HISTORIAS OCULTAS DEL ARTE
Por Javier Molins
15/04/2015
El Louvre es el museo más visitado del mundo. Casi diez millones de personas franquean cada año la pirámide diseñada por I.M. Pei para visitar una de las mejores colecciones de arte del mundo con obras maestras como La Victoria de Samotracia, La Venus de Milo, El escriba sentado o La libertad guiando al pueblo de Delacroix. El 70% de los visitantes son extranjeros y el 50% tiene menos de 30 años (para que luego digan que la juventud no está interesada en el arte) pero la práctica totalidad de los mismos acuden en masa a hacerse un selfie con su habitante más ilustre, La Mona Lisa.
Esta enigmática mujer fue pintada por Leonardo Da Vinci entre 1503 y 1506 y, aunque hay varias teorías sobre la identidad de la representada, la más aceptada – y que fue señalada por primera vez por Giorgio Vasari en su libro sobre las vidas de los artistas del Renacimiento -afirma que se trata de Lisa Gherardi, esposa de Francesco Bartolomeo del Giocondo. De ahí, que el cuadro se conozca tanto con el nombre de La Gioconda como con el de La Mona Lisa (Mona es un diminutivo de Madonna, que significa mi señora).
El propio Vasari afirmó en su libro que «Mona Lisa era muy hermosa; mientras la retrataba, tenía gente cantando o tocando, y bufones que la hacían estar alegre, para rehuir esa melancolía que se suele dar en la pintura de retratos». Un dato curioso es que Vasari hablaba de que «en las cejas se apreciaba el modo en que los pelos surgen de la carne, más o menos abundantes». Algo que contrasta con la ausencia de cejas que presenta actualmente el retrato, lo que sería debido a alguna restauración abrasiva que habría tenido lugar en el pasado. Con cejas o sin ellas, el canon de belleza ha variado mucho desde la época de Leonardo pero, vistas las colas que hay para contemplar este retrato, se puede afirmar que la Mona Lisa es la mujer más admirada de la Historia. Sin embargo, solo unos pocos pueden presumir de haber dormido con ella.
El que nunca lo hizo fue Francesco Bartolomeo del Giocondo, quien se supone que sí que durmió con su esposa pero no con su retrato, pues no hay constancia de que Leonardo se lo entregara. De hecho, varios testimonios señalan que lo tuvo siempre consigo casi hasta su muerte.
El cuadro fue comprado por el rey de Francia Francisco I (no se sabe con certeza si fue al final de la vida de Leonardo o justo después de su muerte), por lo que siempre ha pertenecido a las colecciones reales de Francia y, de ahí, que se encuentre actualmente en el Museo del Louvre, fruto de una simple transacción comercial y no de ningún expolio.
La obra estuvo primero en el castillo de Fontainebleau y más tarde en el Palacio de Versalles. Con la revolución francesa, se trasladó en 1797 al museo del Louvre, que pasó de ser un palacio de los reyes a un museo para disfrute del pueblo. Sin embargo, en 1800, el cuadro salió del Louvre para pasar de nuevo al ámbito privado, concretamente, al Palacio de las Tullerías, a los aposentos de Napoleón Bonaparte, uno de los pocos hombres que tuvo el privilegio de dormir con la Mona Lisa.
El cuadro volvió en 1804 al Louvre y permaneció allí durante más de cien años hasta que el 21 de agosto de 1911 fue robado de forma misteriosa. La policía interrogó a varios sospechosos entre los que se encontraban el poeta Apollinaire y el pintor Pablo Picasso, quienes habían estado indirectamente relacionados con el robo de unas pequeñas estatuillas egipcias del Louvre. Tuvieron que pasar dos años hasta que, finalmente, fue detenido un carpintero italiano que había trabajado en el Louvre, llamado Vincenzo Peruggia, cuando intentaba vender el cuadro en Florencia al anticuario Alfredo Geri. Lo había robado aprovechando su conocimiento y fácil acceso al museo al ser conocido por los guardias y dijo que lo había hecho para devolverlo a Italia. Sin embargo, el intento de venta desmontaba dicha coartada. Peruggia había guardado el cuadro durante dos años en su pequeño apartamento de una sola habitación en la Rue de l’Hôpital Saint Louis de París, convirtiéndose así en el segundo hombre que había dormido con la Mona Lisa. Por acostarse con esta mujer, tuvo que pagar un precio muy alto, pues fue condenado a un año y quince días de prisión, aunque solo cumplió siete meses y nueve días.
Lo curioso del caso es que el robo aumentó la fama del cuadro. Miles de visitantes acudieron al Louvre para contemplar el vacío dejado por el robo y el museo batió su record de visitantes. Desde ese momento, su fama no paró de crecer, lo que hizo que fuera recluido en una urna especial con un cristal antibalas de 40 milímetros de espesor, donde se puede contemplar actualmente.
El misterio que rodeó a este robo aumentó más todavía cuando en 1932 el periodista norteamericano Karl Decker publicó que el autor intelectual del robo había sido el comerciante argentino Eduardo Valfierno, quien se lo habría confesado a Decker con la condición de que no contara nada hasta su fallecimiento, acontecido un año antes. Según esta nueva versión, Valfierno habría encargado al falsificador Yves Chaudron la realización de seis copias exactas de La Gioconda, que habría ofrecido a seis coleccionistas como si fueran el cuadro auténtico, pues estos habrían conocido a través de las noticias el robo del mismo perpetrado por Peruggia por encargo de Valfierno. De este modo, Valfierno habría estafado a seis coleccionistas que pensaban que habían comprado La Gioconda auténtica.
Al ser el cuadro devuelto al Louvre, Valfierno habría calmado a sus estafados diciéndoles que el suyo era el auténtico y que el que había aparecido en el Louvre era un copia realizada por las autoridades francesas para no reconocer su incapacidad de recuperar una obra tan emblemática, algo que nunca podrían denunciar pues eran cómplices del delito. Por tanto, existían seis coleccionistas (cinco norteamericanos y un brasileño, según los datos de Valfierno) que estaban totalmente convencidos que dormían cada noche con La Gioconda sin saber que se trataba de una simple copia. Una historia que nunca ha podido ser comprobada pero a la que podría aplicarse aquello que dicen los italianos de «si no è vero, è ben trovato».
Aparte de copias falsas, La Mona Lisa ha sido objeto de diversas versiones realizadas por otros artistas como Marcel Duchamp, Salvador Dalí o Fernando Botero, y hasta Nat King Cole le dedicó una famosa canción en la que le declaraba su amor. Desde su robo, este cuadro sólo ha abandonado el Louvre en un ocasión. Fue en 1963, cuando fue expuesto en el Metropolitan de Nueva York. La obra fue recibida en el aeropuerto por el presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, y su esposa Jacqueline, como si se tratara de un jefe de Estado. Y en tan solo un mes, más de un millón de norteamericanos fueron a contemplar el cuadro más famoso del mundo.
Cuando parecía que la fama de esa obra ya no podía crecer más, llegó un escritor de best sellers llamado Dan Brown y escribió El código Da Vinci. Una novela de crímenes y misterios publicada en 2003 que gira en torno a este enigmático cuadro y que ha vendido más de 80 millones de ejemplares en un total de 44 idiomas. El éxito fue tal que el primer año del boom de El código Da Vinci (que ha llevado a crear rutas específicas que recorren en París los lugares mencionados en la novela) los visitantes del Louvre aumentaron en un millón de personas.
Lo que muchos se preguntarán es si el cuadro más famoso de la historia es también el mejor de la historia. Una pregunta imposible de contestar pues cuando entramos en el tema de las preferencias, cada experto tienes las suyas. Sin embargo, de lo que nadie duda es que esta obra constituye uno de los mejores ejemplos de la técnica del sfumato que inventó Leonardo. Una técnica que consiste en difuminar los contornos de las figuras de tal modo que no se perciba una línea clara que recorre los bordes, sino un difuminado que dota a la figura de cierto leve movimiento y un gran verismo frente a las figuras rígidas de los artistas anteriores a Leonardo.
Leonardo aplicó el sfumato a las partes del rostro que más definen un retrato: la comisura de los labios y los extremos de lo ojos, lo que hace que, en unos momentos, parece que sonría y, en otros, que esté seria. A eso hay que añadir otros elementos como la destreza con la que pintó la mano o que el paisaje del fondo es más alto en el lado izquierdo que en el derecho, lo que también dota de movimiento al rostro. Todo ello hace que La Gioconda pueda considerase sin duda alguna como una obra maestra. El problema reside en que se trata de una imagen que se ha reproducido tanto y se ha parodiado tanto que puede llegar a cansar, e incluso aburrir. Por eso, hay que mirarla como si fuera la primera vez, siempre y cuando te lo permita la multitud que se agolpa a su alrededor con la intención de realizar una foto con su móvil para enseñar a sus amigos y decir que estuvieron allí, frente al cuadro más famoso de la historia.
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