Lo que ocurría como episodios aislados o excepcionales ha cambiado su carácter en los últimos cuatro o cinco años: se ha convertido en una práctica generalizada, cada vez más frecuente, más numerosa, más diversa y agresiva. Me refiero al linchamiento digital, un fenómeno ahora mismo en plena expansión.
Lo que resulta más llamativo en una aproximación inicial es su carácter cada vez más indiscriminado. Ya no se limita a políticos de oficio y a funcionarios públicos. Ahora la plaga digital se abalanza sobre deportistas, profesionales de la industria del entretenimiento, empresarios, científicos, periodistas, líderes gremiales, artistas y más. Cualquier persona que tenga una actividad conocida en el espacio público.
Quien se atreva a emitir una declaración pública o a expresarse en las redes sociales adquiere la condición de blanco. Y no tardarán en llover descalificaciones y acusaciones, casi siempre –ese es su carácter más recurrente– falsas, basadas en información distorsionada, rumores o meras especulaciones. El linchamiento.
El análisis de las armas con que se acometen las agresiones revela la recurrencia de al menos tres corrientes, que quisiera describir aquí.
La primera corriente se refiere a la desinformación reinante. El que aumenten, de forma constante, los portales informativos; el que los medios de comunicación tradicionales proyecten su trabajo en las redes sociales; el que haya miles y miles de reporteros que diseminan su trabajo a través de esas mismas redes sociales, no ha derivado hasta ahora en una sociedad mejor informada.
Al contrario, hay un predominio, creo que abrumador, de la desinformación. Supuestos, medias verdades, piezas sueltas de teorías conspirativas, especulaciones desprovistas de fundamento, acusaciones que provienen de rumores, hablan de usuarios de las redes sociales cuyos hábitos informativos son precarios: siguen a profesionales de la distorsión, leen un titular y sienten que eso les basta para formular una posición, se hacen eco de rumores o simples especulaciones. No se interesan por fuentes informativas confiables –que las hay–, no contrastan las informaciones, no buscan las opiniones de personas realmente expertas, a pesar de que son accesibles.
La segunda corriente que quiero consignar aquí remite a la negatividad reinante en la sociedad planetaria. Los nuestros son tiempos de malestar e incertidumbre. Por momentos, se siente la presencia de un impulso destructivo –en el fondo, poderosamente autodestructivo–: se agrede a las instituciones y a ciudadanos destacados de todos los ámbitos; se lanzan acusaciones descabelladas; se prescinde de matices, consideraciones y sutilezas: se denigra sin evaluar ni las bases ni las consecuencias de lo que dice o se repite. Se insulta y hace uso de un lenguaje dirigido a despojar de dignidad, pero lo más grave es que los insultadores no están solos. Acumulan seguidores, reciben felicitaciones, tienen una especie de tropa que disemina sus mensajes de odio y descalificación. Son, si se quiere, sargentos de grupos virtuales de linchamiento que, por si fuese poco, se asumen a sí mismos como héroes del resentimiento y de la rabia ejercida impunemente en el espacio público. Se enorgullecen. Se lisonjean unos a otros. Adoptan poses. Se creen justicieros, denunciadores, ciudadanos a los que la sociedad debe reconocimiento por sus mórbidas actuaciones.
Estas dos tendencias, la de la desinformación y la del resentimiento, son el aliento que da forma a la que, en mi visión, es la realidad más alarmante de todas: la instauración de una cultura del odio. Se trata, ni más ni menos, de una cultura. Es decir, de una masa de prácticas, articuladas entre sí, que responden a una serie de premisas y que cuentan con los instrumentos –las redes sociales– a través de las cuales, con eficacia pasmosa, logran alcanzar a la inmensa mayoría de la sociedad (en abril de 2017,en un artículo publicado en la revista XLSemanal, Juan Manuel de Prada escribía: “Para odiar tan solo necesitamos cosificar a la persona odiada, convertirla en una abstracción, reducirla a una caricatura, a un pelele, a un garabato (…) El odio puede ignorar tan campante a la persona concreta sobre la que se proyecta, así como sus circunstancias, puede despedazar su carne y triturar su alma hasta convertirlos en un gurruño o en una entelequia”).
La cultura del odio es el frente, el primer plano de ideologías y fuerzas políticas, cuyo objetivo es la liquidación del régimen democrático y de libertades. La paradoja de esta abigarrada problemática es que el odio y los linchamientos digitales solo son posible en regímenes donde prevalece la democracia. Una vez más, nos encontramos con el mismo siniestro uso de las libertades para una actividad cuyo resultado en el tiempo, no es otro que el menoscabo o el paulatino desfallecimiento de la libertad de expresión, requisito indisociable de la destrucción de la propia democracia.
Lo que hace realmente dramática y compleja esta situación es que millones de ciudadanos de vocación democrática contribuyen, sin ser conscientes de ello, con esta actividad de linchamiento, con secuelas erosionantes y lesivas. No se entienden las porosas y delgadas fronteras que hay entre ejercicio de la libertad y libertinaje, entre la práctica de la libertad de expresión y su perversión desinformadora y denigradora. Es probable que todos, en alguna medida, hayamos aportado a la construcción del edificio social del odio. Por tanto, nos corresponde, de inmediato, dar comienzo a su urgente desmontaje.
La sociedad democrática está llamada a defender la libertad de expresión, de los dos poderosos flancos que la amenazan: desde el poder censurador de los regímenes populistas y dictatoriales, y desde el seno de la propia de sociedad civil que ahora mismo instrumentaliza las políticas del odio.
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