No se trata de retirarnos del mundo a un monasterio budista o a una montaña sagrada. Trata más bien de retirarnos a ese lugar profundo dentro de nosotros mismos. Mirarnos al espejo exentos al miedo de lo que podamos hallar, ni de ser distraídos por el ruido y la bulla del mundo exterior. La soledad necesaria para afrontar realmente aquello que nos atemoriza de lo que puedan pensar de mí, y que impide el que finalmente se levante el vuelo creyendo de forma genuina el que vale madre lo que opinen los demás.
El altísimo valor que le otorgamos a la opinión ajena que está lejos de ser un mito, aún en tiempos de evolución cuando creemos estarnos acercando más a una elevación colectiva de la conciencia. No obstante, seguimos pensando y actuando en relación con lo que los demás aprueben o desaprueben de mí. Sus opiniones y sus críticas, que todavía tienen el poder de hacernos cuestionar muchísimas cosas, de ralentizar nuestro propio proceso evolutivo y de disminuirnos como personas.
Hasta la búsqueda del crecimiento espiritual se ve de algún modo afectada por el medio exterior. Tememos que al adquirir mayor sabiduría de comprensión, puedan mirarnos distinto y de una manera extraña. Que critiquen la evolución personal que no solo es derecho, sino deber de todo ser humano consciente. Que nos rechacen de algún modo porque ya no encajamos en el molde, ni en la percepción distorsionada de la idea o de la imagen que hasta el momento habíamos proyectado en el mundo.
Eso significa que en el camino se perderán algunas personas, quizás más de las que pudiésemos imaginarnos. Amigos, familiares y conocidos, que se alejarán del camino y que nos harán dudar una y otra vez, si en realidad estamos siéndole fiel a ese llamado a ser diferentes y que nos acerca de algún modo a una verdad que no es la misma para todo el mundo. Una verdad que vamos descubriendo en la medida que nos vamos haciendo más sabios y más independientes.
Una balanza que se mueve incesantemente de un lado para el otro y que al comienzo tiende a inclinarse hacia el peso de los viejos hábitos y las viejas costumbres. Pero sobre todo a nuestra forma de reaccionar que le es familiar a aquellos con los que hemos establecido algún vínculo cercano. Irónico el pensar, que la propia familia puede ser en casos la más crítica a la hora de situaciones como ésta y la que mayor influencia puede tener sobre nosotros. La sensación de no pertenecer más a ese patrón de comportamiento y de respuesta a los que todos están acostumbrados, a los estímulos usuales a los que solía reaccionarse en piloto automático sin cuestionarnos siquiera si continuaban generando resultados satisfactorios en el entorno.
Luego están los amigos, que por alguna razón no sanguínea, suelen ser más tolerantes a la hora de aceptar un cambio en el estilo de vida de la otra persona. Al menos que se trate precisamente de aquella amistad que solía ser cómplice de hábitos y comportamientos que ya no pueden compartirse porque uno de los dos ha decidido limitarlos o erradicarlos. Una decisión que resalta y concientiza al que no siempre está listo para abandonar ese barco, y que de alguna forma lo hace sentir inferior o menos capacitado para crecer, algo muy lejos de ser cierto cuando todos atravesamos procesos completamente distintos.
No obstante la verdadera y genuina evolución sucede en silencio y en solitud. El momento en que somos lo suficientemente fuertes y seguros de mirarnos al espejo y de gustar lo que vemos, sin importar el número de veces que repica nuestro móvil, ni la cantidad de planes que hemos dejado de hacer y que se han ido reemplazando por una felicidad que no se celebra con bombos ni platillos sujetos al tiempo y a las circunstancias. La sensación de ligereza y de plenitud que te hace prescindir de todo lo demás y que te hace sentir a gusto en la propia piel. Una sensación inexplicablemente placentera que se sostiene por sí misma y que dura por toda la eternidad.