Hay una frase de origen alemán, utilizada por Leszek Kolakowski, historiador y filósofo polaco, tomada de un ensayo sobre la envidia que dice: La envidia es una pasión en pos de todo lo que causa sufrimiento (Eifersucht ist Leidenschaft, die mit Eifer sucht was Leiden shafft). En consecuencia, si por algo son infelices los envidiosos es por su propia culpa.
Nuestra personalidad está compuesta, en primer término, de vidas sucesivas, avatares y conjugaciones de sinos; somos una antigua e infinita cadena de emociones, de alegrías y dolores, de complacencias y desprecios, de fortunas y desgracias, de fiestas y funerales, de cruces que acunan y adioses que empezaron con la aurora de la humanidad.
Hijos del cristianismo
Pertenecemos a la civilización cristiana que, fundada en dos tablas de preceptos religiosos y morales escritos y entregados por Dios a Moisés en el monte Sinaí, representan la primera constitución que rige el comportamiento de los seres humanos desde principios de esta era, antes de que fuera egipcia y después grecorromana. Los cristianos pusieron orden, crearon un sistema moral y establecieron límites temporales a las desmesuras de hombres y mujeres.
Diez mandamientos, para los que no los asimilaron en casa y después en la escuela: 1) Amarás a Dios por sobre todas las cosas. 2) No tomarás el nombre de Dios en vano. 3) Santificarás las fiestas. 4) Honrarás a tu padre y a tu madre. 5) No matarás. 6) No cometerás actos impropios, como el adulterio. 7) No robarás. 8) No darás falsos testimonios ni mentiras. 9) No consentirás pensamientos y deseos impropios, como desear la mujer del prójimo. 10) No codiciarás los bienes ajenos.
Siete pecados capitales serían establecidos en la tradición eclesiástica: la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la envidia, la gula y la pereza. Los primeros son muy individuales y fáciles de disimular; por su lado la gula y la pereza, para Kolakowski, son perdonables, la primera da risa y la segunda puede ser ignorada, mientras que la envidia es la que más daños, crímenes, desgracias y guerras ha ocasionado. Vamos a intentar hablar con propiedad sobre ella.
Las huellas que traemos
No es el ser humano cuando nace lo que es; antes ha sido concebido en culturas antiguas diferentes, pero, especialmente en la mañana, en la tarde, en la noche o en algún desliz de estos espacios que atemperan la condición humana de quien se anuncia en la etapa germinal del amor: en la luna de miel o llena, en cualquier momento excitante, de esos que desanudan los cuerpos y los ropajes del alma, de mutuo acuerdo, doliente uno de los dos, amordazados solos por la pasión o el instinto, alterados por los celos o por los arrebatos momentáneos de locura, ciego, sordo y mudo hecho de pura carne, aparece el humano para ir al colegio. Y allí va un buen porcentaje de lo que somos, entre el 20 y el 50%, según los genetistas.
Las afirmaciones anteriores solo tienen un propósito: sugerir una de las hipótesis que he sostenido toda mi vida: la criatura que se crea en un acto supuestamente amoroso, tendrá la fibra emocional, la seguridad, la belleza, la propensión a la felicidad y el espíritu condicionado por la calidad de la relación en que fue concebido.
Saltando a la vida en familia, recibirá el complemento, las adiciones y los suplementos que le faltaron; si es recibido con honores, superará las dudas y accidentes emocionales producidos durante la concepción. Si es, por el contrario, hija o hijo del martirio de un hogar disfuncional, la más alta probabilidad es que perdamos para siempre a ese ser humano o quede en el limbo, entre el bien y el mal, por lo menos en esta primera fase antes de entrar al colegio.
La búsqueda de quienes somos
Lo primero que estamos obligados a entender es que la envidia no es espontánea y no nace de manera natural; eso es falso: es fruto de carencias que vienen de antes y de otras que se van sembrando en el alma desde que tenemos uso de razón y recibimos amor y protección o maltratos e indiferencia. Allí se va abriendo un nicho donde guardamos todas las carencias que vamos a querer de otro y de los otros o todo el arsenal con el que vamos a aprender a defendernos de nosotros y de los otros.
Nunca aprenderemos a mirarnos con orgullo, sino a vernos defectuosos e incompletos por la ausencia o la carencia de lo que alguien, cualquiera, tiene de nosotros, porque no supimos dárnoslo o cubrirlo con el acervo de nuestra propia inteligencia y espíritu; y si no lo podemos tener como virtud o materia, intentamos ubicar y reconocer la razón de por qué para compensar ese déficit con otros donde tengamos mayores ventajas comparativas, que sean fortalezas absolutamente nuestras.
Si no te curan en casa cuando llegas las cosas empiezan mal. Los tuyos, los que vienen contigo de atrás, tendrán que poner mucha más humanidad para que tu comienzo sea por lo menos competitivo. Si no, en la partida del individuo en contacto con su entorno, comenzarás rezagado, pero por igual con muchas posibilidades o esperanzas de ser un gran guerrero o una dama muy inteligente e invencible.
Lo primero que debe aprender un ser humano en esta primera fase de la existencia, sin la cual la vida y todo esfuerzo carecerá de sentido, es llegar lo más rápido posible a saber quién eres, de qué pasta estás hecho, cuáles son tus inclinaciones primarias, tus gustos, tus vocaciones. Las primeras veleidades hacia los juegos, el sexo opuesto, la ropa, lo desconocido, los miedos, los sueños.
Para ello la curiosidad es elemental, la temeridad indispensable, la liberación del pecado y la culpa esenciales. Y debes estar preparado para llevarte muchas sorpresas que te van a sacudir, pues descubrirás que no son las reacciones inherentes a tus comportamientos esperados, sino la negación de algunos de ellos.
La fase decisiva de formación, la adolescencia o la etapa de Narciso
La adolescencia para mí siempre fue la edad más competitiva, la de los sutiles arrebatos y los enamoramientos furtivos, entre los 16 y los 19 años, y en los que se da la guerra hermosa de todos contra todos. Es difícil, muy difícil, encontrar, salvo que esté marcado por algún daño moral muy severo, jóvenes de esta edad que no sean conflictivos y a la vez sublimes.
Seguros, insolentes, arrogantes, el signo más evidente de esa altivez será que busquen diferenciarse de sus padres. El camino de niños a hombres y mujeres estará lleno de grandes descubrimientos, que cada quien tendrá en su propio mundo y disfrutará o sufrirá a su manera. La envidia cosechada está ahí latente, pero como el mundo es ancho y ajeno para todos, pasa inadvertida por un tiempo.
Es una de las etapas más solidarias y fraternas de la existencia, donde el que no tiene mucho comparte con el que tiene de sobra: las mujeres con atributos físicos con las que no, la ropa parece ser única entre varones y hembras, resulta perfectamente intercambiable, para ser después devuelta. Es un mundo y unos años realmente muy gratos, felices y dichosos, para disfrutar antes de despedirnos de la protección paterna y entrar a la adultez, etapa en las que unos irán al espacio del universo competitivo de la educación superior, otros directamente a trabajar y otros, lamentablemente, saldrán del sistema.
La envidia florece cuando se inicia la verdadera competencia
No es que la envidia haya estado ausente todo este tiempo, antes de llegar a la adultez. No. Viene de atrás, desde que aparecemos en uno de los millones de hogares del mundo, y después en la escuela y en la secundaria. El problema es que en la fase del desarrollo humano, el ser mientras se educa, la inteligencia, la meditación y la introspección pueden combatirla, para atemperarla o exorcizarla.
El asunto es que cuando se llega a una etapa determinada del desarrollo, la envidia ha hecho metástasis y se ha transformado también en crueldad: Que nadie duerma tranquilo / mientras yo dormir no puedo. Aún puede combatirse individualmente así parezca utopía; la limitante es que los individuos enfermos de ella buscan refugio en una doctrina donde, como un mal de la personalidad, encuentra alimento y reconocimiento bajo el manto de nobles fines colectivos.
La envidia inspirada en el bien que se afianza en las virtudes, los méritos, los logros y las fortalezas de las otras personas para inspirarse e imitarlas, es la buena
La emoción de la envidia tiene dos vertientes, según Kolakowski, específicamente humanas, en lugar de ser propias de los animales en general. Una de ellas se expresa en la oración: ‘‘Yo quiero tener lo mismo que tiene aquel’’, aspiración muy propia de la inocente infancia, solo perdonable en los niños y en los adultos con deseos legítimos de superación. La otra en cambio: ‘‘Yo no quiero que aquel tenga más que yo’’, es una frase inspirada en el egoísmo y la mezquindad.
Ambas se presentan, según Kolakowski, de manera conjunta e inseparable. Los animales luchan por el acceso a distintos bienes, pero lo hacen bajo el influjo de las carencias de alimentos o de sexo. Dos osos pueden pelear por un pez recién capturado; sin embargo, es de suponer que cuando un oso se sienta satisfecho, ni siquiera se le ocurrirá arrebatarles un pez a otros osos con el único fin de que aquellos no se sientan plenamente satisfechos y no puedan saciar su hambre.
La envidia no se agota
Algo diferente sucede con el ser humano. Las necesidades humanas no tienen límites fisiológicamente definidos y observamos sobre todo a los elegidos por el destino o por el azar, que nunca tienen nada en cantidad suficiente: ni dinero, ni éxito, ni fama, ni poder. Gracias a esta capacidad para el irrestricto crecimiento de las necesidades, la gente podría resultar igual de creativa, infeliz o malsana.
No hay nada más alejado de la bondad, la generosidad, la verdad y la belleza que el morbo de la envidia enquistado en el poder, hecho ideología dominante, impuesto por la fuerza y la suma de creencias que traen quienes gobiernan en Venezuela –desde antes de ver la luz y después de las humillaciones vividas en su fase de formación.
Ellos saben que en condiciones normales ninguno sería competitivo ni en el plano militar, menos aún en el civil. Por eso, los más emblemáticos y calificados, con el mejor promedio de la Academia Militar de Venezuela en toda su historia, están en prisión y sin esperanza.
Envidia buena y envidia mala
Hay quienes sostienen que existen dos clases de envidia: la inspirada en el bien que se afianza en las virtudes, los méritos, los logros y las fortalezas de las otras personas para inspirarse e imitarlas, esa es la buena.
La otra, la negativa, la malsana, la que corroe el alma y no deja de tener su motivación en alcanzar el bienestar, el dinero, el poder y el conocimiento de los otros, pero deseándoles el mal e intentando dañarlos para tenerlos a cualquier precio, es la maligna, la anticristiana.
Si algo debo a la fe cristiana, aun no siendo un practicante, son esos valores que me impartieron en la casa y después en la escuela: amar a Dios sobre todas las cosas, no matarás, no codiciarás lo ajeno, no mentirás. Fueron premisas elementales de mis convicciones ciudadanas y son una de las bases de la fuerza moral que siempre me ha sostenido espiritualmente, en los buenos momentos de mi vida familiar y en los muy delicados también, junto a mis creencias politeístas de la raza wayúu.
Da la impresión de que en estos tiempos del triunfo de las imágenes sobre la verdad, de los artefactos electrónicos que producen tanta información como basura, de la IA sobre el desarrollo humano, del libre mercado del cuerpo humano y sus partes íntimas, de la crisis de la narrativa, de la aparición de dictadores galanes y superhéroes, donde las constituciones son usadas como papel higiénico y, en fin, del imperio de la estupidez sobre la reflexión y el conocimiento, pareciera una decadencia hablar de una lucha entre el bien y el mal en el caso venezolano.
Pues no, señor. Ese es el único lenguaje, la única terminología que puede expresarle al mundo tanta insolencia y tanta barbarie contra un pueblo sometido, ultrajado y sodomizado sarcásticamente por unos hombres amparados en un uniforme y unas armas que le fueron entregadas para protegerlo, no para escarmentarlo por el hambre y la desidia y que lo obligan a humillarse y a marchar en éxodo por todos los caminos del mundo.
A la lucha que se libra hoy en Venezuela, no puede dársele otra denominación que esa que con tanta gallardía se le da, y que honra la condición humana y cristiana: una lucha entre el bien y el mal, para derrotar un liderazgo muy mediocre, primitivo y resentido, alimentado por el hambre pantagruélica de la envidia anticristiana.