José Prenda, Universidad de Huelva
Vivimos en un planeta humanizado en el que una sola especie, Homo sapiens, se ha erigido dominante gracias a diferentes rasgos biológicos, ecológicos y conductuales adquiridos evolutivamente. El extraordinario desarrollo cognitivo de esta especie le ha posibilitado la construcción de un relato, a partir de la ciencia, sobre la realidad física, su origen y las leyes que la rigen. Pero en este relato parece haber olvidado su propia inclusión, quedando normalmente al margen. Como si estuviese dotado de esencia divina y fuera por tanto ajeno a la realidad a la que, por otro lado, tan bien se aproxima.
Esto le ha llevado a conceptualizar el ambiente en dos categorías: natural, o ajeno a la humanidad, y artificial, fruto directo de esa misma humanidad. Este enfoque genera una percepción dual, equívoca, de la naturaleza, que de facto se estructura a lo largo de un gradiente de presión humana. De manera muy simplificada, iría de situaciones más o menos libres de nuestra presencia a otras completamente antropizadas.
Una segunda percepción derivada de este enfoque, en buena medida también errónea, es que la biodiversidad tiende a estar desplazada hacia la naturaleza o sea, al polo menos antropizado del gradiente. Sin embargo, ambientes fuertemente humanizados también pueden poseer valores de biodiversidad muy relevantes y, consecuentemente, también un alto valor de conservación.
¿Natural o artificial?
La dualidad humano-naturaleza, lo que solemos llamar natural frente a lo considerado artificial, representa una dialéctica falsa al presuponer la existencia de dos realidades diferenciadas que aparentemente deben responder a principios diferentes: el de la razón y el de la biología. Y esto, a día de hoy y desde una perspectiva evolutiva, no se sostiene.
En este planeta solo existe una realidad, una naturaleza. La vida se ha desarrollado a lo largo de miles de millones de años igual para todos los seres que poblamos este mundo. Todos poseemos la misma composición química y todos nos regimos por los mismos principios: físicos, biológicos, ecológicos y evolutivos.
La estructura de las neuronas es invariable para todos los animales. Y la transmisión del impulso nervioso se lleva a cabo igual siempre, desde el más simple de los nematodos, hasta el primate aparentemente más sofisticado.
Las diferencias a lo largo de la escala zoológica son fundamentalmente de grado. Así lo creía Darwin. Por tanto, no procede establecer divisiones entre humanidad y naturaleza como si de dos realidades distintas se tratase, como si lo uno respondiera a unos principios y lo otro a otros. Es, pues, una división completamente artificial, lo único artificial en esta historia.
La biología que nos mueve
De este concepto dual humanidad-naturaleza se derivan reglas y presupuestos erróneos. Por ejemplo, sobre la interpretación del fenómeno de la extinción masiva que estamos causando y, especialmente, sobre los mecanismos necesarios para contrarrestarla.
Pretendemos salvaguardar la biodiversidad del impacto humano aplicando fórmulas, modelos de gestión, basados en principios que nos otorgan una naturaleza más divina que biológica. Sería como afrontar la pandemia de coronavirus con ritos chamánicos o de otro tipo.
Hemos de mirarnos como lo que somos: un bello primate sin pelo apenas a quien descubrir la vacuna para salvar al mundo de extraños virus servirá, además, para subir peldaños en el escalafón social que da acceso a más recursos, más supervivencia y más éxito reproductor, que es finalmente el parámetro esencial seleccionado por la evolución.
El planeta está completamente intervenido por los humanos. Somos la especie dominante que controla los flujos de materia, energía e información, en el más amplio sentido del término. Esta es una mera conducta biológica que a la postre tiene que ver con nuestra supervivencia y con nuestro éxito reproductor. Una conducta que fluye a través de un sofisticado sistema nervioso, de enorme complejidad, que nos ha permitido llegar a este punto de dominio y control, quizás aberrante, porque su consecuencia final puede ser nuestra propia aniquilación.
Gradientes de presión antrópica
Antes que de natural o artificial, se debería hablar de gradientes de presión humana, de niveles de impacto antrópico. Los espacios que normalmente carecen de interés para la obtención de recursos útiles, no son cultivables o no contienen minerales rentables, sufren menos presión humana y en ellos bulle la “naturaleza”. La ausencia de actividad humana deja margen para que se desarrolle el resto de la biodiversidad, con especies en muchos casos raras, incluso poco tolerantes o refractarias a nuestra presencia.
En los medios antropizados la actividad humana es constante e intensa, como en las urbes, o en las explotaciones agrarias. Ahí imponemos las condiciones ambientales e indirectamente la composición de su biodiversidad, formada aparentemente por especies capaces de explotar los resquicios de vida que les dejamos, de más amplia valencia ecológica y de comportamiento, en general, más flexible.
La naturaleza será, por tanto, donde menos estemos y lo menos natural, lo contrario. En el medio hay un gradiente continuo de situaciones a las que podemos asignar una u otra etiqueta, según nuestra percepción subjetiva.
Biodiversidad en espacios humanizados
La biodiversidad de ambientes humanizados es poco considerada, hasta obviada. Por dos razones: primero, porque lo habitual llama poco la atención y, segundo, porque inmersos en nuestra vida cotidiana no nos detenemos demasiado a mirar a nuestro alrededor. Somos limitadamente curiosos.
Al final, la biodiversidad que convive con nosotros pasa desapercibida, es bastante desconocida y termina siendo poco o nada valorada. Y, sin embargo, su importancia es crucial. No solo en términos evolutivos o ecológicos ¡sino cuantitativos! ¿Nos hemos preguntado alguna vez cuántas especies de aves conviven con nosotros? ¿Cuánta biodiversidad de vertebrados, por ejemplo, nos circunda? ¿Cuál es el valor de conservación de las especies que nos rodean? Muchos naturalistas quedarían asombrados.
No solo podemos encontrar en entornos muy transformados una biodiversidad muy rica, sino que su valor de conservación puede ser excepcional. Por ejemplo, si tenemos en cuenta el estatus legal de conservación de la avifauna registrada en la Campiña de Carmona, resultado de combinar su nivel en Europa, España y Andalucía, se tienen registros de especies de valor muy extraordinario, como la cerceta pardilla, el alimoche, la focha moruna o el fumarel común. Aunque, en estos casos, su presencia sea más bien anecdótica.
Para evaluar objetivamente el valor de conservación de estas aves, se ha tenido en cuenta no solo el estatus legal, sino su inclusión en Libros Rojos, corregido por su respectiva frecuencia de aparición y su condición reproductora. Con estas premisas, el área de estudio es especialmente importante por sus poblaciones de calandria, cernícalo primilla, terrera común, aguilucho lagunero, milano real, buitrón, bisbita pratense, canastera y águila culebrera.
Aparte, es un área de importancia para la dispersión e invernada, incluso para la reproducción de especies emblemáticas, algunas muy amenazadas, como el águila imperial ibérica, el águila perdicera, la avutarda, el sisón y la grulla. Todas viven en un medio cultivado intensivamente, industrialmente, recorrido a diario por miles de vehículos, atravesado por múltiples líneas de alta tensión, moteado de pueblos y pequeñas ciudades en las que la caza es una actividad generalizada y cotidiana. Esta biodiversidad tan valiosa y cercana, de la más llamativa a la más discreta, no está exenta de amenazas y dificultades. Todo lo contrario.
La humanización del planeta y el futuro de la biodiversidad
En un futuro cada vez más antropizado, de lo que nos da buena cuenta el presente desbocado en el que nos hallamos, la importancia de la biodiversidad que coexiste con los humanos (no la que pretendemos guardar de nosotros en espacios protegidos) aumenta.
La solución no pasa exclusivamente por crear santuarios cerrados en los que a modo de grandes zoos o parques temáticos blindados aislemos ciertos paisajes y a los seres que contienen de la perniciosa influencia humana. Pensemos en el caso de alguno de los espacios protegidos más emblemáticos y con leyes de conservación más estrictos, como Doñana.
La solución debería pasar por adoptar modos de vida que contemplen que no somos los únicos en este arca de dimensiones finitas. Esto parece un ingenuo mantra, pero no queda otra. Hace 150 años se abolió la esclavitud. A pesar de ser una conducta muy arraigada en el espacio y en el tiempo, con profundas raíces “culturales”, su desaparición por execrable era imprescindible. Quién lo duda hoy. En el mismo sentido habrá que caminar para facilitar la coexistencia plena de todos los seres que hemos evolucionado juntos. Aunque parezca falaz. Ya no caben distingos y superioridades entre humanos.
Igual habrá de acontecer con las mentalidades depredadoras de recursos, esclavizadoras de la biodiversidad, que solo perciben el entorno como una fuente de beneficios económicos, sin mirar las consecuencias que ello tendrá para otros seres. Será inaceptable una agricultura “esclavista”, por ejemplo, en el sentido que monopolice la producción del sistema, sin dejar opciones a otras especies que deben coexistir con las cultivadas.
Nadie puede erigirse en dueño del destino de la biodiversidad, que es patrimonio de todos, del planeta. Más cuando la necesidad alimentaria humana está resuelta. Y para esto solo se requieren políticas adecuadas. Nada más. Igual habrá de ocurrir con todos los grandes sectores productivos: el energético, el minero o el fabril.
La verdadera humanidad, la que se aparta del falso cliché de especie homicida, es hipersocial y necesariamente empática. Tenemos capacidad más que de sobra para exterminar varias veces al conjunto de la biodiversidad. Y no lo hicimos, ni lo hacemos, aunque parezca que no vayamos por mal camino. Reservar recursos, especies, podría parecer una conducta absurda. Mas igual esta biofilia es un rasgo adaptativo que nos predispone a guardar para mañana, también las especies, porque nunca se sabe que nos deparará el futuro.
José Prenda, catedrático de Zoología, Universidad de Huelva
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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