Por: José Antonio Zaralejos
Cuando Mariano Rajoy logró acceder a la Presidencia del Gobierno en octubre de 2016 respaldado por un grupo parlamentario de 137 diputados, un acuerdo de investidura con Ciudadanos (32 escaños) y una traumática abstención del grupo socialista, la política española entró en una nueva dimensión, inédita por completo desde la primera legislatura constitucional. Nunca antes ni el PP ni el PSOE habían gobernado con tan exiguos efectivos parlamentarios.
El Gobierno popular –tras dos elecciones generales prácticamente consecutivas, otro dato inédito– tampoco respondía a un pacto de legislatura con el partido de Albert Rivera sino de mera investidura. España entró con el último Ejecutivo de Rajoy en una tesitura de precariedad política que refugió su estabilidad en la congelación de la actividad legislativa vehiculada abusivamente a través de concretos y aislados decretos leyes.
Los Presupuestos de 2017 y 2018 los obtuvieron los conservadores con apoyos cobrados a precio de oro por los partidos canarios y el PNV y la aprobación de ambas leyes financieras resultaron los contrafuertes de una duodécima legislatura signada por las convulsiones de dos crisis, una moral (la corrupción) y otra política-institucional y constitucional (Cataluña).
El quietismo de Mariano Rajoy en ambos frentes, dejando que las sentencias condenatorias a cargos del partido se sucedieran sin ofrecer una respuesta cívica convincente y apostando por que el tiempo hiciera una labor de putrefacción de la crisis catalana, terminaron por tumbarle.
La operación de Sánchez
Ocurrió en el pasado mes de mayo y junio, en otra operación por completo inédita en la democracia española: Pedro Sánchez, renacido secretario general del PSOE, reaccionó de manera fulminante tras conocerse la sentencia de la primera pieza del caso Correa en la que el PP era condenado civilmente a “título lucrativo” y en la que se ponía en cuestión la verosimilitud de la declaración testifical del presidente del Gobierno, y registró la primera moción de censura de las tres promovidas en la historia de nuestra democracia que terminó por prosperar el 1 de junio pasado.
Rajoy fue desalojado de la Moncloa por un socialismo en horas muy bajas, con un grupo parlamentario de solo 84 diputados. Sánchez acertó a plantear un desbloqueo político al cerrojazo de Rajoy que había agotado ya todas las paciencias, incluidas las de buena parte de sus electores y militantes, como se demostró en el mes de julio en el 19º congreso extraordinario del PP que eligió a Pablo Casado como presidente nacional de la organización en detrimento de la candidatura de su exvicepresidenta plenipotenciaria Soraya Sáenz de Santamaría.
El secretario general del PSOE, sin que consten acuerdos cerrados con ningún grupo parlamentario, aunque sí conversaciones más o menos formales, logró que Podemos, el PNV y Bildu y los 17 escaños de los dos partidos independentistas catalanes secundarán la moción de censura, convirtiéndose en el primer presidente que accede a esa magistratura por un procedimiento excepcional.
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Rectificación copernicana
Las expectativas que suscitó la presidencia de Pedro Sánchez fueron en junio proporcionales a las aversiones que llegó a despertar Mariano Rajoy. La clave de bóveda de la nueva política del secretario general del PSOE consistió en la garantía de unas elecciones generales “cuanto antes”, tras un tiempo de razonable estabilización de la situación política.
Esa intención de convocar a las urnas de forma rápida respondía a circunstancias evidentes: el reducido grupo parlamentario socialista (84 escaños), la imposibilidad de acuerdos estables con los socios que secundaron la moción de censura (especialmente los partidos secesionistas catalanes), la capacidad de bloqueo del PP en el Senado del techo de gasto que enervaba la posibilidad de elaboración de presupuestos expansivos y la excepcionalidad del procedimiento de acceso de Sánchez a la Presidencia del Gobierno.
Sin embargo, después de formar un equipo gubernamental de amplio espectro, con más mujeres que hombres y nuevos ministerios, el presidente anunció en su primera entrevista en RTVE el pasado 18 de junio que su propósito era el de agotar la legislatura. Rectificación copernicana que causó revuelo junto a otras no menores: no se publicaría la lista de los amnistiados fiscales como se había prometido; no sería posible alterar lo sustancial de la reforma laboral y tampoco parecía viable acometer un nuevo sistema de financiación autonómica. Los números parlamentarios no daban para alcanzar esos objetivos, con lo cual el radio de acción del Gobierno se acortó en los primeros compases de su gestión.
El «Gobierno bonito»
Sánchez, no obstante, apostó por la audacia y sustituyó su impotencia parlamentaria por medidas de arrojo político con capacidad de seducción a su propio electorado y a los más próximos (Podemos y, en menor medida, Ciudadanos). Desde la Moncloa se implementó una nueva política con Cataluña, que manifestó toda su expresividad en la reunión de Sánchez con Torra el pasado 9 de julio; se lanzó el órdago de la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos, una aspiración simbólica pendiente desde que se aprobara la Ley de Memoria Histórica, que el Gobierno quiere reformar mediante un polémico decreto ley aprobado el pasado 24 de agosto y, sobre todo, Sánchez dio un giro a la política migratoria con una decisión impactante: el acogimiento en Valencia del buque Aquarius con más de 600 personas a bordo, abandonadas a su suerte en aguas del Mediterráneo, una medida opuesta a la devolución a Marruecos en agosto de 116 inmigrantes apelando a un viejo acuerdo bilateral de 1992.
Una decisión que ha puesto en tela de juicio la consistencia de la nueva política inmigratoria del Ejecutivo del PSOE. Aunque algunas de estas medidas no fueron recogidas en el trabajo de campo del barómetro del CIS del mes de agosto, el PSOE repuntó en el sondeo hasta el 29,9% en estimación de voto, dejando a mucha distancia a PP y Ciudadanos (ambos con el 20,4%) y a Podemos (15,6%). Toda la operación “moción de censura” y la formación del Gobierno (llamado “el gobierno bonito”), así como las primeras medidas del Ejecutivo, habían logrado todos sus objetivos en términos de aceptación, popularidad y reputación, absorbiendo, incluso, el fallido nombramiento de Màxim Huertas como fugacísimo ministro de Cultura que tuvo que dimitir por anteriores conductas irregulares en sus declaraciones fiscales.
Las dos derechas
Pero el fulminante éxito del Sánchez y del PSOE se ha visto favorecido también por un contexto general en el que el resto de partidos políticos se sumían en crisis de distinto calibre y hondura. El Partido Popular tuvo que sustituir a un Rajoy que abandonó la organización con una enorme presteza y sin propósito explícito de influencia. Lo hizo ensayando por primera vez a nivel nacional un sistema sui géneris de primarias que arrancaron con la oficialización de una sospecha: el censo de afiliados del PP estaba hinchado. Tanto lo estaba que de los supuestos 869.000 militantes, solo se inscribieron y votaron 58.000.
Este reajuste fue para la derecha española un baño de realidad después del impacto de la expulsión del poder de Rajoy. Y aunque las expectativas suscitadas por Pablo Casado parecen positivas (cierta recuperación electoral), el nuevo dirigente debe superar (o no) un posible proceso penal por la obtención supuestamente irregular de un máster en derecho autonómico en la Universidad Rey Juan Carlos, integrar (o no) al sector del partido que se ha quedado al margen de los órganos de dirección –el que encabeza la exvicepresidenta– y encarar con éxito la primera confrontación electoral que podría ser este mismo otoño en Andalucía.
El discurso de Casado, más anclado en las tesis conservadoras tradicionales, parece que dejaría más espacio en el centro para el propio PSOE y para Ciudadanos. Está por ver. Como lo está la manera en la que el partido de Albert Rivera se recompone después de quedar descolocado con la moción de censura (votó en contra). El partido naranja pretendió la caída, sí, de Rajoy, pero no el abandono del PP del Gobierno.
La estrategia sansonita del expresidente gallego (me voy yo y nos vamos todos) desconcertó a los dirigentes liberales que contaban con ser la pieza clave de la segunda fase de la legislatura (2018-2020). El espacio de Ciudadanos es de difícil delimitación: de una parte, debe singularizarse con el PSOE de Sánchez y de otra, tiene que hacer lo propio con el discurso del PP, demostrando que no hay “dos derechas” sino un partido conservador y otro liberal.
Hasta el momento, Rivera está tentando la fórmula adecuada para establecer el perímetro de su acción política, pero no ha terminado por encontrar los mimbres de una oferta alternativa a los populares y los socialistas. Y por fin, Podemos. Tras el fiasco del “chalet de Galapagar”, que puso en la picota la coherencia de Pablo Iglesias e Irene Montero, la desaparición pública de ambos por el nacimiento precoz de sus hijos, entregados a su cuidado, y las tensiones internas de carácter centrífugo en la organización, son todas circunstancias que han deparado una caída casi en picado en los sondeos preelectorales, que relegan a los populistas a cuarta fuerza política en una horquilla de estimación de voto de entre el 15% y el 17%.
Coalición de rechazo
Este contexto de crisis y readaptación en los demás partidos ha favorecido objetivamente al PSOE de Sánchez. Pero el contexto es siempre coyuntural y tiende a mutar hacia el reforzamiento de los partidos en la oposición, sobre todo cuando el Gobierno, como es el caso, presenta ostensibles dificultades parlamentarias y omisiones de socorro por parte de los que en su momento le otorgaron su confianza.
Sánchez ha pasado de la fase ascendente de la curva a otra que comienza a ser descendente. Y lo será mucho más a medida que trascurra el tiempo. El calendario no le favorece. Y prácticamente todos los asuntos que tiene planteados a modo de programa gubernamental para ejecutar en los próximos meses se han problematizado hasta hacer regresar a la política española al punto mismo en la que la dejó Mariano Rajoy: extraordinaria precariedad.
La pescadilla vuelve a morderse la cola. Es decir, regresa la congelación legislativa que el Gobierno palia con un abuso de decretos leyes. El Gobierno no parece ser consciente –o, si lo es, se resiste a ser consecuente con la correlación parlamentaria de fuerzas– de que se sostiene inestablemente sobre lo que el historiador Santos Juliá denominó una “coalición de rechazo”.
O en otras palabras, en una conjunción de fuerzas parlamentarias aglutinadas por el rechazo a Rajoy y al PP, pero no por la adhesión programática a Pedro Sánchez. Una vez expulsado el censurado, el nuevo jefe del Gobierno debe entrar en la transacción concreta que no urdió antes de la moción de censura. Y no lo está consiguiendo. El fracaso en la aprobación de la senda de déficit pese a que el Ejecutivo había logrado de Bruselas una flexibilización de cinco décimas (del 1,3% al 1,8%) con la consiguiente posibilidad de expansión de gasto, delató que los socios de junio no lo eran en julio salvo que mediasen concesiones que, en algunos casos, resultaban exorbitantes.
Hay voces en el Consejo de Ministros que abogan por convocar elecciones si en la segunda votación del techo de gasto el Gobierno vuelve a fracasar. Y aunque no lo hiciera, la capacidad de bloqueo que en este punto concede la Ley de Estabilidad Presupuestaria al Senado (que el grupo socialista en el Congreso quiere modificar mediante una proposición de ley urgente y en lectura única) hace altamente improbable que puedan darse las condiciones necesarias para elaborar un nuevo Presupuesto en 2018 de tal manera que Sánchez, si quiere continuar la legislatura, deberá prorrogar el actual aprobado por el gobierno del PP.
Insurrección catalana
La situación en Cataluña se ha distendido solo aparentemente. Los esfuerzos de Sánchez han logrado que, desde la Moncloa, se relativice la importancia de los gestos y los discursos independentistas, pero no que se haya abierto en el horizonte un claro que permita suponer alguna fórmula de solución a un conflicto constitucional que tiene raíces profundas. Este mes de septiembre, el próximo octubre y cuando se produzcan las vistas orales de las causas penales contra los procesados por distintos delitos (sedición, rebelión, malversación) presuntamente perpetrados en el proceso soberanista, la crisis catalana alcanzará su punto álgido en el que no pueden descartarse unas elecciones anticipadas.
El empuje insurreccional del secesionismo catalán es un crescendo constante –aunque, de momento, verbal– que busca lo que se ha denominado “otro momento” para hacer “efectiva la república”. La destrucción del PDeCAT, con la caída de la “moderada” Marta Pascal, la creación de la Crida de Puigdemont, la falta de resolución de ERC en imponer criterios de mayor pragmatismo y el arbitraje siempre radical de la CUP, no ofrece al presidente del Gobierno un espacio suficiente para que sus propuestas de restablecimiento del diálogo y la implementación de medidas concertadas logren prosperar. De ahí que Cataluña se esté moviendo entre la pared de un Ejecutivo como el de Sánchez, provisto de paciencia y voluntarismo, y la espada de una nueva aplicación del 155 si los independentistas reiteran en esta “segunda temporada” lo que trataron de conseguir, fracasando, en la primera.
Los compromisos olvidados
En este escenario tan complejo, con algunos indicadores económicos que adelantan una clara reducción del crecimiento de nuestro PIB (del 3,1% de 2017 al 2,8% este año y al 2,2% en 2019) y la ralentización de la creación de empleo y en un contexto europeo en el que los populismos de los países del Este (Hungría, Chequia, Polonia) y en Italia requieren réplicas de contrafuertes democráticos muy solventes, España regresa, tras un trimestre de cambios fulminantes e imprevistos, a una precariedad política casi simétrica a la que existía antes de la moción de censura con el Gobierno del PP.
La opción de Sánchez parece que es la de resistir. Esa era también la de Rajoy. Ambos son distintos y están, en todo, distantes, pero la aritmética parlamentaria y la naturaleza de los problemas no ha cambiado sustancialmente. El país ha superado el bipartidismo y los gobiernos futuros, antes pronto que tarde, tendrán que atenerse a una renovación de los usos democráticos de la transición e ir a fórmulas de coalición. Hasta tanto llegue ese momento, salimos de la precariedad para regresar a ella. Y en ella seguimos porque el “cuanto antes” (elecciones) de Sánchez ha quedado en el inventario de los compromisos olvidados.
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— Cambio 16 (@Cambio16) August 31, 2018
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