Dice un memorándum del 23 de julio, emitido por la Dirección de los Servicios para el Mantenimiento del Orden Interno, de la Guardia Nacional Bolivariana —publicado por Tamara Suju en su cuenta de Twitter—, que a los funcionarios que se contagien de la COVID-19 se les abrirá un expediente y “sancionará severamente”, puesto que el incremento de los casos “podría estar sucediendo por la falta de aplicación de las medidas preventivas”. En otras palabras, a los enfermos se les castigará por enfermarse.
A comienzos de la semana pasada, solo en la Gran Caracas, el régimen de los generales anunció la instalación de 430 “barreras de contención”, que impiden la circulación peatonal y de vehículos. Esta medida no es otra cosa que el agravamiento, la intensificación extrema, de la repetida e ineficaz solución que el militarismo en el poder está tomando para perder la «guerra» contra la pandemia. Porque de eso se trata, de una flagrante derrota. Mientras todo esto ocurre, la propagación de la COVID-19 continúa imparable y en ascenso. El número de contagiados y fallecidos crece a diario, los centros hospitalarios marchan “a paso de vencedores” a un peligroso colapso.
La fallida política de paralizar el funcionamiento de la sociedad con puntos de control, alcabalas y las mencionadas barreras no ha sido la única. Los generales han creado caóticos regímenes de horarios de circulación que vulneran las más elementales necesidades de las familias pobres del país –hablo de más de 90% de la población– que deben salir a diario de sus casas a buscar alimentos y algo de dinero para paliar las necesidades básicas. No tienen los recursos mínimos para disponer de un almacén ni siquiera para un período de dos o tres días.
Han cerrado las operaciones de las oficinas públicas y suspendido, por ende, la obligación que tiene todo Estado de responder a las consultas de los ciudadanos y de tramitar las diligencias administrativas o de otra índole exigidas por la ley. Simultáneamente, han montado un lucrativo negocio en dólares, basado en una múltiple operación de robo, venta fuera de registro y reventa de gasolina y diésel, en las que están implicados centenares de militares, funcionarios operadores de la distribución de combustibles, autoridades locales y nacionales. El resultado es obvio: cientos de miles de familias que no tienen cómo movilizar sus vehículos, porque no están enchufados a la dolarización de la economía.
La otra política que el régimen ha puesto en marcha ha sido la de vulnerar el imprescindible derecho de las personas de conocer las realidades de la pandemia. Por una parte, han puesto en práctica un plan que falsea los hechos y minimiza las cifras de lo que realmente ocurre. Quien haya seguido día a día los partes de los voceros, las declaraciones de otros funcionarios, los informes de las autoridades de los hospitales y los responsables de las áreas de salud, y confronte esa quincalla de datos con los testimonios de médicos, paramédicos, enfermos y trabajadores de los centros de salud, puede concluir por sí mismo que han montado un gigantesco programa de mentiras, un monstruo de mil cabezas en el que nadie cree, ni siquiera los propios activistas del PSUV. Han logrado que los datos sean risibles o simplemente carentes de utilidad.
La otra política ha sido la de perseguir a quienes informan. Se detiene a periodistas, médicos, paramédicos o a simples ciudadanos solo por informar de la pandemia o por compartir testimonio de experiencias propias o de familiares. El número de casos es cada día más abultado. Aunque la enfermedad afecta o amenaza la vida de todas las personas sin excepción, el militarismo pretende que no se hable de ella en público, que la pandemia de la COVID-19 sea envuelta en una pandemia de silencio. Pero, insisto, todo esto es en vano. No solo se sigue hablando e informando sobre el virus, sino que también los casos y sus víctimas continúan aumentando de forma sustancial.
Las declaraciones de médicos y expertos virólogos, el documento de la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales –entidad que recibió amenazas del teniente Cabello–, las proyecciones que han hecho investigadores de las universidades nacionales, los reportes del equipo de salud de Juan Guaidó no se han equivocado. De hecho, las peores estimaciones han sido sobrepasadas. El virus campea a sus anchas y alcanza a los propios autores de las prohibiciones.
Las políticas de los generales para afrontar la COVID-19 –prohibir, paralizar, ocultar, inmovilizar, desinformar, falsear, detener, reprimir– no han producido resultado alguno, porque violan derechos humanos fundamentales y porque carecen de sustento en la realidad. Llevan consigo la pretensión de imponer un orden ajeno a los hechos y a las necesidades de las personas.
No funcionarán las medidas porque no hay un sistema sanitario que lo respalde. No hay hospitales con agua y con los mínimos recursos necesarios. No hay garantías de que habrá suministro eléctrico mientras los pacientes reciben atención en las escasas unidades de cuidados intensivos. No hay mascarillas, ni guantes, ni batas y gorros desechables, como tampoco desinfectantes, limpiadores y geles, ni mucho menos medicamentos que suministrar a los contagiados que logren ser ingresados.
Tampoco hay ese bien esencial, y el más primordial de todos, que es el propósito en la alta jerarquía del régimen militar de salvar vidas al costo que sea. No hay solidaridad, ni empatía con el sufrimiento de las familias, ni les importa la situación de hambre creciente ni mucho menos entienden por qué padres y madres están obligados a salir de sus casas todos los días en búsqueda de algo de comida. Todo eso está fuera de su campo de intereses. Por eso instruyen a los cuerpos armados a que paralicen y silencien el país, para así obtener la tranquilidad necesaria que les permita seguir robando, sin que nada perturbe el objetivo de engordar el botín.
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