Para Gabriel García Márquez, Juan Rulfo ha escrito una sola novela, solo una novela, la novela más hermosa que jamás haya escrito cualquier autor. Hay una rica y encantada veta en esa obra de arte y uno, sino el más afortunado, de los que hallaron el camino sagrado para acceder a ella y explotarla fue el autor de Cien años de soledad.
Este mundo, que lo aprieta a uno por todos lados, que va vaciando los puños de nuestro polvo aquí y allá deshaciéndose en pedazos como si rociara la tierra con nuestra sangre. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma?
Pedro Páramo
Cuando Rulfo dice, a través de Juan Preciado, uno, cualquier ser humano, en el que palpite un solo nervio y aun pueda respirar, se siente tocado de alma cuando lee la frase anterior y la que sigue: Mi madre –Dolores– me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo [a mi padre] en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría…
Todavía –insiste– antes me había dicho:
No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro, ¿qué puede ser, el pan nuestro de cada día al Dios Todopoderoso en uno de los tantos pueblos abandonados para siempre a la miseria en el mundo? Lo que estaba obligado a darme y nunca me dio: ¿pago de deudas, protección, justicia del caudillo, del cacique, del terrateniente, de los que ponían linderos para crear haciendas, y después naciones? El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro: ¿el de padre ‘‘amoroso’’ típico de la América Hispánica, que va sembrando bastardos mediante la mentira, el chantaje, el interés en el caso de Dolores o la fuerza para servir como sirviente, en los ejércitos, en bandas delictivas o para engordar prisiones?
Un lenguaje solo de Rulfo
A fuerza de pura y virgen prosa, en un lenguaje que García Márquez describe como el castellano bueno de México, mezclado de náhuatl, inglés, francés, de invenciones maliciosas, inteligentes y vitales, dispuesto a romper todas las leyes para conseguir una expresión genuina, Juan Rulfo ha logrado sacarle partido a ese idioma portátil y primitivo de origen desconocido, tan hermoso y eficaz, utilizado en su novela.
Solo en ese pasaje inicial se vive, se pisa la realidad, en adelante tejido a ritmo de poética música todo será mágica mezcla donde la muerte, la noche, la soledad y el silencio serán los protagonistas y el signo de distinción, la encantada hibridación de los tiempos, de los personajes, de los espacios, y de un juego laberíntico en el que no se sabe si sus personajes viven o mueren. Lo único que no existe en Pedro Páramo, en las conjunciones no separadas por el tiempo, es el futuro.
Carlos Fuentes afirma: Novela misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente y muda, Pedro Páramo concentra todas las sonoridades muertas del mito. Mito y Muerte: esas son las dos ‘‘emes’’ que coronan todas las demás antes de que las corone el nombre mismo de México: novela mexicana esencial, insuperada e insuperable. Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país: un murmullo de polvo del otro lado del río de la muerte.
Un hijo excepcional de Jalisco
Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, escritor, guionista y fotógrafo, nació en Apulco, en el estado mexicano de Jalisco el 16 de mayo de 1917. Se casó en 1948 con Clara Aparicio. Murió el 7 de enero de 1986, en Ciudad de México. Tuvo en el matrimonio cuatro hijos: Juan Carlos Rulfo, Claudia Berenice Rulfo, Juan Pablo Rulfo y Juan Francisco Rulfo. Publicó, en 1953, El Llano en llamas y en 1955, Pedro Páramo y es considerado uno de los escritores hispanoamericanos más importantes del siglo XX. Fue galardonado con el premio Príncipe de Asturias en 1983.
Juan Rulfo, a los siete años, queda huérfano de padre cuando Juan Nepomuceno Pérez Rulfo es asesinado, en 1923, por un joven del pueblo de apellido Nava Palacio. Su madre fallecería tres años después, cuando apenas alcanzaba los diez, y a instancias de su tío será internado en el colegio Luis Silva entre 1927 y 1932, de donde sale a los 15 años para ser inscrito en el Seminario Conciliar. Su carácter siempre fue tímido y reservado, más bien hermético.
Su primera fuente de formación literaria será la biblioteca del sacerdote Ireneo Monroy, quien, según sus propias palabras, tenía una de las mejores del pueblo, pues en sus visitas a los hogares actuaba como censor de lecturas y así fue acumulando libros para dejar una de las mejores bibliotecas cuando se fue a las Cristiadas. Allí leería a Alejandro Dumas, Víctor Hugo, y muchos otros.
Octavio Paz, cuando publicó en 1950 El Laberinto de la soledad, desnudó la condición cultural y psicológica del pachuco, desenmascaró la esencia del mestizaje mexicano. Rulfo, con su Pedro Páramo en 1955, lo vistió de nuevo y lo amortajó con su ‘‘traje de luces’’ para que viviera para la eternidad.
Muchas lecturas pueden hacerse de esta magnífica obra, y se han hecho extraordinarias, por especialistas y estudiosos de la literatura; en mi caso solo me interesa, lejos de laboriosidades académicas, la proyección histórica de su temática, la deslumbrante estética del coloquial lenguaje utilizado con magistral eficiencia por el escritor y una breve, pero muy emotiva reseña de su hermética y enigmática personalidad.
Lo original de una novela
Pedro Páramo no es una novela convencional, por eso es única. No tiene una estructura lineal, está armada de manera fragmentaria, por lo que resulta un inmenso placer ir y venir en sus páginas como si fuera un laberinto del que uno no puede escapar luego que es cautivado por las primeras líneas: Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.
Todo en ella a continuación, es una hibridación que sorprende desde el comienzo. Como si se entrara a una inmensa comarca habitada por personajes que producen una sonora música. Se te advierte que no hay sorpresas cuando se anuncia el viaje a Comala y resulta que te encontrarás con un pueblo-cementerio, donde no imperan la razón ni la lógica. Solo códigos antiguos en diálogos muertos que te impresionan emotivamente, por la catadura enigmática y estética de sus fascinantes desenlaces, siempre humanos, pero desconocidos y excitantes, que te llegan emboscados por su belleza al fondo del alma, sin previo aviso.
Comala, la tierra de los muertos
Comala es un lugar misterioso, como Macondo y tantos otros de nuestro mundo rural, de los cuales subsisten en cantidades en Suramérica, dominados en tiempos de la colonia y aun después de la constitución como repúblicas, por caciques, caudillos o terratenientes y después militares tiranos, dueños no solo de las grandes fincas, sino también de legiones de hombres armados a sus órdenes, de las cosechas y los animales, de las homilías del cura y de las mujeres criadas en creencias, supersticiones y prejuicios.
Esa figura del cacique –hoy representada en algunas de las férreas dictaduras que aún sobreviven en América Latina– representa la concepción de una fuerza ancestral y fabulosa que aparentemente pertenece a un tiempo olvidado, pero vuelto a nacer. Es un hombre-mito que encarna al jefe tribal de las sociedades primitivas, ungido de poderes sagrados, ya que él decide el destino y la vida de los habitantes de Comala.
Es el mundo convulso, injusto y violento de la revolución y la guerra cristera que sirvió de contexto a Rulfo entre 1926 y 1929. El autor nació y se crió en una atmósfera de guerra, de la que germinaron gran cantidad de relatos; él aprendió a contar escuchando. Pero es también la vida del mestizo, con una profunda huella indígena.
A lo largo de sus páginas, el toque del encendido lo pone la irracionalidad del discurso, entregado al arte de intuir, de imaginar, de romper en desenlaces carentes de sentido y sí en muchas ocasiones de más audición que visión, y belleza, humor e ironía.
Comala es un lugar hechizado del que Dolores dirá a su hijo:
–Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontraras más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz. La voz del recuerdo es más fuerte, se escucha más que la vida y, por supuesto, que la de la muerte.
Leyendo esta nota… Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosas de brujería.
Pedro Páramo y Susana San Juan
Pedro Páramo dice de Comala a su gran amor, Susana San Juan:
Hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce por sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Este es uno de esos pueblos, Susana… Pensaba en ti… En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo del cáñamo arrastrado por el viento. ‘‘Ayúdame, Susana.’’ Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. ‘‘Suelta más hilo.’’
El aire nos hacía reír; juntaba la mirada de nuestros ojos, mientras el hilo corría entre los dedos detrás del viento, hasta que se rompía con el más leve crujido como si hubiera sido trozado por las alas de algún pájaro. Y allá arriba, el pájaro de papel caía en maromas arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose en el verdor de la tierra.
‘‘Tus labios estaban mojados como si los hubiera besado el rocío’’. ¡Por Dios! Nunca dejaré de preguntarme dónde hay más belleza tierna e inocente, si en la devoción amorosa que siente Juan Preciado por su madre, o en el amor ciego y sereno que siente Pedro Páramo por Susana San Juan. Los dos, bellos pasajes inmortales para la memoria literaria hispanoamericana.
Juan Preciado y Damiana Cisneros
Caminando por Comala:
Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las piedras. Cuando caminas sientes que te van caminando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso en que llegará el día en que estos sonidos se apaguen.
–Eso me venía diciendo Damiana Cisneros –una de mis nodrizas– mientras caminábamos el pueblo.
Hubo un tiempo que estuve oyendo durante muchas noches el rumor de una fiesta. Me llegaban los ruidos hasta la Media Luna –la tierra de Pedro Páramo–. Me acerqué para ver el mitote aquel y ver esto: lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles están solas como ahora.
–Sí, volvió Damiana Cisneros. Este pueblo está lleno de ecos. Yo ya no me espanto. Oigo los aullidos de los perros y dejo que aúllen. Y en días de aire se ve el viento arrastrando hojas de árboles, cuando aquí como tú ves, no hay árboles. Los hubo algún tiempo, porque si no ¿de dónde salen esas hojas?
–Y lo peor de todo es cuando oyes platicar a la gente, como si las risas salieran de alguna hendidura y, sin embargo, tan claras que las reconoces. Ni más ni menos ahora que venía encontré un velorio. Me detuve a rezar un padre nuestro. En eso estaba cuando una mujer se apartó de las demás y se acercó a decirme.
¡Damiana! ¡Reza a Dios por mí, Damiana! Soltó el rebozo y reconocí el rostro de mi hermana Sixtina.
¿Qué andas haciendo aquí? –le pregunté.
Entonces ella corrió a esconderse entre las demás mujeres. Mi hermana Sixtina, por si no lo sabías, murió cuando yo solo tenía doce años. Era la mayor de nosotras…
-Entonces, ¿cómo es que dio usted conmigo?
¿Está usted viva, Damiana? ¿Dígame, Damiana?
Y me encontré solo en aquellas calles vacías. Las ventanas de las casas abiertas al cielo, dejando asomar las varas correosas de la yerba. Bardas descarapeladas que enseñaban sus adobes revenidos.
-¡Damiana! –grité–.¡Damiana Cisneros!
Me contestó el eco: …ana… neros…! ¡ … ana… neros…!
La dimensión mestiza de Rulfo
Juan Rulfo estaba obligado a buscar entre las ruinas de la destrucción del imperio azteca, la genética y la memoria de unos padres que no disfrutó, una parte del Oriente irracional opuesto a la lógica del accidentado Occidente que hoy orienta nuestros extraviados destinos.
Occidente nunca se preocupó por estudiar verdaderamente las culturas de las diferentes etnias que, viniendo de Asia, poblaron el continente americano y, si nunca las respetaron, menos podían aproximarse a comprenderlas. Palabras desafiantes y altisonantes dirán muchos. Lo que la muerte representa para ellos, para nosotros mestizos con una profunda huella indígena en nuestra genética, es otra forma de vida, una celebración, una consagración. La búsqueda de otra tierra prometida que alguna vez encontraremos en alguna parte del infinito universo.
Confieso que cuando volví a leer, por tercera vez, Pedro Páramo, como lo hacía Almudena Grande, me sentí tan consternado que la enfermera que acompaña a la hermana mayor con la que vivo se sorprendió, hasta prender las alarmas, después de que todas las veces que pasaba por la biblioteca me encontraba hecho lágrimas.
Imposible no hacerlo, hay tanta genuina belleza en esos diálogos plenos de humanidad que hoy son flores que resisten en mausoleo los rigores inclementes del tiempo, ayer botones de rosas que disfrutamos los parientes de anónimos seres en la guerra de la vida, que no tuvieron tiempo ni siquiera para contemplar en una lápida inscrito su nombre.
Intuición y salud del espíritu
Juan Rulfo no es un visitante ocasional, será siempre el primer patrocinador de un lenguaje novedoso que crucifica la razón en aras de la intuición y la salud del espíritu. Un distinguido portador de una nueva lengua, que no sepulta emociones, percepciones e ilusiones en nombre de la academia y de los próceres del castellano.
Tomás Segovia dijo mucho, cuando pretendió que al premio que recibía en 2005, que lleva honoríficamente su nombre, le fuera retirada su mención, bajo un cretino desliz: Es un escritor misterioso. Nadie sabe por qué Rulfo tenía ese talento, porque en otros escritores uno puede rastrear el trabajo, la cultura, las influencias, incluso la biografía, pero Rulfo es un milagro. No tuvo una vida muy deslumbrante, no fue un gran estudioso ni un gran conocedor. Él simplemente nació con el don. Sin duda, una opinión desmesuradamente ingrata y mezquina.
Guillermo Sheridan, en un largo ensayo titulado Octavio Paz y Juan Rulfo desencontrados, sugiere que Rulfo, con sus argumentos, había ayudado a dar esa impresión cuando afirmaba que él era un aficionado y su novela el resultado de la irracionalidad total. Que se ufanaba de ser un hombre elemental cuya base es la intuición, que se negó a discutir su ideología, su manera de pensar sobre la vida o sobre el mundo, sobre los seres humanos, porque cuando uno lo hace, uno se vuelve un ensayista y a los ensayistas hay que sacarles la vuelta.
En realidad, soy muy elemental, porque yo le tengo mucho miedo a los intelectuales, por eso trato de evitarlos; cuando veo a un intelectual le saco la vuelta, y considero que el escritor debe de ser el menos intelectual de todos los pensadores.
Para Octavio Paz, Rulfo es uno de los fundadores de la nueva literatura hispanoamericana. Me atrajo desde el principio. Creo que muy pronto pude reconocer el carácter innovador de su prosa y su abordaje singular de lo mexicano, de lo mestizo y de lo indígena.
La novela, según Paz, inicialmente se llamaba Los murmullos. Era ese un título exacto, porque la novela son los ruidos verbales que hacen los muertos. Lo que traduce Rulfo a través de Juan Preciado y Pedro Páramo es un diálogo de muertos, las frases que se han quedado en el aire.
La voz ultima de Juan Preciado
El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. … Entonces me levanté, la mujer dormía. De su boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.
Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se separaba de mí. Y es que no había aire; solo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto, cuando el aire sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias. No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca, deteniéndolo con mis manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre. Digo, para siempre.
La imagen definitiva de Pedro Páramo
Sintió que unas manos le tocaron los hombros y enderezó el cuerpo, endureciéndolo.
– Soy yo, don Pedro –dijo Damiana–. ¿No quiere que le traiga su almuerzo?
Pedro Páramo respondió:
-Voy para allá. Ya voy.
Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo el intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedra.
Octavio Paz piensa que Rulfo es un escritor más auditivo que visual, que en su obra la oreja es más importante que el ojo, y que el murmullo, el sonido de las voces es más importante que las imágenes visuales.
Siento que Juan Rulfo escribió en el lenguaje de los muertos, un lenguaje que Octavio Paz desconocía, no como desarrollo auditivo de las imágenes, sino como el lenguaje más antiguo y universal de las letras: el que recoge conjuntamente con los estertores de la visión, el nacimiento de la literatura de los que tienen sus propias animaciones y sus propios códigos secretos. Rulfo, al final, fue un verdadero genio solitario e incomprendido.