Especialmente fuera de Venezuela, hay una imagen del poder de Maduro totalmente distorsionada. Se presenta a Maduro como dueño del control absoluto del país. Esa imagen está presente no solo de forma explícita, también de forma implícita. En reportajes, artículos académicos, ensayos y análisis que hacen expertos venezolanos y de otros países, se asume esa idea predominante.
La visión de que Maduro es el jefe absoluto de una cadena de mando que le permite mantener un dominio pleno sobre la totalidad del territorio, sobre las instituciones sin excepción, sobre cada uno de los habitantes y sobre los hechos que ocurren en el espacio público. Un sujeto omnipotente que decide sobre las vidas de 30 millones de personas.
Tan simplona suposición anima a muchos a pensar –no solo en la oposición democrática, también en algunos reductos prorrégimen– que bastaría con sacar a Maduro del poder para que hubiese un giro significativo en el rumbo al abismo que hoy lleva Venezuela.
Quiero insistir en que la imagen simplificada sobre la estructura del poder que aplasta a los venezolanos genera igualmente planteamientos y estrategias políticas simplificadoras e ilusas.
Cualquier venezolano, donde quiera que se encuentre, y sea cual sea su condición, tiene en su transcurrir diario otra perspectiva: debe lidiar con una red de poderes específicos y localizados, que lo someten a sus propios intereses.
Un productor de quesos del estado Apure, por ejemplo, que carga en un lanchón unos 200 kilos de queso blanco, y se enrumba hacia Ciudad Bolívar, llega a su destino con aproximadamente la mitad de su carga: en el camino ha sido detenido por 6 o 7 alcabalas militares, en las que se le exige entregar varios kilos del alimento como “precio” para continuar su camino.
Un productor de papa de la zona alta del estado Trujillo, luego de pagar sobornos por obtener unos galones de diésel, ordena en un camión alrededor de 300 sacos de su cosecha. Cuando llega al mercado de Barquisimeto, apenas tiene 40% de los sacos con los que arrancó: si se hubiese negado a pagar la vacuna, lo más probable, tal como ha ocurrido con otros productores, es que le hubiesen detenido y metido a una cárcel y le hubiesen robado la carga completa y el camión.
Un importador de mercancías, las que sean, bienes terminados de primera necesidad, materias primas para uso industrial, piezas, repuestos y kits para ensamblar, debe pagar extorsiones y comisiones en puertos, aeropuertos, alcabalas y en los propios depósitos.
Lo mismo ocurre con cualquier comerciante. Vive en un sistema de coacciones y amenazas que lo obligan a regalar mercancías y dinero a militares, milicianos, activistas del PSUV, fiscales de algunas instituciones creadas para extorsionar bajo la amenaza de que podría ser acusado de cualquier falta o delito, enviado a prisión y juzgado.
Se extorsiona a los parientes de cualquier fallecido en los cementerios municipales de todo el país; a los enfermos que acuden a los hospitales públicos en busca de ayuda para atender a sus padecimientos; a las personas en situación de pobreza que dependen de una bolsa de alimentos CLAP para mal alimentarse; a los conductores que trasladan mudanzas, alimentos o bienes de cualquier tipo; a los pensionados que esperan por alguna respuesta del IVSS; a los empresarios que luchan por mantener sus empresas funcionando, mientras varias mafias se dedican a importarlo todo desde Turquía; a los familiares de los presos políticos y de los presos comunes; a los pescadores, a los agricultores, a los hoteleros, a los ganaderos, a los pequeños industriales, a cualquier persona que necesite hacer una diligencia ante las entidades del Estado: obtener la cédula de identidad, un pasaporte o lo que sea.
Lo he repetido en estos artículos y vuelvo a insistir: Venezuela es un territorio repartido entre mafias dedicadas a exprimir y someter a personas, familias, comunidades y agrupaciones de cualquier tipo. Estas mafias, armadas o no, no solo gozan de total impunidad, sino también de autonomía. Son las mafias con las que los venezolanos tropiezan y deben afrontar cada día, sin pausa ni descanso. Operan por su cuenta y, en lo esencial, para su beneficio. No rinden cuentas y, en la mayoría de los casos, no reparten sus beneficios.
Y esa justamente la especificidad del doble modelo de poder venezolano: por una parte, una cúpula visible, a cargo de Maduro, dedicada de forma exclusiva a su propio afianzamiento. Para ello utiliza cinco herramientas: las fuerzas armadas; los cuerpos policiales; los grupos paramilitares –ex FARC, ELN, colectivos–; los tribunales; y los apoyos económicos, militares, empresariales y diplomáticos de sus socios rusos, chinos, cubanos, iraníes, bielorrusos, españoles, mexicanos y más. Por la otra, alrededor de 500 bandas de delincuentes, armados de distintos modos, que son los dueños materiales del terreno, que son el poder real, concreto y permanente que se ejerce sobre cada ciudadano.
Este es, en mi criterio, el boceto más próximo a la estructura específica de sometimiento que actúa en contra de la sociedad venezolana: no empieza ni termina en Maduro. Por eso hablamos de régimen.
Para lograr un cambio en Venezuela no basta con sacar a Maduro de Miraflores. Esa es solo una parte del problema. La otra cuestión, también gravísima y complejísima, son esos centenares de poderes perversamente repartida por el territorio y las instituciones venezolanas, que constituyen un tejido cuya remoción podría ser mucho más difícil de lo que, de forma superficial, muchos suponen.
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