Irremediable. Si hay algo que el tiempo no perdona es la autopercepción de que todo cambia y que nuestra adaptación individual al cambio es un indicador de resistencia. De resistencia y de supervivencia. Cuando en un momento dado se escuchó aquella frase apodíctica que decía que «la nueva política venía a sustituir a la vieja política», pensé que era propia del advenimiento de una ola generacional más narcisista que inteligente y cualificada, que venía a inhumar los vestigios del uso consuetudinario de la política nacional.
Cierto es también que hay una pulsión selvática y abominable en ciertas nuevas generaciones que han convertido la política en una forma de vida, basada en la interpretación de un texto sobre cualquier tarima o estrado público.
El debate retransmitido hace unos días a cuenta de las elecciones madrileñas dejó a la vista varias patologías conscientes e inconscientes que devastan el cabal sentido de la política. Evitaré nombres para ahuyentar suspicacias y veleidades políticas, aunque en algunos casos intuyo que serán perfectamente identificables los contendientes.
En primer lugar, el cartel del debate parecía una versión cañí de «Reservoir Dogs». Lejos quedan los debates binarios y en posición sedente, aquella vieja versión del duelo tradicional a dos, para dar paso a un duelo colectivo como en aquella escena de «Malditos bastardos» en la que todos se apuntan entre sí, a un tris de iniciar una escabechina.
Pero cambiando de actividad, si asimiláramos el debate a un combate de boxeo, cada púgil tiene que mantener alta la guardia para evitar ser golpeado al tiempo que necesita golpear, con el agravante de que en el ring hay varios combatientes. Por ejemplo, el candidato o la candidata favorita tiene que tener muy bien perfilada la guardia porque prácticamente todos la van a embestir, porque todos piensan que en ese ataque ellos ganan.
Ahí está la habilidad del favorito o de la favorita: en no encajar ningún golpe, salir sin aprietos del acoso colectivo y, si es hábil contendiente, no renunciar al ataque. De salir indemne, gana el debate y si, además, consigue propinar algún golpe, destaca todavía más. Fue el caso.
Cada participante en el debate debe equilibrar en el tiempo limitado que tiene el ataque al adversario/adversarios y la colocación del discurso propio, a fuer de que si no lo posiciona pueda ser criticado peyorativamente por ausencia de ideas. Como quedó meridianamente nítido en el debate, prevalece el ataque a la exposición de programa, y es un proceso constante de inclinación que se está produciendo en los últimos formatos de este tipo.
La mayor parte de los espectadores, por mucho que se diga, buscan el golpe directo, el espasmo, el impacto inmediato, porque el espectáculo telecrático se ha impuesto.
De no ser así, los espectadores se desplazan a la cadena amiga para versionar la vida de la hija de una cantante española fallecida. Es fácilmente comprobable en todos los medios de comunicación: al día siguiente, en lo que se denominan momentos estrella del debate, únicamente, aparecían los «zascas», las descalificaciones y las groserías.
De hecho, si se hiciera la prueba de sobreponer dos noticias, una con la exposición abreviada de cada programa, y otra, con los desatinos verbales y las invectivas más sonoras, que nadie dude que el lector generalizadamente se iría a estas últimas. También es negocio del medio, como es negocio del político.
El atrezzo y la estética del contendiente. Desde el candidato con corbata hasta las candidatas ataviadas con ropa con los colores de la bandera de la Comunidad de Madrid. Todo cuenta, o todo descuenta, según se vea.
Uno de los candidatos, por apariencia y por estilo, estaba incómodo en un debate de formato moderno, y eso constituye un handicap muy importante en estas circunstancias. La proyección física y estética hace que se pueda pensar que algún candidato no forma parte de las nuevas formas de hacer política y de su visión moderna.
Es tan importante la metafísica como el «meta-físico» en un mundo de percepciones visuales donde el espectador irremisiblemente compara. En suma, si Tierno Galván se presentara ahora a unas elecciones estaría rozando escasamente la posibilidad de tener grupo parlamentario, porque ahora el votante, vota por las impresiones visuales y por la insistencia grosera del WhatsApp.
La mentira. Se falta a la verdad por ignorancia o por mala fe. Gran parte de las afirmaciones vertidas en el debate no se corresponden ni remotamente con la realidad. Ni siquiera algunos de los gráficos que se mostraron tienen la mínima base científica. Sin embargo, es prácticamente irrelevante y no penaliza al mentiroso.
Es más, nadie pone a prueba la calidad de la veracidad de la información, de modo que el debate se estrangula en acusaciones recíprocas de verdad/mentira sin el más mínimo contraste neutral y objetivo. Tampoco parece tener singular importancia este hecho en el análisis final del debate, ni siquiera entre los medios de comunicación más preocupados por la audiencia del medio que por el análisis de veracidad.
En definitiva, la política de argumentario y de ensayo de recitación ante el espejo, incluido el minuto de oro, ha reemplazado a la vieja política del argumento y del ensayo leído y meditado. Y no parece que vaya a ser reversible.
El espectáculo de masas y el gregarismo furibundo han arrasado con todo. Son los nuevos tiempos y vienen curvas de verdad.
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