Iris Pérez-Bonaventura, Universitat Internacional de Catalunya
En la última década, numerosos expertos han advertido de que la salud mental de los más jóvenes estaba empeorando de forma incesante y alarmante. La llegada de la covid-19 no hizo más que acentuar esta tendencia. Efectivamente, la irrupción de la pandemia produjo un trauma instantáneo e inesperado en la vida de muchas familias, que nunca antes se habían enfrentado a una situación similar.
El cierre de las escuelas, el miedo al contagio, la enfermedad y la muerte, la imposibilidad de realizar actividades físicas en el exterior, el aumento de tiempo dedicado a las pantallas y las dificultades económicas afectaron seriamente la salud mental de los niños, y en especial la de los adolescentes.
Momento crítico
La adolescencia es un momento crítico de transición a la edad adulta; una etapa de gran vulnerabilidad, repleta de cambios físicos, sociales y emocionales que influirán en la autoestima y la personalidad del futuro adulto.
Con la llegada de la pandemia, los adolescentes sufrieron una interrupción de sus proyectos académicos, un cambio de hábitos en el estudio y una alteración de sus rutinas. Además, vieron limitados los contactos sociales, con pérdidas de amigos, rupturas de noviazgos, cancelaciones de estancias en el extranjero y la imposibilidad de buscar trabajo.
A esto hay que añadir el uso excesivo de Internet y la sobreexposición a los medios de comunicación. El estrés y la preocupación por las repercusiones de la situación lo compartieron con los adultos convivientes.
Vivencias traumáticas y hogares desestructurados
Por otro lado, las circunstancias únicas creadas por la crisis sanitaria precipitaron la aparición de trastornos. Por ejemplo, aquellos menores afectados por las muertes de personas queridas, sin posibilidad de ser acompañadas o despedidas y sin las ceremonias funerarias habituales, tenían más probabilidades de sufrir un duelo complicado.
Otro factor que incrementó el riesgo de sufrir un trastorno mental fue el abandono del cuidado propio y el aumento del consumo de sustancias tóxicas y alcohol. También lo elevó que el menor viviera un encierro prolongado en hogares desestructurados donde se cometían abusos, negligencia en los cuidados o violencia, o en familias con situación de pobreza.
Y por si fuera poco, durante el confinamiento desapareció temporalmente la figura de agentes externos que servían como elemento de control, como los pediatras, profesores, trabajadores sociales y otros profesionales que podían mediar en ese tipo de familias.
Se multiplican las consultas
El problema se palpaba en todos los hospitales, donde se disparó el número de consultas de salud mental infantil y juvenil y de ingresos psiquiátricos, así como las derivaciones de los pediatras y los médicos de atención primaria a los centros de salud mental. Los pacientes eran jóvenes con problemas recientes o que ya los sufrían antes, agravados por la pandemia.
Concretamente, en este tiempo ha habido un aumento exponencial de consultas por ansiedad, depresión, autolesiones y valoración de conducta suicida entre los adolescentes. También se ha registrado un incremento considerable del trastorno de estrés postraumático, relacionado con las graves consecuencias de la pandemia, y de los trastornos de la conducta alimentaria, así como un empeoramiento de los síntomas en los menores que ya los padecían.
Intentos de suicidio
De acuerdo con un estudio reciente realizado en Estados Unidos, las visitas de adolescentes de entre 12 y 17 años a las urgencias hospitalarias de salud mental aumentaron un 31 % en 2020, en comparación con 2019.
Específicamente, se incrementaron los intentos de suicidio entre las menores. En 2021, las cifras continuaron subiendo: estas tentativas ascendieron un 50,6 % entre las chicas y un 3,7 % entre los chicos, también respecto a 2019.
La pandemia ha visibilizado los retos a los que nos enfrentamos respecto a la salud mental de los más jóvenes. Resulta imprescindible adoptar medidas para establecer estrategias que promocionen su bienestar emocional.
También es indispensable diseñar y ejecutar programas basados en la evidencia de prevención, evaluación e intervención en los trastornos mentales de niños y adolescentes. El objetivo es alcanzar la atención universal de los menores.
Iris Pérez-Bonaventura, doctora en Psicología Clínica Infantil y Juvenil. Profesora de Psicopatología en la Infancia y la Adolescencia, Universitat Internacional de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.