El poder, como toda práctica humana, ha tenido momentos estelares y momentos oscuros a lo largo de la historia. Épocas en que su majestad se ha visto aquilatada con el despliegue en su ejercicio de grandes figuras, como Franklin Delano Roosevelt (1933-1945), promotor del New Deal y tiempos en que la química afrodisíaca ha desplegado sus alas para hacer sentir la pulsión erótica en seres humanos transformados en galanes por su carisma, inteligencia y potencialidades en el cargo como presidente de la primera potencia del mundo: John F. Kennedy (1961-1963).
En contraste, el poder ha tenido tiempos también de minusvalía, de decrepitud, de bajezas, de envilecimiento. Hubo emperadores malvados y viciosos como Nerón (54 d.C. al 68 d.C.) y Calígula (37 d.C. al 41 d.C.) y grandes emperadores como Adriano (117-138) y Marco Aurelio (161-180). También hubo reyes y reinas honorables y decorosos como Carlos V de Francia (1364-1380) e Isabel II del Reino Unido (1952-2022). Hubo jefes de regímenes perversos y criminales como Benito Mussolini (1922-1943) y Adolf Hitler (1933-1945) y hubo jefes de gobierno dignos y a la altura de los desafíos de la historia, como el general Charles de Gaulle (1959-1969) y Sir Winston Churchill (1940-1945 y 1951-1955).
En el caso del poder, su inspiración, consagración, usos y abusos, como en el caso del concepto de belleza y fealdad, termina siendo relativo y su valoración se ajusta a cada contexto, a diferentes pasajes de la historia y a diversas motivaciones, modas y encarnaciones del espíritu de los tiempos.
Henry Kissinger dijo alguna vez que el poder es un afrodisíaco. Lo que atrae es una idea, la expectativa que uno proyecta sobre el otro, un nuevo mundo al que podemos acceder. Y lo es, sí, –según el psicólogo Miguel Ángel Cueto–, dependiendo del signo de los tiempos, del entorno, de la pasta de la que este hecho, la química del líder y de su integridad para contrastarla cuando el público quiera probar de manera fehaciente sus expectativas sobre la imagen que tiene como un deber ser.
Pero también esa espera, esa insinuación, esa epifanía que despierta el acceso al mundo del poderoso, puede ser totalmente aniquilada y transformarse en antierótica y hasta repulsiva cuando se conoce de cerca la actuación atorrante y cruel de Rosario Murillo de Ortega, o algunas de las otras latinoamericanas que acompañan a otros dirigentes autocráticos en el ejercicio del poder.
En definitiva, dice, este experto, que se mantenga su erótica depende de la expectativa que tengamos depositada en esa persona y lo cierto o lo incierto de la figura expuesta ante la opinión pública, y el nivel de congruencia y sinceridad con la auténtica personalidad del poderoso.
Moisés Naím, en su libro El fin del poder, escribe:
El poder está cambiando de manos y en sí mismo y, como consecuencia, el mundo está cambiando como nunca antes… de grandes ejércitos disciplinados a caóticas bandas de insurgentes; de gigantescas corporaciones a ágiles emprendedores; de los palacios presidenciales a las plazas públicas. El resultado es que los líderes actuales tienen menos poder que sus antecesores, y que el potencial para que ocurran cambios radicales y repentinos es mayor que nunca.
Esas apreciaciones tienen muchos visos de verdad, pero lo más grave y lo realmente preocupante, en mi percepción, es que las ideas y los sentires que marcan y motivan la lucha por el poder se han degradado en el tiempo y muchas han sido superadas, mientras que otras se han envanecido. La gente, con el flujo de información repentino y abundante –capciosa y manipulada buena parte de ella–, dentro y fuera de Estados Unidos, ha comenzado a inquietarse y a preguntarse:
¿Por qué un demócrata como Biden y no un Republicano como Trump? En el actual contexto, ¿qué es lo realmente los diferencia en política exterior e interior, más allá de las apariencias?, ¿que uno luce un demócrata –aunque cansado–, equilibrado, y el otro un racista compulsivo y peligroso, o existen razones poderosas que realmente comprometen la democracia liberal en el mundo?
La mayoría los latinoamericanos tomamos partido por uno u otro sin conocer en el fondo las causas y sin manejar convicciones realmente razonadas de lo que cada uno expresa, solo que en ocasiones, en los forcejeos verbales entre los representantes de ambos partidos, nos rozan aletazos de misericordia declarativa en el trato a los inmigrantes. ¿Cuánto de ideológico o programático separa realmente a Demócratas y a Republicanos, o es que realmente la civilización occidental se enfrenta a una crisis de poder de grandes magnitudes?
En el caso de América Latina, ¿cuál es la verdadera razón de que los grupos de inteligencia y las elites económicas (si es que las hay) hayan perdido interés en el poder y lo dejaran en manos de cretinos, advenedizos, el lumpen de la izquierda y aventureros de nueva data? La respuesta es muy sencilla: la elite dirigente del mundo, y la latinoamericana sobre todo, no tiene ni los ingredientes ni el compendio de ideas para enfrentar esas que Naím en su libro enunció y que, en mi caso, complemento como las tres grandes revoluciones de nuestro tiempo:
La revolución del más, expresión de la sociedad del bienestar y la abundancia, por un lado; y por el otro, el crecimiento exponencial de la pobreza y el deterioro progresivo del ambiente y la calidad de vida de las inmensas mayorías del planeta.
La revolución de la movilidad a la que le ha abierto paso la globalización e Internet, que le permite a la clase media tener como mercado laboral el mundo, a los pobres seguir cultivando en su mayoría infructuosamente el sueño americano y a los ilícitos crear un mercado paralelo al capitalismo que a futuro será una verdadera amenaza.
Y en tercer lugar, la revolución de la mentalidad, que gracias a la revolución tecnológica digital ha hecho millones de artistas, pensadores y científicos sin costo alguno, ahora empoderados con la falsa ilusión de que su opinión también tiene peso en el desarrollo de las políticas públicas, que todos pueden ser millonarios y que cada quien puede ser famoso, exitoso e inteligente, como dice Carol G, la sex-symbol y reina del reguetón.
Si a esto le sumamos la aparición de pandemias, que seguirán apareciendo, la inercia de los gobiernos para dar respuestas oportunas y la beligerancia guerrerista de algunas de las grandes potencias, el futuro de la humanidad no luce nada alentador.
No hay un solo dirigente europeo, americano, iberoamericano, asiático que abarque en su discurso la inquietud ciudadana que recorre al mundo y que pide a gritos respuestas para toda la gama de problemas que se han generado a partir de la sacudida de las instituciones que han provocado esos tres grandes movimientos sociales y avances tecnológicos. Nacieron con ellos otros problemas, otros enfoques, otras necesidades y otro modo de hacer las cosas y de relacionar y relacionarse.
El auditorio, la gente, los ciudadanos falsamente empoderados, hace rato que superaron a los facilitadores. Hay que empezar a legislar sobre las redes: tentaciones, limites y extensiones. Debe de haber en gestación otro modelo de educación, que incluya el manejo de redes, sus regulaciones y en el que el tratamiento, preservación, protección y atención al medioambiente sea tan prioritario como el derecho a la vida.
El emprendimiento en la economía será prioritario y debe abordarse sobre la base de la asesoría técnica especializada y el soporte de un sólido sistema financiero. La protección, deberes y derechos de esa nueva clase social llamada migrantes por el mundo deben ser garantizados, mediante el respeto a su dignidad y la asistencia organizada, temporal y mancomunada de los gobiernos mientras se buscan soluciones definitivas. Los regímenes que auspician y causan migraciones forzadas deberán ser tratados como gobiernos forajidos, enemigos de la libertad y la vida.
Deben crearse acuerdos en la comunidad internacional para reforzar la democracia liberal y la creación de controles y mecanismos para aplicar una normativa que bloquee e impida con procedimientos de ley el acceso de sus enemigos a la representación, que se empoderan con sus virtudes para minar sus instituciones y sembrar el caos.
Los síntomas más emblemáticos del poder en el mundo son de visible degradación; de debilitamiento de la instituciones democráticas; de presencia de la mediocridad en los cargos de representación; de pérdida de solemnidad por quienes lo detentan; de auge del autoritarismo; de la política como espectáculo; de incremento de la violencia sin sentido; de resurgimientos de viejas querellas humanas entre clases, ahora transformadas en forma de vendettas; de desprecio a la vida y especialmente de apertura a un inmenso campo de ilícitos donde conviven todos los delitos y delincuentes civiles y militares, ahora potenciados con el uso indiscriminado de las redes y el supuesto multilateralismo.
Hay una frase en la historia, de uno de los grandes genios de la literatura del siglo XIX, Víctor Hugo, autor de Los Miserables, que a mi parecer es una de las que mejor retrata nuestro tiempo:
La aceptación de la opresión por parte del oprimido acaba por ser complicidad; la cobardía, consentimiento; existe solidaridad y participación vergonzosa entre el gobierno que hace el mal y la sociedad que lo tolera… No hay más que un poder: la conciencia al servicio de la justicia; no hay más que una gloria: el genio, al servicio de la verdad.