La muerte bien podría ser una idea profunda y maravillosa. Tiene el poder de generar terror e incertidumbre al ser que solo consigue identificarse con el cuerpo temporal. El miedo a la idea y a la imagen de ese final aterrador nos obliga, de algún modo, a buscar lo que es imperecedero en nosotros mismos.
Experimentamos la muerte en todo momento, inclusive la muerte de nuestras propias ideas. Pero la muerte de nuestro cuerpo es una idea que rechazamos constantemente ocasionándonos un profundo sufrimiento. Un sufrimiento que tiene una razón de ser y que puede llevarnos a descubrir en nosotros mismos, la vida eterna que somos y que no tiene tiempo en el plano terrenal. Esa vida es completamente opuesta a la que la mente psicológica promete en todo momento, una vida de aventura y de diversidad con la muerte al final del camino.
No somos realmente ese objeto que muere y se enfría al poco tiempo de fallecer. La revelación del espíritu como la energía que anima el cuerpo y que es eterna, imperecedera y real, es en realidad quien somos. Un cuerpo sin un espíritu que lo habite no es más que un cadáver en vías de descomposición. La vida tampoco trata de los asuntos personales, ni las historias que nos hacemos constantemente que vienen y van, que fluyen y fluctúan, sin una base sólida que defina su realidad.
La verdadera vida, un entendimiento que no es necesario inventarse ni fabricar, solo hay que descubrirlo, habiendo estado siempre tan cerca de nosotros mismos porque es lo que somos realmente. El cuerpo morirá tarde o temprano, como una vela que se extingue con el pasar del tiempo. El cuerpo no es más que un objeto. Un instrumento, podría llamarse también un vehículo, para descubrir el verdadero ser que lo contiene y para revelar nuestra verdadera identidad. Un tesoro de inmenso valor se descubre escuchando con el corazón y no con el oído. Mientras que la mente psicológica muere lentamente en su influencia sobre nosotros mismos y en su poder de crear esa hipnosis que nos engaña constantemente y nos envuelve en una falsa identificación.
Hemos venido a este mundo a descubrir el ser imperecedero donde reside un profundo sentimiento de paz y de alegría. El momento en que nos preguntamos quienes somos, y no encontramos un objeto sólido donde aterrizar, sino más bien un espacio sin límites ni fronteras, la infinidad que nos contiene a cada uno de nosotros y a todo lo que existe en el plano terrenal.
Sentirnos cada vez más cómodos en esa inmensidad que es vasta y silenciosa, el vacío que todo lo sujeta y que permanece en estado de vacuidad. Detener de esa manera, la incesante búsqueda de cosas sólidas de donde agarrarnos y anclarnos en lo infinito, como lo infinito que realmente somos.
El enfoque de la atención en ese espacio. En el silencio que se revela, donde no existen problemas personales, maldad, egoísmo, dolores, ni sufrimientos. Allí donde la mente psicológica no consigue entristecernos con la tragedia que la alimenta constantemente de historias e insatisfacciones personales.
No aceptemos la idea de que somos el cuerpo y todo aquello que gira alrededor suyo como un hecho más, como la única verdad. Una idea que hace imposible el no sentirse débil ante las tormentas y los temblores que nos acechan constantemente. Aquellas tribulaciones que insisten en advertir a lo eterno que tenga cuidado, que está en un constante peligro de extinguirse y de perecer tarde o temprano.
No importa la cantidad de saberes espirituales que se tengan, ni la presencia de tantos maestros y la infinidad de enseñanzas sobre el mismo tema. Basta la confirmación personal que proviene de la experiencia directa de ese silencio y esa vastedad en nosotros mismos. Esa energía que nos permite sentirnos vivos y presentes en este instante, y que es lo que realmente somos. El verdadero yo.