La novela La luz que no puedes ver del estadounidense Anthony Doerr, ganadora del Premio Pulitzer en 2015, es maravillosa. Ambientada en la Segunda Guerra Mundial, cuenta la historia de una niña ciega y de un niño alemán durante la ocupación nazi de París. El título me lo apropio para invocar una de nuestras más sensibles carencias grupales. Más adelante vuelvo con la historia, por lo pronto quiero rescatar lo que la poesía puede hacer en medio de la política o de la guerra.
Hay muchas maneras de vivir en la oscuridad. No se necesita ser ciego o estar en sitios sin luz. Vivir sin conocimiento, en la anomia, sin valores, sin referencias morales, sin inspiración, sin motivos sin identidad, sin esperanza, sin fe, embriagados de rechazo, es vivir una profunda noche. Quizás una de las peores experiencias es ser “desquerido”, ser ignorado.
Marianne Williamson siempre me ha impresionado por su pensamiento profundo y genuino. No olvido una madrugada gélida y oscura en 2005 que, preparándome para un examen final de cátedra en Montreal, estaba bloqueado. No sabía qué historia contar o cómo compararla con la realidad. Era parte del ejercicio cultural. De pronto di con el discurso que Nelson Mándela pronunció en su proclamación como presidente de Sudáfrica en 1994, tras 27 años de prisión:
“Nuestro miedo más profundo no es ser inadecuados, nuestro miedo mayor es nuestro poder inconmensurable. Es nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que nos aterra. Optar por la mezquindad no sirve al mundo, no hay lucidez en encogerse para que los demás no se sientan inseguros junto a ti. Nuestro destino es brillar como los niños. No es el de unos cuantos, es el de todos, y conforme dejamos que nuestra luz propia alumbre, inconscientemente permitimos lo mismo en los demás, y al liberarnos de nuestro propio miedo, nuestra presencia automáticamente libera a otros.”
Es una cita de la escritora Marianne Williamson de su texto “mi miedo más profundo”.
¿Qué virtud intentaba Mandela ilustrar con sus palabras? ¿A qué se refiere al decir: “Nos preguntamos, ¿quién soy para ser brillante, maravilloso, talentoso y fabuloso? En realidad, ¿quién eres para no serlo? Sois los niños de Dios”.
De pronto la luz
El mensaje es la grandeza de no sentirse pequeño. Es emanciparse del sentimiento herido e inferior de ser ignorado y agredido por la exclusión. Imponer nuestra existencia, no por querer ser un adulto que merece respeto o aquiescencia, sino por conservar al niño que llevamos dentro y que “permite que nuestra propia luz brille, por lo que inconscientemente le damos permiso a la otra gente para que haga lo mismo”.
Por alguna extraña razón, los adultos actuamos con engreimiento. Esa autosuficiencia nos encoge. “Si actuáis de forma pequeña de nada le sirven al mundo”, por lo que pareciera que siendo más niños –que es ser más genuinos y sencillos– brillamos más, porque nos sentimos menos maravillosos, menos talentosos y fabulosos, para poder compartir esa luz. Salimos de nuestra ceguera con el tacto de la humildad, que nace de quien siendo ciego multiplica su visión con sus dedos, con sus manos, con su corazón. Es la luz de lo vivido con el alma, pero que nos negamos ver con la razón y con los ojos.
La niña Marie-Laure, ciega pero con voz
Marie-Laure es el personaje central de la ficción de Anthony Doerr. Una joven ciega que vive con su padre en París, donde él trabaja como responsable de las mil cerraduras del Museo de Historia Natural. Cuando los nazis ocupan la capital, padre e hija deben huir a la ciudad amurallada de Saint-Malo. Se llevan la que podría ser la más preciada joya del museo.
Desde niña fue instruida por su padre, que hizo una maqueta del barrio donde vivían para que, a través del tacto, ella reconociera cómo recorrerlo. Aficionado a la radio, contaba historias cada noche inspiradas en lecturas de clásicos como Julio Verne.
Todo un constructo inspirador, alegórico, épico de libertades, del bien y la justicia, en medio de la ocupación nazi y la guerra. Y a ciegas.
Me emociona sentir como Marie-Laure, siendo una niña de 5 años, palpaba y reconocía los diamantes del museo, no por su «dureza» y valor, sino por la luz que imaginaba irradiaban ¿Acaso existe alguna luz a través de cada ser que no logramos o queremos ver?
La contraparte de Marie-Laure es Werner, un muchacho huérfano que se crió en un pueblo minero de Alemania. Le fascinaba la fabricación y reparación de aparatos de radio. Miembro de las Juventudes Hitlerianas, sigue al ejército alemán, y deberá atravesar el corazón en llamas de Europa.
En la última noche, antes de la liberación de Saint-Malo, los caminos de Werner y Marie-Laure se cruzan. Un momento sublime. El corazón –que no es ciego– es capaz de sanar y doblegar cualquier herida, cruzar de palmo a palmo, la humanidad del sentimiento correspondido.
Sánchez y sus hijos, carencias y apartamientos
Volviendo a “mi historia”, aquella madrugada de 2005 escribí en el examen mi relato “Nos acostumbramos a vivir así”. Me apoyé brevemente en la historia Los hijos de Sánchez (1961) del antropólogo Oscar Lewis que relata la historia del sentir de una familia humilde mexicana, de sus carencias, apartamiento y falta de oportunidades por vivir en el barrio.
Es la historia de Manuel y su resentimiento por haber sido reprobado por un profesor a quien quería mucho. “No soy culto, pero tengo el rigor de ser un gran lector. Entonces me gustaría escribir las más bellas historias así se inspiren de las más bajas pasioness…[sic]”. También es la vida de sus hermanos Roberto, Consuelo y Marta.
Roberto, el segundo hijo, que es un rebelde de gran corazón que relata sus vivencias en el ejército mexicano, sus viajes por el país y cómo se enfrenta a la discriminación, incluso en su núcleo familiar, “por tener la piel oscura diciéndole en algún momento a su padre: “Tú no me quieres porque soy negro, porque tengo el cuero negro”.
Consuelo, que relata la desdicha de la pobreza, la denigración, la humillación, quería marcharse, pero la detenía su amor por México y su misma gente. Marta, después de mucho ahorrar logra comprar un lindo vestido, pero debe privarse de ponérselo cuando venía el cobrador de la renta.
El tema no era hablar del qué de aquella historia, sino del porqué y sus consecuencias. De cómo evitar y superar la indiferencia o la vergüenza por el solo hecho de ser pobre. La inmensa carga de violencia no resuelta desde México hasta la Patagonia.
La ceguera y la humildad que no germina
La violencia pasiva. La que deriva del rechazo y la deshonra grupal. La pobreza como asunto que dejamos en manos del Estado, siendo un tema inmensamente colectivo y ciudadano. En esa “ceguera” hemos vivido sin luz ni tacto para redimirla.
Siendo adultos nos sentimos fabulosos, libres de ignorar o si acaso, recriminar ¿Y quiénes somos para hacerlo? Es la humildad que aún no germina. Es acostumbrarnos al rechazo del otro, evadiendo, eludiendo, evitando sufrir cerca el dolor ajeno. Endosar a Dios, al Estado o al destino la liberación del prójimo. Pensamos que nosotros estamos muy ocupados pagando nuestras cuentas.
Mandela sentenció:
“Ha llegado el momento de curar las heridas. El momento de salvar los abismos que nos dividen. El momento de construir. Al fin hemos logrado la emancipación política. Nos comprometemos a liberar a todo nuestro pueblo del persistente cautiverio de la pobreza, las privaciones, el sufrimiento, la discriminación de género, así como de cualquier otra clase”.
A veces me pregunto si cambiando el modelo de poder o el liderazgo resolveremos el problema social. Ha llegado el momento de hacer las paces entre nosotros mismos. De reconocernos como parte de la solución, como la luz, como el brillo de humildad necesario, para acogernos, querernos y respetarnos como sociedad.
No podemos seguir encogiéndonos frente al reto que nos pone la patria herida. Reconstruir un destino en medio de la violencia, de la guerra no declarada, pero que existe en medio de la noche. No estrechemos nuestros hombros sinuosamente, ocultando el verdadero diagnóstico social, que es redimir una sociedad lesionada por un rencor injusto. También escribiremos bellas historias de dolorosas reprobaciones y anatemas.
Luz para escribir y querer
Dice Marianne:
“Es sorprendente con cuanto positivismo responden los demás cuando sienten respetados su forma de pensar y sus sentimientos. Aprender a tener ese respeto —y a demostrarlo verdad— es clave para un hacedor de milagros”.
Cuando se haba de lecciones aprendidas y de tiempos de sanar heridas, se habla de amor y de nobleza en medio de las más fuertes diferencias. “Los pueblos no aman ni odian”, decía Mandela. Se les enseña a amar o a odiar. Los pueblos son vírgenes y ávidos de conocimiento e información, y es deber de quienes leen y escriben infundir buenos sentimientos.
Es el significado de toda situación:
“No es lo que nos pasa, sino lo que hacemos con lo que nos pasa y en quién decidimos convertirnos como resultado de lo que nos sucede. El único fracaso verdadero es no crecer como resultado de nuestras experiencias”.
Sin duda, hemos acumulado por muchos años experiencias dolorosas, inimaginables, inconmensurables, injustas. Es hora de crecer. No nos podemos habituar a ellas.
Debemos convertirnos en “niños luminosos” y emanciparnos del sentimiento herido. Dejar de empequeñecerse, liberar nuestros miedos y deponer nuestros temores, para que –como Marie Laure, la niña ciega y Warner y el joven buen oyente– juntemos nuestros corazones con la voz de una luz, que atraviesa cálida el prisma de nuestros corazones. Luz que será nuestra inspiración, para salvar abismos, redimir la violencia y comprometernos más, con tacto y humildad.
Y escribió Manuel, el hijo mayor de Sánchez:
“Puede que esto cause risa, pero si pudiera encontrar las palabras apropiadas me gustaría algún día escribir poesía. Siempre he tratado de encontrar la belleza aún entre la maldad en que he vivido, para que sentirme desilusionado por completo de la vida. Me gustaría cantar la poesía de la vida… grandes emociones, amor sublime. Poder expresar hasta las más bajas pasiones en una forma hermosa. Los hombres que son capaces de escribir de esas cosas hacen el mundo un poco más habitable, alzan la vida a un nivel diferente”
Trato de escribir, suavemente, la luz que no puedes ver.