Gloria Román Ruiz y Miguel Ángel del Arco Blanco, Universidad de Granada
En su novela autobiográfica El niño pan, publicada originariamente en francés en 1983, el novelista y dramaturgo Agustín Gómez Arcos describe el pan de la posguerra española como el más preciado de los sacramentos. Para quienes pasaban hambre, como el niño que protagoniza la novela del escritor almeriense, solo existía el pan. No podían dejar de soñarlo, de pensar en él ni de mirarlo cuando aparecía ante sus ojos. Su presencia ahuyentaba el hambre, mientras que su ausencia la evocaba.
La polarizada sociedad de los años cuarenta en España quedó dividida entre quienes podían comer el apetitoso pan blanco, hecho a base de harina de trigo, y aquellos que solo podían consumir pan negro, hecho con harinas de centeno o cebada popularmente consideradas de segunda categoría y que le conferían un mal aspecto y una textura desagradable. Además, solía contener numerosas impurezas como raspas de la cebada e incluso hilos de los sacos en los que se almacenaba.
Todavía hoy nuestros abuelos comen pan como acompañamiento de una larga lista de alimentos, sienten que no están saciados si no lo consumen o lo besan si se cae al suelo antes de volver a colocarlo en la panera. También insisten en que nos acabemos el plato de comida para no desperdiciar nada, aprovechan las sobras al día siguiente, llenan la nevera “por si acaso” y comen en exceso como buscando compensar las carencias del pasado.
En sus cocinas aún huele a recetas de posguerra como las gachas, las migas o las papas a lo pobre. En sus elecciones y prácticas alimenticias cotidianas pervive aún el hambre que pasaron cuando eran niños, aunque muchos no se atrevan a reconocerlo y prefieran hablar de “necesidad” o “falta”.
No fue “necesidad”, fue hambruna
Pese a los pretextos esgrimidos durante décadas por la dictadura franquista, hoy sabemos que el hambre de los años cuarenta en España tuvo su origen en la política autárquica impulsada por el régimen con fines nacionalistas al término de la guerra civil. La autarquía, que supuso la intervención de la economía durante más de una década, acarreó el alza de los precios y la escasez de productos de primera necesidad y allanó el camino a la corrupción, fracasó rotundamente.
Sabemos también que los peores años del hambre (1939-1942 y 1946) constituyeron una auténtica hambruna durante la que cayó drásticamente el poder adquisitivo de la población y se registraron numerosas muertes por inanición. Se ha calculado que solo en el periodo 1939-1944 murieron 200 000 personas directa o indirectamente a causa del hambre.
La situación fue especialmente grave en el sur del país y afectó sobre todo a los grupos más humildes. Las calles de los pueblos y de las ciudades se llenaron de niños desnutridos, hombres famélicos y ancianos enfermos de avitaminosis, tifus o tuberculosis. La pobreza extrema condujo a numerosas familias a malvivir hacinadas en cuevas y chabolas en pésimas condiciones de salubridad e higiene. Las del barrio almeriense de La Chanca fueron descritas como “bocas oscuras, profundas y desdentadas” por Juan Goytisolo, quien visitó esta deprimida zona del país en los años cincuenta.
¿Qué se comía?
Ni el pan negro del racionamiento ni los aguados caldos de Auxilio Social que se conseguían tras aguardar durante horas en largas colas garantizaban la supervivencia. Las mujeres comenzaron a elaborar sucedáneos para sustituir los productos que no podían ni encontrar ni pagar, como el chocolate, que fue reemplazado por el de algarroba, o el café, en cuyo lugar se utilizó la cebada tostada.
También idearon originales preparaciones culinarias con los escasos ingredientes disponibles, como la tortilla sin huevo. O cocinaron hierbas arrancadas directamente del campo o animales domésticos como los gatos, cuyo consumo no estaba culturalmente aceptado.
Pero tampoco estas estrategias cotidianas bastaron para salir adelante. Muchos hombres y mujeres se vieron obligados a hurtar animales y frutos del campo, a estraperlear harina o aceite en el mercado negro y a contrabandear con pastillas de sacarina, vitaminas o aceite de hígado de bacalao. En su desesperada lucha cotidiana por alcanzar el sustento muchos fueron encarcelados, multados o desposeídos de sus escasos bienes por infringir las normativas autárquicas del régimen.
La hambruna sale a la luz
Aunque la dictadura trató de silenciar la hambruna y de ocultar sus efectos, ya antes de la muerte de Franco y, sobre todo, a partir de 1975, el fenómeno del hambre fue representado en obras literarias y cinematográficas. Así ocurre en novelas como Nada (Laforet, 1945), La Colmena (Cela, 1950), Tiempo de silencio (Martín Santos, 1962) o La plaza del diamante (Rodoreda, 1962). O en cintas como Surcos (Nieves Conde, 1951).
Además, en los últimos años distintas investigaciones del ámbito de la antropología, la antropometría o la historia han puesto de manifiesto la dimensión cultural del hambre, los perniciosos efectos que tuvo la malnutrición en la estatura de los más jóvenes, la prolongación de la miseria en la década de los cincuenta, las peculiaridades en torno a la memoria del hambre o el protagonismo que jugaron las mujeres de posguerra en el diseño de originales estrategias con las que hacer frente a la carestía.
Los resultados de todas estas investigaciones son recogidos en la exposición itinerante “La hambruna silenciada. El hambre durante la posguerra franquista (1939-1952)”. La muestra cuestiona muchos de los mitos que la dictadura construyó en torno a los años del hambre y que han llegado hasta la actualidad, como el que atribuía la escasez al legado republicano, las destrucciones de la guerra, el aislamiento internacional y la “pertinaz sequía”. También recupera las historias de las víctimas, de los supervivientes y de los resistentes de aquellos años sin pan.
Gloria Román Ruiz, profesora de Historia Contemporánea, y Miguel Ángel del Arco Blanco, profesor de Historia [Universidad de Granada]
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.