Las catástrofes y amenazas ambientales causadas o agravadas por la humanidad crecen en frecuencia e intensidad. Estamos muy preocupados por las pandemias y por el cambio climático, pero no hace tanto que las toneladas de plástico que vertemos al mar o los miles de seísmos que generamos anualmente ocupaban las portadas de los periódicos.
Por: Fernando Valladares, Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC) y Emiliano Bruner, Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH)
Amparados en nuestra sociedad altamente tecnificada, parece que vamos contrarrestando los impactos. Pero crece la sensación de que estos problemas ambientales que generamos y que sufrimos nos quedan cada vez más grandes. ¿Tenemos la capacidad de resistir los embates venideros? ¿Crecerán más rápido los problemas que las soluciones?
La dinámica exponencial en los procesos de degradación ambiental que hemos iniciado hace poco probable que todas las soluciones lleguen a tiempo. Basta con representar la evolución temporal de la temperatura de la atmósfera, del número de zoonosis o de la extinción de especies para ver que hace falta algo más que tecnología para mantenernos a salvo.
La magnitud y velocidad de los cambios ambientales que generamos requieren de avances igual de rápidos en una gobernanza colaborativa y global para los que no estamos bien preparados. Podría darse que ese intelecto nuestro que nos ha traído hasta aquí no sea suficiente ahora para sacarnos del embrollo. ¿O sí?
El escaso éxito biológico del ser humano
Los humanos presumimos a menudo de nuestros supuestos logros evolutivos, incluso a la hora de etiquetar nuestra propia especie como “sabia”. Pero a veces olvidamos que los criterios de la evolución biológica no son precisamente los mismos que los de nuestras sociedades.
Hay, además, diferencias importantes en la valoración del éxito. En biología, se puede medir el éxito de un grupo zoológico, por ejemplo, considerando el tiempo que ha aguantado en este planeta, el número de individuos que lo representa o la variabilidad biológica que aquel grupo ha generado. Los humanos no nos lucimos en ninguno de estos parámetros.
- Como grupo zoológico, los homínidos cuentan con muy pocas especies en comparación con otros animales.
- A nivel de individuos no vamos mal. Somos ahora alrededor de siete mil setecientos millones, pero también en este caso no es un número particularmente grande, considerando por ejemplo lo que logran muchos insectos.
- La cuestión cronológica, finalmente, coloca a los humanos modernos en una escala casi ridícula. 200 000 años de historia no son nada en una perspectiva filogenética. Incluso Homo erectus, tachado de ser una criatura primitiva y sencillona, aguantó casi dos millones de años, algo que no es seguro que nosotros podamos lograr.
Con estos parámetros, parece que el ser humano no está como para exigir medallas. Unas medallas que más bien habría que entregar a seres realmente exitosos en este planeta como las cucarachas o las medusas, de las que quizá tengamos algunas cosas que aprender.
¿Podríamos extinguirnos en el futuro?
Una vez aclarado de dónde venimos y dónde estamos, resulta patente que tampoco es muy importante saber hacia dónde vamos. Millones de especies se han extinguidos en el pasado, y nosotros no seremos ni los primeros ni los últimos en hacerlo.
Especies eternas, sencillamente, no existen. Así que podemos estar tranquilos: tarde o temprano, tendremos que dejar el turno a quien le toque.
Mientras tanto, a la espera del final, podemos preguntarnos cómo ocupar el tiempo que nos queda y cómo podemos aprovechar nuestra transitoria presencia.
Pero también en este caso, si queremos arrojar luz con la linterna de la evolución, habrá que hacerlo según sus cánones y sus pautas. Por ejemplo, recordando que el único verdadero valor de la selección natural no es la fuerza, la belleza, la astucia o la simpatía, sino el carnal y bruto éxito reproductivo. Quien hace más hijos aumentará sus representantes en el parlamento genético de las generaciones siguientes. Tan sencillo como eso.
Para que haya evolución, alguien tiene que tener una ventaja reproductiva tan patente que desplace, genealógicamente, a todos los demás, a corto o a largo plazo. Esto es algo que, en la naturaleza, puede ocurrir con relativa facilidad en pequeñas poblaciones (más sensibles a la trasmisión de una combinación genética ventajosa), cuando hay repentinas colonizaciones de territorios lejanos por parte de unos pocos valientes (efecto del fundador) o cuando unos pocos sobreviven a algún desastre colosal (efecto del cuello de botella). La probabilidad de que un cambio evolutivo se propague es mucho más alta cuando hay grupos reducidos.
Nuestra amplia y globalizada especie sufre, actualmente, de una inercia genética bastante potente que diluye cualquier intento de variación evolutiva. La posibilidad de algún tipo de evolución biológica solo tendrá lugar si de repente algo muy serio redimensionara terriblemente la población mundial, dejando pocos representantes, quizás portadores de alguna ventaja que haya garantizado su supervivencia.
¿Qué papel pueden jugar la tecnología y la cultura?
Ahora bien, no hay que olvidar que los humanos tenemos un factor que los otros grupos zoológicos no tienen: la cultura. Las relaciones íntimas entre genética y cultura todavía están por descubrir. No hay por qué pensar que no habrá sorpresas.
A pesar de la increíble diversidad humana, a estas alturas, todos –empleados de oficina, cazadores-recolectores o campesinos– compartimos ciertas garantías médicas y de salud. Y ahora también el uso del móvil. Así que no podemos descartar que, donde no llegan las moléculas, puedan llegar potentes partículas de información, con consecuencias totalmente imprevisibles.
Además, nuestra capacidad tecnológica y cultural nos ha colocado en una posición evolutivamente muy peculiar. Probablemente hemos alcanzado un tope entre el éxito reproductivo y la disponibilidad de recursos. Esto conlleva una larga serie de problemas energéticos, ecológicos y sociales que, a estas alturas, ya no se pueden obviar. En otras palabras: estamos muriendo de éxito.
Para incrementar la probabilidad de nuestra supervivencia, en lugar de aumentar nuestra capacidad reproductiva, tendremos que reducirla. En lugar de lograr procesar más energía, tendremos que buscar la forma de procesar menos. Porque si hay algo que nos enseña la evolución es que no siempre más es mejor. Nos extinguiremos, no cabe duda, pero tampoco hay que tener prisa.
Fernando Valladares, Profesor de Investigación en el Departamento de Biogeografía y Cambio Global, Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC) y Emiliano Bruner, Responsable Grupo de Paleoneurobiología, Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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