Suscribo el concepto del gran Montaigne, cuando dijo que la libertad consiste en el dominio absoluto de sí mismo, por lo que le faltan muchos siglos a la humanidad para aproximarse a ese estadio. Octavio Paz decía que la poesía es el punto de intersección entre el poder divino y la libertad humana. Desde el ángulo místico de las letras esta opinión tiene mucha pertinencia.
Desde la perspectiva psiquiátrica, Víctor Frankl resulta esclarecedor cuando afirma:
Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio está el poder de elegir nuestra respuesta. En nuestra respuesta yace nuestro crecimiento y nuestra libertad.
El descubrimiento de la libertad, para mí, siempre corrió en paralelo con la noción de los orígenes de la vida. En la medida en que conozco más planos del ser humano y su evolución, más me convenzo de que el nacimiento está ligado con un largo viaje que hacemos desde otro espacio que aún no puedo identificar, pero que simplemente siento, intuyo, nos condiciona, cuando por primera vez nos enfrentamos a la luz, para ser visitantes binarios o no binarios y donde no cuenta el registro de género de aquel mundo.
Libertad exterior y libertad interior
Dimensión a la que arribamos para ponernos a prueba y relacionarnos con los otros, en dos ámbitos. Por una parte, en la búsqueda y realización de la libertad externa, ejercida mediante instituciones, en la que nos toca lidiar socialmente y hacer vida pública. La otra, personal e interior, que corresponde a los límites que impone la moral y la ética a la vida íntima, y que constituye la domesticación, regulación y educación de los muchísimos otros animales que llevamos por dentro.
Ordenar, organizar, experimentar y armonizar esas dos esferas existenciales, constituye el sorprendente, desafiante, a veces escabroso y en otras ocasiones dichoso, creativo y esperanzador camino a la libertad.
Para mí, la libertad ni nace ni se otorga ni se conquista, simplemente se aprende. Siento que es la fase que le toca transitar a la humanidad; es la única forma sentida y razonada de conciliar las diferencias, administrar intereses y visiones, justicia universal, una paz perpetua entre las naciones y la realización plena del espíritu.
La libertad que legitima las instituciones y la organización político-social
Esas dos categorías de la libertad, externa e interna, están expresadas de formas teóricas de la siguiente manera. La primera, para contextualizarla, surge del Estado de derecho que coincide con el final del absolutismo y la emergencia de una conjunción de clases –entre el siglo XVIII y principios del XIX– que a partir de la Ilustración impulsan reclamos políticos, económicos y sociales que determinan una transformación radical en la sociedad y en el concepto de Estado.
La proclamación consciente y efectiva del Estado de derecho se logró a través de las dos grandes revoluciones: la Declaración de Independencia de los Estados Unidos en 1776 y la firma de la primera y única Constitución en 1787, y la Revolución Francesa en 1789, que bajo el lema libertad, igualdad y fraternidad hizo posible la promulgación de la primera Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
La proclamación del Estado Constitucional o Estado de derecho tiene sus dos principales fundamentos en las garantías individuales y en la separación de poderes, destinadas a la salvaguarda de la libertad. Esta es expresada en la organización de un determinado orden político: el Estado liberal y democrático que después evolucionaría al Estado de bienestar, hoy llamado Estado social y democrático de derecho.
La libertad externa depende de la normativa que la sociedad haya acordado o impuesto, es una libertad bajo coerción sujeta a ley, que genera deberes y también derechos.
La libertad individual, que depende de la moral y la ética de cada quien
La segunda, la libertad interior, depende de cada uno; por muy condicionada que esté, es autónoma, no sometida de forma determinante por causas externas. Cuando a un individuo le toca decidir entre más de una opción para realizar, el sujeto tiene que elegir bajo premisas morales cuál de ellas es la más acertada para sentirse a tono con la valoración ética de su proyecto de libertad.
La libertad interior requiere capacidad para deliberar con suficiente calificación de los motivos y con autonomía de la voluntad de cualquier impulso interno determinante. Es la posibilidad de autodeterminarse bajo ningún condicionante inmoral o contrario a sus inclinaciones naturales que afecte su libertad.
En este sentido, el grado de libertad interior dependerá fundamentalmente de los valores y aptitudes arraigadas genéticamente, nutridos por una buena educación, estimulados por una sólida autoestima y un carácter flexible, tolerante y respetuoso frente a la condición humana, la vida, las preferencias políticas, religiosas, sexuales e ideológicas de cada ser.
No es igual tolerar, que puede ser a regañadientes, comprimiendo el odio, como sucede generalmente, que tolerar y procesar afectuosamente las diferencias con los otros. Siempre que no atenten contra la condición y la dignidad humana.
Tanto la libertad exterior como la interior, son parte de un largo e intenso proceso de aprendizaje que nace en el hogar, donde se nos impone por tradición, a través de la religión y la educación, valores y principios que después, nuestra propia experiencia y el conocimiento adquirido, nos advertirán que muchas de esas ideas que recibimos de nuestros padres y maestros no encajan ahora con nuestra exclusiva presente visión de la libertad.
Los Derechos del Hombre y del Ciudadano
El 26 de agosto de 1789, la Asamblea Nacional Constituyente francesa aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que constituyó la base de la Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
Podemos afirmar que después de las dos grandes revoluciones, la estadounidense y la francesa, casi todas las constituciones del mundo occidental tomaron principios y se inspiraron en los Derechos del Hombre y del Ciudadano y en las dos constituciones elaboradas por los representantes populares de aquellas dos naciones.
La libertad constituye, para los grandes juristas, una exigencia indeclinable del espíritu humano y un supuesto incondicional de su dignidad; pero señalan al mismo tiempo que su establecimiento en la vida social está siempre expuesta a riesgo, de tal manera que su implantación requiere una enorme fuerza de voluntad y su defensa una celosa y rigurosa vigilancia.
Esta sentida advertencia solemos olvidarla y luego que sucumbe, se hace muy difícil recuperarla. Después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, por primera vez los países acordaron en 1948 una lista exhaustiva de derechos humanos inalienables. En diciembre de ese año, la Asamblea General de Naciones Unidas, aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos, un texto histórico que influyó enormemente en el desarrollo de la legislación internacional de derechos humanos, porque amplió derechos y especificó alcances.
En diciembre de 1966, Naciones Unidas adoptó dos tratados internacionales que dieron aún más forma a los derechos humanos internacionales: el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Ambos tratados establecen los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales a los que todo el mundo tiene derecho. Los dos entraron en vigencia a partir de protocolos facultativos en 1976.
La expresión práctica de la libertad
Esos derechos políticos, sociales, económicos y culturales se encuentran acordados en las constituciones de los distintos estados democráticos de occidente. Por ellas se rige la vida de los ciudadanos mediante deberes y derechos de obligado cumplimiento. Como todo en la vida, se han creado instrumentos para medir el comportamiento y eficiencia de la democracia, que es el escenario donde se practica.
En el caso de la libertad externa, se ha establecido un sistema –entre otros que sirven para medir el funcionamiento de la democracia en 167 países, casi todos miembros de las Naciones Unidas– conocido como Índice de Democracia, una clasificación hecha por la Unidad de Inteligencia Económica, independiente del grupo editorial británico The Economist.
Este índice fue publicado por primera vez en 2006 y actualizado cada dos años hasta 2022. Para mí es el más creíble. Incluye categorías que conducen a una aproximación más convincente sobre el desenvolvimiento de las instituciones en su interrelación con los ciudadanos. Basa sus resultados en 60 indicadores que se agrupan en cinco diferentes categorías: proceso electoral y pluralismo, libertades civiles, funcionamiento del gobierno, participación política y cultura política. El índice democrático las evalúa del 0 al 10.
De la última evaluación (2022) he tomado la muestra de 3 países, seleccionados por su importancia simbólica. Noruega por ser el primero, con un promedio sobresaliente de 9,81. Estados Unidos, por ser el modelo democrático por excelencia, sorprendentemente en el puesto 30. Y Venezuela, por ser uno de los países referentes del mejor ejercicio democrático de América Latina entre las décadas del sesenta y setenta del siglo pasado, hoy en el puesto 147, uno de los últimos, con el pésimo promedio de 2,47.
Es importante el ID, pero muy insuficiente para medir la libertad exterior
Obligatorio resulta tomar en consideración el tamaño de la población de los tres países. Noruega, con apenas casi 6 millones, la de Estados Unidos con 330 millones y Venezuela luego del éxodo, con 26 millones. No es igual gobernar la primera potencia del mundo con la complejidad de problemas internos y una política exterior de la cual depende en gran parte la paz en el planeta, que gestionar políticas públicas para un país pequeño de cultura avanzada y conciencia de ciudadanía como lo es Noruega o el resto de países escandinavos.
Imprescindible tomar en cuenta los indicadores económicos de los tres países, que nos informan de la calidad de vida, distribución del ingreso, índices de desempleo, niveles educativos, estado de la salud y niveles de miseria y marginamiento.
Digo que el índice democrático nos aporta valoraciones fundamentalmente políticas, que apenas constituyen una parte significativa de la libertad exterior. Como decía Franklin Delano Roosevelt, la libertad individual no puede existir sin independencia económica. Las personas que tienen hambre y no tienen empleo son la materia de la que están hechas las dictaduras. En pocas palabras, amor con hambre no dura.
El reino de Noruega
El primer lugar, del reino de Noruega –una monarquía democrática parlamentaria– está libre de toda duda en el plano de las categorías políticas seleccionadas para la evaluación democrática: procesos electorales y pluralismo, participación política, gestión de gobierno, libertades civiles y cultura política.
Después de la Segunda Guerra Mundial muestra un crecimiento económico sin par. En la actualidad es uno de los países más ricos del mundo, en el tercer lugar por su PIB. La explotación petrolera a partir de 1966 lo convirtió en el tercer productor de petróleo. Además, el Estado noruego posee grandes propiedades en sectores industriales claves, con amplias reservas de gas natural, minerales, madera, mariscos y agua dulce. Según el coeficiente Gini, que se usa para dar una imagen de cómo está distribuida la riqueza en una sociedad, este país estaba en el cuarto lugar en 2016 en igualdad de distribución del ingreso.
Noruega mantiene un modelo nórdico de bienestar, con atención médica universal y un sistema social de seguridad integral. Es uno de los países modelo en cuanto a poner fin a la pobreza. Se ha centrado en la creación de nuevos modelos educativos y sanitarios orientados a generar riqueza y reducir las desigualdades de los ciudadanos. Todo con la atención puesta en reducir los efectos del cambio climático y aplicando políticas dirigidas a mejorar la sostenibilidad en la gestión de sus propios recursos. Tienen los noruegos hasta una filosofía para ser felices. Kos, que significa pasarla bien, con la familia, con un grupo de amigos íntimos, con la pareja en la cama, o contemplando los paisajes naturales en soledad, al calor de una buena taza de té o de un bollo de canela.
Los envidiosos, que nunca faltan, afirman que la libertad exterior, el bienestar material y los momentos de felicidad del que disfrutan los noruegos, tienen un lado oscuro, revelado en la novela negra de dos famosos escritores, en la soledad depresiva de una parte significativa de la población, en la búsqueda de las cinco patas al gato de un famoso periodista que se aburrió en el sitio, y por todos aquellos que buscan placer en encontrar defectos a lo que va bien. Todos sabemos que el único paraíso está en la Biblia. A ellos diría el poeta griego Nicos Kazantzakis en nombre de los noruegos: No espero nada ni temo nada. Soy libre.
Los Estados Unidos
Estoy bajo la impresión de que la democracia que desde hace más de dos siglos se convirtió en el paradigma de la libertad y el lugar donde la gente en busca de estabilidad, seguridad y bienestar llegaba de todo el mundo, en pos del sueño americano, hace algunas décadas empezó un proceso de decadencia que hoy empieza a sentirse en la crisis de representatividad que vive y en la consolidación de dos bandos políticos, demócratas y republicanos, cuyas diferencias nunca se hicieron tan manifiestas y aparentemente irreconciliables como en el presente.
De allí su mediocre desempeño en funcionamiento de gobierno, 6,43, y cultura política, con 6,25, donde se reflejan claramente dos flaquezas de la institucionalidad democrática estadounidense que el padre espiritual de la democracia, Alexis Tocqueville, había advertido con mucha antelación: el peligro potencial de que la democracia norteamericana podía degenerar, por muy sólidas que fueran sus instituciones, en un despotismo suavizado.
Lo atribuía al hecho de que más allá de la erradicación de la aristocracia del Viejo Mundo, los estadounidenses comunes también se negaron a ceder la conducción del gobierno a aquellos que tenían talento e inteligencia superior. Estos, -la gente común-, disfrutaron de demasiada voz y poder en la esfera pública. Esta cultura promovió una igualdad relativamente pronunciada, pero las mismas costumbres y opiniones que aseguraban la igualdad igualmente promovían la mediocridad. Aquellos, según Tocqueville, que poseían verdaderas virtudes y talento, en su mayoría, quedaron limitados a especialistas en círculos intelectuales para tratar problemas complejos o dedicarse a hacer fortuna.
Ahí, entre muchas otras causas, podemos encontrar la razón de que la representación del gobierno americano haya ido perdiendo calidad e influencia en su gestión progresivamente, al punto de verse hoy encerrada en un triste dilema entre un anciano decrépito, Joe Biden, que ya no tiene ninguna direccionalidad ni orientación en el espacio físico que ocupa o donde se desplaza, y un megalómano muy mediocre, Donald Trump, que afirma que la guerra con Ucrania él la hubiese evitadol hablando con Putin y se ríe del mundo con la soltura y el cinismo de un sádico.
Estados Unidos, en el plano de la política exterior, luce débil y en ocasiones incoherente en su política migratoria y ha pasado de ser el policía del mundo que fue después de la Primera Guerra Mundial, a convertirse en un mirón hipócrita e insensible, que se olvidó de la democracia en el resto del mundo y que solo le preocupan sus intereses económicos y mantener la primacía militar, científica y tecnológica, en la que no tienen rivales.
Ccontinúa manteniéndose como la primera potencia económica mundial gracias a factores como su dinámico mercado, la estabilidad de su sistema económico, su alto nivel de inversión en innovaciones y la fortaleza de sus instituciones. Sin embargo, los estadounidenses viven un momento de confusión y desorientación. Ya no creen como antes en el destino de su nación. Pero aún no han perdido la fe en sus instituciones.
Trabajo, consumo y hedonismo pueden ser fines individuales, pero no metahistóricos de una nación. Los fines últimos, que son los que de verdad cuentan, no aparecen en el horizonte de los Estados Unidos. Existen, sí –dice Octavio Paz en su ensayo Democracia Imperial–, pero son del dominio privado. A ellos podía aplicarse la máxima de Goethe: Nadie está más esclavizado que aquellos que falsamente creen que son libres.
Saben lo norteamericanos –vuelve Paz– que la decadencia mezcla el suspiro con la sonrisa, el ¡ay! de placer con el de dolor, pesa y se demora aun en los cataclismos: es un arte de morir o más bien de vivir muriendo. Los Estados Unidos son una nación sin historia, el país nació con su fundación. La sociedad norteamericana se da por un acto de abolición del pasado. La decadencia les da aquello que han buscado siempre: legitimidad histórica.
Venezuela
En el puesto 147, causa tristeza el puntaje obtenido en categorías utilizadas por el índice democrático para medir la calidad de nuestras libertades ciudadanas, la participación de los venezolanos, la cultura política, la gestión de gobierno, los procesos electorales y el pluralismo. Estas tienen que resultar conmovedoras a los hijos de la democracia venezolana que vivieron, junto a los fundadores, la conquista del sueño democrático.
A lo largo de cuarenta años desde 1958, el país alcanzó niveles de participación política, de conquista de derechos civiles, de salud, educación, cultura y descentralización que jamás había logrado durante más de un siglo de tiranías militares que sometieron al país desde su constitución como nación en 1830. La democracia conducida por don Rómulo Betancourt y un grupo insigne de venezolanos le devolvieron a fuerza de inteligencia, tesón, coraje y mucha moral, a un pueblo martirizado por la tortura, las enfermedades y el hambre, la libertad y la dignidad ciudadana.
Después de cuatro décadas volvería, en 1998, amparado en las bondades democráticas, de nuevo el monstruo militarista para derribar desde los cimientos la obra de los próceres civiles que hicieron posible la democracia. No ha quedado institución que no hayan pisoteado y ultrajado en su majestad el equipo cívico-militar que se encargó de desmantelar la economía, los servicios, asfixiar a las universidades, liquidar la representación partidista, establecer la censura y cierre definitivo de medios y poner de nuevo en práctica la prisión y tortura a la disidencia política.
Venezuela figura en los últimos lugares en cuanto a calidad de vida, niveles de ingreso, niveles de inflación y niveles de pobreza. La situación de este país es simplemente desesperante. Al punto que supera con creces la cantidad de emigrantes que siguen abandonado el país en relación a los que, por la fuerza, devuelven algunos gobiernos. Es decir, los sacan por una puerta y prefieren, a costa del sufrimiento y las calamidades que esto representa, entrar por otra.
Por las vías convencionales jamás se dará la salida a la dictadura venezolana. Mientras los cubanos controlen las comunicaciones y la seguridad interior y los militares toda la geografía nacional y manejen los recursos naturales, los grandes negocios y administren los ingresos, jamás entregarán el poder por la vía electoral.
Estamos lidiando con la versión más sofisticada de la delincuencia organizada latinoamericana, que son la versión terrorista del Medio Oriente, y los ingenuos americanos de nuevo se contradicen y les entregan por seis sindicalistas y 10 ciudadanos, por supuesto americanos- los seis sindicalistas son disimulo- a uno de los cabecillas de la mafia. Porque no liberan a los generales y comandantes, para esos no hay autorización del G2 cubano, esos son reactivación de fuerza moral en las Fuerzas Armadas y eso sí es peligroso.
De todas formas, las ideas de libertad están sembradas en el alma del venezolano y son tan persistentes y silenciosas como la fuerza del agua acumulada que con el tiempo vence cualquier resistencia. Betancourt era un hombre de certezas cuando prometió después del primer intento de instaurar la democracia, We Will come Back.
Y sin duda volvió para que en el Nuevo Circo de Caracas soltara a el mundo, con el tono singular de su voz, a un pueblo con el corazón henchido de emoción libertaria, la palabra que más hondo le salía del alma para iniciar sus discurso: “Conciudadanos”.
Los enemigos de la libertad interior
Los más difíciles de medir son los grados de libertad interior. Por infinidad de razones. La más evidente es porque en muchas opiniones expresamos generalmente nuestras inclinaciones y, en temas tabú es muy difícil mantener argumentaciones que no propicien juicios equivocados o inducidos siempre bajo la óptica mal intencionada de interlocutores que suelen suponer lo que bajo su óptica prejuiciada convenga.
En otras palabras, quien ose decir en una reunión de católicos que no cree en las tres divinas personas, será considerado un desalmado. El que respete las preferencias homosexuales y las defienda tiene que ser en la mente de quien no lo es o finge no serlo, necesariamente homosexual.
El que no crea en formar familia, pero la defienda, es una alimaña. En los temas sobre los cuales tenemos argumentos, la mayor parte de las veces, la mayoría de la gente no se expresa con transparencia. Se inhibe, se condiciona, se esconde, se contiene, sufre en el abordaje.
En los asuntos de libertad exterior, el problema es que mucha gente desconoce sus derechos o no sabe defenderlos y en el procedimiento, la autoridad se aprovecha. Se ignora el inmenso valor de una Constitución, lo contundente de un artículo bien argumentado, y en ese sentido es básico que, desde la casa y más aún en la escuela, se nos enseñe didácticamente cómo mantener distancias con nuestros compañeros, con los maestros y en la calle con la autoridad.
En el caso de la libertad interior, sus grandes enemigos son, en mi sentir, la ignorancia –que también lo es de la libertad exterior–, la ortodoxia religiosa que ciega, el dogmatismo ideológico que reduce, el excesivo estatismo que condiciona, el machismo que limita, el feminismo que resiste, el determinismo, la hipocresía y el absoluto dominio y control de las tecnologías del comportamiento y la mente humana.
La ignorancia
El escritor y guionista estadounidense George R. Martin, concibió una frase genial para estimular y defender la libertad de la vida interior: Un lector vive mil vidas antes de morir. El que nunca lee solo vive una. Insistir en la impartición de una excelente educación humana y científica, que se inicie con el amor materno en la casa y que concilie tradición, cosmopolitismo e innovación, puede sonar a perogrullo, pero siento que en esas dos monumentales fortalezas, la buena lectura y la educación, está concentrada una buena parte de la libertad interior.
La ortodoxia religiosa
En el caso de la religión, es difícil intercambiar puntos de vista si solo sabes que eres cristiano por nociones básicas de la casa y la escuela, y más por los rituales que desde que nacemos se nos imponen: bautizo, comunión, matrimonio. Si no conoces bien la tuya y desconoces conceptos básicos de las otras, ¿cómo puedes mantener una conversación distendida con un musulmán sin que se te venga a la mente la imagen de un terrorista? ¿O con un confuciano sin que recuerdes la imagen de Tiennamen o, en caso de los budistas, la persecución en el Tibet?
Mi experiencia personal me dice que, siendo hijo de un matrimonio católico cristiano, habiendo practicado todos sus rituales –que me lucen hermosos y hasta poéticos– y teniendo nociones firmes de las otras religiones, doctrinas y filosofías, nunca pude abrazar con convicción la fe de mis padres, sino que por el contrario y puedo decirlo, pues me siento libre, mantengo lazos intactos con la cultura wayuu de mi madre a través del politeísmo que tiene en Maleiwa su Dios y en la Vía Láctea el destino último del espíritu.
Tres marcas, nada gratas dejaría en mi alma el catolicismo –no tan difíciles de vencer para un liberal de mi talante–, la sensación de pecador, el sentimiento de culpa y el miedo íntimo. Siempre sentí, hasta superada mi infancia, que alguien me vigilaba cuando estaba desnudo.
El dogmatismo ideológico
Es tan difícil hablar con un ser humano que profese una ideología cerrada e inmóvil, como discutir con un sacerdote sobre la existencia del Espíritu Santo, uno de los conceptos divinos más sublimes y encantadores de la teología cristiana.
Es mucho más fácil y estimulante hablar de la ternura, de la condición humana, de la familia y de lo bueno que todos llevamos dentro, que llegar a un acuerdo sobre un sistema económico, una doctrina política o una valoración cultural. A las ideologías solo hay que darles la vuelta, omitirlas. Desmontarlas solo frente al gran público. En familia o entre amigos se mezclan y refuerzan los resentimientos o las diferencias personales.
Machismo y feminismo
Son hermanos gemelos de la libertad interior, los hijos pródigos de la ignorancia el primero y de la arrogancia el segundo. Tienen un ego tan grande como primitivo. Alternan en los encuentros sociales y cada vez, en lugar de acercarse, toman más distancia, se odian con más fuerza. Ninguno de los dos es permeable a nada que no sea su círculo, pero el machismo es conservador, dominante y violento; el feminismo vanidoso, engreído y desafiante.
Nunca van a conciliar. Solo el conocimiento y un largo proceso de aprendizaje y experiencias facilitan su cura. Son genuinos y muy peligrosos enemigos de la libertad interior, pues se ocultan en rincones elementales de la tradición y en un moralismo de los inicios el primero y de la insurrección de siglos de sometimiento el segundo. Nadie se confiesa machista y ninguna mujer feminista no, femenina sí.
El excesivo estatismo
Es uno de los máximos enemigos del sano desarrollo individual desde todo punto de vista. Quien da condiciona, coacciona, castra de la manera más violenta o sutil. En Latinoamérica el enemigo más acérrimo de un saludable desarrollo institucional, ha sido el Estado, heredero del patrimonialismo español.
Quienes llegan al poder transforman a la sociedad en una propiedad particular, lejos de regular, hegemoniza, interviene todo hasta la vida privada. Gracias al excesivo estatismo hemos creado a un individuo dependiente, prisionero e hijo de la caridad estatal. Es ese Estado, omnipotente y omnipresente quizás el principal enemigo del desarrollo de la sociedad civil en América Latina.
El determinismo
Ninguno de los determinismos puede explicar por sí solo ni a nivel social ni individual el comportamiento de las instituciones y de los seres humanos en sociedad. Siempre convergen un conjunto de factores tales como la economía, la tecnología, la sociología y el entorno, y a nivel individual la genética, la biología, la educación y la psicología.
En los procesos coinciden elementos con mayor o menor incidencia, pero el azar y los efectos de variables imprevistas, suelen condicionar en ocasiones en último momento la calidad de los resultados de los fenómenos o comportamientos objetos de discusión o estudio.
Cuando compartimos socialmente no salimos a competir sino a departir y entre los dos conceptos hay una diferencia abismal. Uno requiere ponerse en guardia, el otro nos pide bajarla, abandonarse a los otros y con los otros.
El disimulo
Si disimular es un hábito en política, socialmente es una costumbre de todas las clases sociales. En ambos escenarios tiene efectos perversos, tanto para el buen funcionamiento de la democracia y de lo que hemos dado en llamar libertad exterior, como para la salud del individuo y su libertad interior porque, cuando se actúa en la relación con los otros, no se es auténtico, transparente, verdadero. Se envían señales a la sociedad y a los grupos con los que se comparte que confunden, distorsionan, desfiguran la imagen real.
No es libre el hipócrita que en política disimula para ser elegido. No es libre el hombre y viceversa el sexo contrario, que finge gustos, hace ofrecimientos, adopta poses que no le son propios y muestra hábitos que distan de su original comportamiento. Verdad y libertad son valores que definen el buen vivir de las sociedades y dentro de ellas el del individuo. Mi padre tenía un dicho que yo asumí para mí: Hay que vivir a la blanca y bella con lo que se tiene y ofrecer lo que se puede. Tarde o temprano se dan cuenta de que lo que muestras es verdad o mentira. Eso es para mí, en parte, la libertad.
Conclusión
La globalización junto con la revolución de las tecnologías y las comunicaciones, con un viraje de tuercas de 360 grados, ha provocado un cambio estrepitoso en todos los escenarios de la vida de los seres humanos, una verdadera mutación cultural.
El mismo ser humano se ha vuelto el producto más acabado del mercado, y sus derivados, entre ellos las imágenes, han creado novedosos productos en la política, el líder espectáculo, parecido a una estrella de televisión que firma autógrafos y que ofrece hacer realidad ideas de ficción que nadie en su racional juicio podía ofrecer en el pasado. Por supuesto, mientras gana.
Los tiempos sin duda son de cambios, y muy violentos. O adecuamos la libertad y la democracia liberal a esos cambios y los ponemos al servicio de la democracia y realmente en función de las mayorías, o la perdemos por lo menos como la conocemos.
Hay una frase de un español, escritor y sociólogo, Francisco Ayala García Duarte, expuesta en una ponencia presentada en 1943, titulada La Historia de la Libertad, que me hace evocar con mucha nostalgia a los fundadores de la democracia venezolana.
Nunca debe perderse de vista que el problema de la libertad es, ante todo, un problema moral… El estímulo y resorte último de la libertad se encuentra en el fondo del alma humana: su implantación y su defensa es siempre obra de una especie de heroísmo ético y requiere una inagotable energía espiritual y una actitud de incesante y celosa vigilancia. Tan pronto como aquella disposición heroica se distiende, esa energía se disipa y esta vigilancia se relaja, la Libertad –arruinado su fundamento moral– desaparece del mundo para refugiarse en el alma de los mártires.
Entiendo que detrás de la nueva organización del mundo se esconde la necesidad de renovación moral del ser humano.
Lo decía, en plena segunda guerra, después de la cual, vendría una época de renovación moral y prosperidad en el mundo. Esa histórica contienda nos había dejado un cruel, doloroso y hermoso aprendizaje sobre la libertad.
Por eso la libertad nunca dejamos de aprenderla, solo lo hacemos cuando nos llega el instante del último suspiro, porque como decía Moshé Dayán, la libertad es el oxígeno del alma.