La moderna civilización occidental tiene su punto de partida a finales de la Edad Media y principios del Renacimiento, con el capitalismo y la conquista. Ambos inspirados en una religión que predicaba la resignación y a la que se impusieron la ciencia, la razón, el progreso, la utilidad y el hedonismo sin límites.
Cuando a principios de los setenta del siglo pasado, Roger Garaudy (1913-2012) escribía en uno de sus libros más emblemáticos, Una nueva civilización: el proyecto Esperanza, se adelantaba en más de medio siglo a la crisis de civilización que empieza a sentirse en el mundo occidental:
El crecimiento sin finalidad es el dios oculto de nuestras sociedades. Y se trata, además, de un dios cruel, exige sacrificios humanos. Hoy pesa sobre nosotros la más grave angustia que haya pesado jamás sobre los hombres en el curso de su historia: la supervivencia del planeta.
Y argumentaba en su reconocida lucidez:
Un niño nacido en 1970, gracias a los logros actuales de la biología, podría tener una esperanza de vida normal de casi cien años, a menos que las tendencias actuales no se transformen profundamente.
Las preocupaciones para este marxista disidente francés eran entonces, entre muchas otras, la proliferación de armas nucleares y la posibilidad de una guerra atómica, apenas contenida en una disputa silenciosa librada entre bastidores por las dos superpotencias que emergieron triunfadoras después de la Segunda Guerra mundial.
Todos sabemos que esa amenaza, aunque finalizada la Guerra Fría (1989), continúa latente. La seguridad del planeta siempre ha sido frágil y solo dependerá de la aparición de un psicópata de ambiciones similares y desequilibrios mentales del mismo corte personal y político del que desató la última. Y su imagen está en ciernes. Ha enseñado en Ucrania sus fauces y su ambición de dominio cruel y voraz.
Ha atemorizado a Europa. Le ha devuelto los miedos del pasado mediante restricciones a sus suministros y la ha obligado a pensar en una defensa colectiva. Estados Unidos ha tenido ara actualizar su arsenal y sacar muchísimo dinero de sus arcas en una crisis pos-COVID-19 para salvar a Ucrania. No se equivoca el papa Francisco cuando insiste en que la Tercera Guerra mundial ya comenzó.
Advertía Garaudy del uso indiscriminado de energía en general y sobre todo de la que hace posible el funcionamiento y la producción masiva e indiscriminada de automóviles. La vaca sagrada –según él– de los países desarrollados y fuente de gases asfixiantes, responsable de perniciosos efectos en las grandes urbes y generadora de una extensa secuela de males en el ambiente para la salud. Dióxido de carbono, de efectos mortales aun en dosis débiles; hidrocarburos no consumidos en la combustión, cancerígenos; óxidos de nitrógeno, que originan problemas respiratorios; y plomo y sus derivados, que actúan como venenos lentos.
Las estadísticas señalan que 250.000 toneladas de anhídrido carbónico caían sobre París en los años setenta del pasado siglo. En una palabra, el automóvil causaba entre el 20 y 30% de la contaminación del aire de Francia y el 40% en Estados Unidos. Garaudy afirmaba con ironía: “Todos los análisis de costos favorecen con creces al ferrocarril, de efectos mínimos en materia de contaminación ambiental, en lugar de la producción de automóviles en masa. Asimismo, el costo de una autopista es ocho veces más elevado que el de una vía férrea”.
Imaginemos a qué dimensión ascenderá el grado de contaminación hoy. Después de casi cincuenta años de las estadísticas ofrecidas en su libro, sin que se apliquen correctivos como debe ser, sinceramente deben llamar a la reflexión de cualquier humano preocupado por la salud de las futuras generaciones de esos dos países y del mundo.
Dos consideraciones adicionales dignas de comentar, muy vinculadas al presente y que sin duda aciertan en el juicio que hace al tipo de desarrollo capitalista tradicional y cómo aquellos males, lejos de mitigarse, han crecido y se han potenciado con consecuencias desgraciadamente desintegradoras para el modelo de vida occidental:
La criminalidad tradicional en general aparecía ligada a la pobreza: existían estrechas relaciones entre la miseria, el alcoholismo, la tuberculosis, la prostitución, el robo, la mendicidad, la vagancia.
Las nuevas formas de criminalidad que surgen a mediados del siglo XX y a principios del actual no están vinculadas con las penurias –violencia gratuita, crimen organizado e ilícitos–, sino al crecimiento sin otra finalidad que no sea acumular dinero y poder para la satisfacción hedónica. Es un modo de delito de la misma inspiración, solo que se salta, a veces con sigilo, a veces a la torera, las aduanas, los tramites, las inspecciones, la autoridad, la ley, o crea las suyas. Es el otro mercado, que también estimula la revolución digital.
Su visión de las diferentes enfermedades mentales era preocupante en su tiempo, hoy, luego de la pandemia, lucen agravadas de manera exponencial. Reconocidas como enfermedades de la civilización, han sidoengendradas por el conjunto de hábitos de vida de nuestras sociedades. Una de las más típicas: el estrés, la perturbación provocada por las presiones, shocks o agresiones difíciles de soportar debido a un ritmo de vida estrepitoso que al ser humano le cuesta afrontar en condiciones normales.
Una civilización es un orden económico, político y cultural de vastas dimensiones, con caracteres típicos diferentes de otras civilizaciones. Cuando la organicidad entre las tres variables se pierde, la civilización entra en crisis. Sin lugar a dudas, la crisis ha sido una constante del sistema capitalista, solo que ha tenido sus manifestaciones por separado, en crisis sectoriales y en distintos tiempos.
Si entendemos la crisis de civilización como la concurrencia de factores económicos, políticos y culturales, en occidente estaría cabalgándola después de los procesos que dieron paso a la globalización, a la pandemia y a la revolución tecnológica digital. Una crisis de civilización que plantea una variante del modelo que vivimos hasta finales del siglo pasado, con los mismos vicios y perversiones, solo que ahora potenciados por la revolución tecnológica digital.
El sociólogo Luis Razeto expone una idea que comparto plenamente. En las tres últimas décadas del siglo pasado, la civilización moderna comenzó un proceso de deterioro que ha provocado su desarticulación progresiva y ha generado disfuncionalidades entre la economía, la política y la cultura. Los tres subsistemas han agotado su capacidad de asimilación e inclusión social, y las exclusiones han llegado a ser más evidentes.
No se trata de que la civilización occidental va a colapsar o a desaparecer, sino que vivirá un proceso de transición de una civilización a otra que surge a partir de ella. El mercado seguirá existiendo con otras nuevas formas de intercambio. El sector financiero, especialmente la banca, ha sido pionero en introducir cambios que han hecho reajustar todo el funcionamiento de la banca y con ello la vida de los consumidores.
Las instituciones del Estado y la burocracia no desaparecerán. Tendrán una nueva forma de prestar servicio y, en el caso de los partidos, de ejercer la representatividad y canalizar la participación. Igualmente, los liderazgos podrían ser no presenciales, sino tal cual se hacen las citas amorosas por Internet, en este caso para intercambiar ideas y escuchar propuestas individuales o de grupos de interés, de manera que el líder persuada a la ciudadanía o la ciudadanía termine haciendo añicos sus propuestas por insensatas o fantásticas.
Mientras escribo, recuerdo una sugerencia, quimérica entones, de Norberto Bobbio, en unos de sus tantos ensayos sobre la democracia, que el ciudadano a futuro podía ejercer el derecho a sufragar apretando un botón enlazado al control de su televisor directa y confortablemente desde la cama en su habitación. Una experiencia que no está muy lejos de acontecer.
Las ciencias sociales y las ideologías seguirán dando respuestas a la realidad, pero su capacidad para comprenderla en su complejidad y de ofrecer respuestas y proyectos que orienten a una efectiva solución de los problemas se verá limitada cada vez más.
El gran problema del tránsito de una civilización en crisis orgánica a una civilización mejor y superior –puntualiza Razeto– es que la civilización que decae se desarticula a nivel macro social, mientras que la civilización nueva solo puede empezar a construirse a nivel microsocial. En efecto, son estructuras económicas, políticas y culturales lo que se desordena. Pues un sistema no puede ser remplazado por otro sistema, puesto que aún no ha sido construido, ni siquiera pensado y diseñado.
No tengo tantas esperanzas como Razeto. La larga y sufrida experiencia humana me dice que las fuerzas alineadas con la nueva civilización electrónica son las mismas que han dirigido el mundo desde el inicio de la modernidad, concupiscentes, voraces de dinero, poder, casi de lujuria hedonista.
La experiencia también nos habla de fuerzas sociales muy dispersas para hacerles contrapeso a los nuevos dueños de las empresas que capitanean la revolución tecnológica digital. Ya el debate no es socialismo vs liberalismo, mercado vs economía central planificada, individuo o comuna, más intervención o menos intervención estatal.
El debate sustancial en la humanidad debería estar centrado en cuál será la nueva plataforma económica, política y cultural de las nuevas Repúblicas Digitales, que apenas empiezan a gestarse y, sobre todo y fundamentalmente, cuáles los valores humanos predominantes y qué lugar de atención ocuparán la naturaleza, la ética y la vida espiritual en esas nuevas repúblicas.