La historia es previsible o deja de serlo en la medida que establecemos las circunstancias recurrentes, experiencias o conexiones estructurales que fundamentan las ideas, realidades, fenómenos o conceptos, que es cultura. El concepto de «sujeto» asociado a un ideal de «desarrollo» es un ser en continuo devenir, el soporte último de la temporalidad. Logra permanencia y vigencia el ser que interpreta su tiempo, el ser que “hace historia” porque lidera un nuevo movimiento social de difícil adaptación que súbita o arbitrariamente, procura el quiebre social, político y sistémico.
Si bien una nueva formación histórica no sigue necesariamente la anterior, si se apoya y despliega a partir de ésta. La historia es consecuencia, no es causa. Los hombres edifican la historia, no lo contrario, y cuando sedimenta, llega la evolución ética y racional -al decir de la crítica de la razón pura e histórica de Kant. La sola razón genera conocimiento, pero no necesariamente actitud. Es la acumulación de hechos de base originaria, la experiencia, el arraigo, en fin, las conexiones étnicas -tradicionales e identitarias- lo que reunifica y potencia la esencia antropológica de cambio. Y caen los muros y caen los imperios.
El fin es el valor
“Para Dilthey, en la historia, no puede alguien fijarse como un fin aquello que no ha experimentado primero como un valor”. Por otra parte, tampoco puede establecer como valor aquello que no forma parte de su universo, de su tesoro axiológico. Se va forjando así una «continuidad de la conexión a través de los cambios», lo que define la temporalidad del ser […] La vida —dice— mantiene una relación inmediata con la linealidad del tiempo». Y surge lo inevitable, lo aparentemente inesperado…
En el caso venezolano, la acumulación de conductas, actitudes o conexiones culturales conexas al pasado, impulsan el cambio inevitable de un presente oscuro, caótico e incierto. Los ciclos están a la vista. Apelando a la tesis de Dilthey sobre “la mismitad o el conjunto de hechos, cosas, estados recurrentes de épocas e individuos entre sí, que experimentan una solidaridad con el pasado y una sustancialidad con el devenir, el quiebre del estatus quo, ajeno y transgresor de la transvaloración humana es inalterable.
Nuestro proceso de colonización –ataviado de una memoria colectiva que tematiza la pérdida o ganancia de valores sobre el ideal del mestizaje, la libertad y la diversidad, ha sido el hilo conductor de la emancipación republicana, ciudadana y humana.Hemos ido de república en república– federal o conservadora; de la colonia a la independencia; de la gran Colombia a la cosiata, del militarismo caudillista a la civilidad monumental y estilista; de dictadores a presidentes, de experiencias liberales, legalistas, reformistas, positivistas, absolutistas, autoritarias, de todos colores y revoluciones; de montoneras a una sociedad pactada y movilizada, con luz tenue.
El factor común: el sujeto, el ser como concepto y representación identitaria. Poca o nula unicidad grupal, pero sí un modo cautivo de transmutación valorativa donde la toma de consciencia de lo vivido, del querer ser, apasiona y mueve. Una historia reflexiva aún no convertida en consecuencia, porque aún decanta. Experiencias en plena gestación donde el fin busca convertirse en valor.
Koselleck distingue entre historia de «ideas» o «palabras» e historia de «conceptos». El caso venezolano es una historia de ideas inconclusas. Aún no hemos consolidado conceptos y definiciones grupales. Tenemos una idea de Estado, de justicia, de libertad o democracia. Incluso de la política. Subyacen mitos y leyendas que impiden alcanzar el concepto, el valor, su adopción, su definición.
Entre ideas e historia habría sólo un vínculo externo: la nacionalidad y el territorio. Las ideas son «eternas» por definición, pero un concepto se hace cuando se carga de connotaciones particulares diversas, se convierte en lo que Koselleck llama una experiencia con significado sociopolítico. ¿Hemos alcanzado en Venezuela un concepto real de democracia, paz y dignidad ciudadana con significado sociopolítico trascendental?
Caen los imperios, cuando asciende la palabra que identifica
Tanto cayó el imperio romano o el macedónico como el muro de Berlín o la Unión Soviética por un elemento identitario que supera legiones o ideologías. La secuencia de conexiones existenciales, racionales y morales derrotan la opresión.
Cuando el ideal de libertad –que es eterno– se convierte en convicción, emerge la historia como consecuencia, irremisiblemente. Cesa la dominación. La historia entonces no se repite ni se reedita. La historia la hacen los hombres en continuo movimiento, derrotando la guerra con la palabra y transformando las ideas en conceptos. En ese momento los valores dejan de ser transitorios, el pasado es presente y la temporalidad se escribe en piedra, tablas, biblias o constituciones, como acumulación identitaria, moral y cultural incontenible.
Venezuela es diversidad, pero América latina todavía no aún no decanta su propia trascendencia histórica. Avanza inmensamente en la comprensión de la inclusión y el concepto de Estado libre, demócrata y feliz. Pero la palabra «Estado» aún comprende un conjunto difuso de nociones diversas. Territorio, legislación, judicatura, administración, impuestos, bienestar, soberanía, independencia, confiere un carácter inevitablemente plurívoco, pero no estructurado…Mientras maduramos el Estado surge la metahistoria que Koselleck llama utopía.
Un ideal eterno [utopía] no configurado, no codificado, no elaborado, que se hace historia manipulada, en transición, que es transhistoria. Mientras el fin no sean los valores, no hacemos historia. Es sólo ilusión. El muro de Berlín cayó porque lo que ocurría del lado de la Alemania Democrática era utopía, ficción.
Los ideales se transformaron cuando se levantan muros de historia trazada de estratos temporales reales, decantados y conscientes, ética y racionalmente. El auge y caída de las revoluciones es palabra dicha blindada de identidad, de desprendimiento, de mismitad que nos convence [o no] que morir por una causa y por el otro, vale la pena, es continuidad. Y muchas veces más convencen los aparentes revolucionarios que los genuinos capitalistas.
Por cierto, la cultura que mueve no es sólo una arepa, una caída de agua o un joropo. Es pasión de ser, es la convicción por la verdad, es el amor por la vida, digna y próspera, que son la acumulación de virtudes, de felicidad, que escriben historias inéditas e irreversibles.