya prácticamente nada de aquella imagen y los socialistas se hallan una vez más en la encrucijada de volverse a mirar en el espejo de las señas de identidad ideológicas de un partido centenario que ha sabido ilusionar a la sociedad con propuestas de cambio. Como sucede con la Constitución de 1978 y algunas de las instituciones del Estado, el PSOE necesita adaptarse a los tiempos que corren sin que por ello tenga que perder su esencia. Sus líderes tienen el deber inexcusable de seguir avanzado sin renunciar a sus principios.