Por Javier Molins
28/05/2017
Dulzura es lo último que uno espera encontrar cuando conoce a una persona famosa por jugar con un cuchillo entre sus dedos con la palma de su mano extendida sobre una mesa como hacen los soldados rusos, o por aguantar durante horas con una flecha apuntando a su corazón mientras ella sostiene el arco por un lado y su pareja la cuerda por el otro mientras un micrófono recoge los latidos de su corazón.
Sin embargo, Marina Abramovic (Belgrado, 1946), que luce despampanante a pesar de sus 70 años de edad, más que hablar, susurra con su suave acento de los Balcanes y se mueve con la elegancia de quien a su edad ha ocupado portadas de moda mientras otras lo hacen con 18 años. Y es que es toda una estrella del arte contemporáneo y una seductora en las distancias cortas.
El encuentro comenzó a labrarse un año antes, durante la cena de inauguración de una exposición en Nueva York del artista Anish Kapoor. Allí me presentaron a Marina, que compartía mesa con el escritor Salman Rushdie entre otros amigos de Kapoor, y le pedí una entrevista para Cambio16. Ella aceptó encantada, me facilitó su tarjeta y me dio las gracias por haber hecho caso a su camiseta. En ese momento, fue cuando miré el letrero de la prensa en la que se podía leer en inglés “No me pidas selfies, habla conmigo”. Es un lema que resume muy bien la postura de esta artista ante la avalancha tecnológica que experimenta la sociedad hoy en día.
Sin embargo, la entrevista se retrasó un año por el lanzamiento de sus memorias, que ya se han traducido a más de 15 idiomas. La cita tiene lugar finalmente en unas luminosas oficinas situadas en Varick Street, una de las calles que separa los barrios neoyorkinos del Soho y Tribeca. Nada que ver con el clásico estudio de artista con el suelo lleno de restos de pigmentos, cuadros colgados en la pared y cubos de pintura por todas partes. Se trata de unas estancias que serían más propias de una empresa de nuevas tecnologías con gente joven pero sobradamente preparada. Y es que el trabajo de Marina tiene lugar en su propio cuerpo.
“Cuando empecé, toda la prensa me criticaba porque lo que yo hacía no lo consideraban una forma de arte. Tenía la sensación de que todo estaba contra mí pero tenía amigos que me querían. Cuando tuve éxito, esos amigos se pusieron celosos y se convirtieron en enemigos. Por eso dediqué el libro tanto a mis amigos como a mis enemigos porque todos han formado parte de mi vida”, sostiene cuando se le pregunta sobre la curiosa dedicatoria con la que empieza la obra: “A mis amigos y a mis enemigos”.
Y es que ella no es de las que rehúye ningún tema por polémico que sea. En su libro pueden encontrarse datos tan curiosos como que con 14 años invitó a un amigo del colegio a su casa a jugar a la ruleta rusa con una pistola de sus padres (partisanos yugoslavos que lucharon contra los nazis junto al mariscal Tito), que su padre solo tenía un testículo por las heridas de la guerra o que cuando conoció a Ulay (quien sería su pareja artística) estuvo con él diez días en la cama.
Con estos datos uno no se extraña de que su primera performance denominada Rhythm 0 y que tuvo lugar en una galería de Nápoles en 1975 consistiera en que ella permanecía de pie sin hablar vestida con unos pantalones y una camiseta negra detrás de una mesa con 72 objetos entre los que había un martillo, un tenedor, una botella de perfume, un hacha, unas tijeras, un bolígrafo, un pintalabios o una pistola. Las instrucciones que encontraban los visitantes a la entrada de la sala eran muy claras: “Hay 72 objetos en la mesa y uno puede usarlo sobre mí como desee. Yo soy el objeto. Durante este periodo yo asumo toda la responsabilidad. Duración: 6 horas”.
Durante las primeras tres horas pasaron pocas cosas pero, de repente, empezaron a precipitarse los acontecimientos: un hombre cortó la camiseta con las tijeras y se la arrancó, otros la cogieron y la tumbaron sobre la mesa y clavaron un cuchillo sobre la madera cerca de su entrepierna, unos le tiraron un vaso de agua sobre la cabeza, otro hombre le cortó el cuello con un cuchillo y le chupó la sangre (“aún tengo la cicatriz”, reconoce) y, finalmente, un personaje bajito y siniestro cogió la pistola, la cargó con una bala, se la puso en la mano derecha de Marina, apuntó a su cuello y cargó el gatillo.
En ese momento, otro miembro del público intervino y tuvo un altercado con el hombre siniestro que abandonó la galería. Al final, llegó la galerista y le dijo que ya habían pasado las seis horas y la performance había acabado. En ese momento Marina comenzó a moverse y se dio cuenta de que tenía un aspecto lamentable porque estaba medio desnuda, con el pelo mojado y sangrando. “Con esta interpretación pude comprobar que la gente es capaz de matarte si les das los instrumentos para ello”, reconoce ahora más de 40 años después. “Puedes provocar lo mejor o lo peor del ser humano”. Y es que para Marina “la esencia de la performance es que la audiencia y el artista hacen la obra de forma conjunta”.
El fenómeno llegó a su máxima expresión con una de sus más recientes intervenciones y es la que posiblemente le ha dado una mayor visibilidad. Se trata de su exposición en el MOMA de Nueva York titulada The artist is present (“La artista esté presente”), que tuvo lugar en 2010 y que contó con 750.000 visitantes. Ante la pregunta de si esperaba semejante éxito, Marina es muy clara: “Yo no pensaba en el éxito, solo lo hacía en el desafío que era hacerlo. Para mí era una oportunidad para mostrar el poder transformador del arte de la performance. Fue extremadamente difícil”.
Del desconocimiento al estrellato
La dificultad residía en que Marina tenía que permanecer durante ocho horas al día a lo largo de tres meses (incluidos los domingos) sentada en el atrio del museo en una silla sin moverse (lo que incluía no comer, ni beber, ni ir al baño) frente a una mesa en la que en el otro lado había otra silla que ocupaban los visitantes de la exposición con la única condición de que no podían tocar ni hablar con la artista.
Algunos pasaban unos pocos minutos pero otros podían estar horas, e incluso algunos volvían a hacer las largas colas que se formaron en la entrada del museo para volver a sentarse frente a la artista. Tal y como señala Marina, “me di cuenta de que la gente no tiene tiempo para nada. Fue especialmente significativo hacer esta performance en Nueva York pues se trataba de no hacer nada en la ciudad que nunca duerme. Yo me convertí en un espejo. Yo les di las herramientas para que se comunicaran con ellos mismos”.
Lo curioso del caso es que durante esos tres meses Marina estuvo aislada de todo: “De mis amigos, de los periódicos… Solo cuando acabé me di cuenta de lo que había pasado y entonces mi vida cambió dramáticamente, pasé a convertirme en una especie de propiedad pública para lo bueno y para lo malo”. Y es que se transformó en estrella mediática. “Cuando estás en el ojo público nunca se acaba. La prensa puede ensalzarte o destruirte”.
La conversación continúa sobre los nuevos proyectos que tiene entre manos, como una gran exposición retrospectiva en el Louisiana Museum de Copenhague, que se inaugurará en junio tras la feria de Basilea y cuya inauguración a buen seguro que acudirán muchos de sus amigos entre los que se encuentran personajes tan conocidos como Lou Reed, Björk, David Byrne, James Franco o Lady Gaga (con quien grabó un vídeo sobre el retiro físico y espiritual de tres días que hizo siguiendo el conocido método Abramovic en la casa de campo de la artista).
Marina muestra su preocupación por el momento que estamos viviendo. “Cuando me preguntan qué libro recomendaría a los políticos, siempre digo que una biografía de Gandhi. El problema no es Donald Trump, son los 50 millones de personas que le han votado. Él es solo un reflejo de la sociedad”. Ella siempre ha mostrado un compromiso social en su trabajo. En 1997, se alzó con el León de Oro de la Bienal de Arte de Venecia con una instalación que hacía referencia a la guerra de los Balcanes y en la que pasó cuatro días sentada sobre restos de huesos de vaca putrefactos llenos de gusanos (“al tercer día no había forma de quitarme el olor de la carne podrida”).
La esperada entrevista llega a su fin. La artista tiene una agenda agotadora propia de una estrella de cine. Me confiesa que después del día que le espera quiere ir a ver un documental que acaban de estrenar sobre David Lynch. Le digo que yo voy a la ópera a ver Aida. Ella irá la próxima semana a ver El caballero de la rosa de Strauss con la mítica soprano Renée Fleming, “quien está interesada en una colaboración conmigo en algo diferente pero no en una ópera. Estuvo en una cena en mi casa y se puso a cantar y consiguió romper una copa de cristal. Fue increíble. Es muy intensa y carismática”.
Igual de carismática y seductora que Marina, que me acompaña hasta el ascensor y me invita a su inauguración de Copenhague con una única condición: que le lleve “jamón ibérico, la mejor comida del mundo”.