1.
Antes de la invasión de Rusia a Ucrania, Joe Biden había sugerido que la contradicción principal de nuestro tiempo es la que se da entre democracias y autocracias. Naturalmente, hablaba como presidente de Estados Unidos y por tanto de los intereses de su país en el mundo.
Los principales rivales de Washington, uno en el terreno militar (Rusia), otro en el terreno económico (China), son dos autocracias. Un par de naciones en las cuales no rigen las normas elementales que dieron origen, no al occidente geográfico, sino al Occidente político.
No existe una contradicción principal válida para todas las naciones y para todos los seres humanos. Para Putin –él lo ha dicho innumerables veces– la contradicción principal es la que se da entre Occidente, dirigido por Estados Unidos, y el resto del planeta. A ese “resto” él aspira a dar una conducción global, partiendo desde la guerra de invasión que está librando en un país cuyo gobierno, de acuerdo al mandato de la revolución de Maidán (2013) y de las elecciones presidenciales del 2020, intenta ser incluido en la cartografía de las democracias occidentales.
Para un presidente como Zelenski, en cambio, la contradicción principal, la está viviendo a sangre y fuego su país, es la que surge entre un imperio territorial, como es el que ha construido Putin, y una nación democrática y soberana, como es y quiere seguir siendo, Ucrania.
Para gobernantes de otros potencias, la contradicción principal adquiere otras connotaciones y por lo mismo es diferente. Xi Jinping supone que esa contradicción es la que se presenta entre la globalización de los mercados donde China busca convertirse en un actor principal, y los proteccionismos económicos, como son los que intenta imponer Estados Unidos para defenderse precisamente de las agresividad económica de China.
Desde una perspectiva europea, la contradicción principal es parecida a la de Estados Unidos, pero no es la misma, como intenta hacer creer Putin. Recientemente el canciller alemán Olaf Scholz la precisó claramente: la contradicción principal es la surgida entre el orden político que comenzó a nacer como resultado de las revoluciones democráticas que pusieron fin al imperio soviético, y el revanchismo de Putin, que intenta reconstituir el antiguo imperio ruso bajo otras formas y con otras ideologías a las que primaban en los tiempos de la URSS. Algo así como una “contra-ola antidemocrática”, para decirlo en los términos de Samuel Huntington.
De todas estas visiones podemos extraer por lo menos una deducción. Es la que nos dice que, hasta que los marcianos no nos declaren la guerra, no hay una contradicción principal planetaria y objetiva y, por lo tanto, las contradicciones solamente pueden ser definidas de acuerdo a las posiciones que ocupan los gobiernos de la Tierra. Eso significa que toda contradicción está sujeta a la subjetividad del sujeto (no es un juego de palabras)
¿Cuándo entonces una contradicción deja de ser subjetiva? Pues, cuando es compartida al menos por dos sujetos, sería la respuesta obvia. Y aquí viene lo interesante. Entre las contradicciones mencionadas, donde existe mayor equivalencia es en las formuladas por Biden y por Putin, precisamente los dos sujetos internacionales más antagónicos de nuestro tiempo.
Para Biden, recordemos, la contradicción principal es la que se está dando entre democracias y autocracias. Para Putin, entre el Occidente pro norteamericano y pro europeo y las naciones antioccidentales a las que pretende liderar.
Ahora, si consideramos que en todo ese conglomerado de naciones al que alude Putin no encontramos a ninguna democracia, solo autocracias y dictaduras, quiere decir que la contradicción formulada por Biden es, de un modo indirecto, compartida por Putin, y la formulada por Putin es compartida, también de un modo indirecto, por Biden. Pues, el por Putin llamado imperio occidental está formado predominantemente por democracias y el espacio del imperio ruso (y chino) por autocracias.
No hay casi ningún gobierno democrático que apoye a Putin en su guerra a Ucrania. A la inversa, por razones de tipo clientelístico, algunas naciones no democráticas que no apoyan a Putin, pero tampoco son leales al Occidente político (Arabia Saudita, los Emiratos, Qatar, y en parte, Hungría, Turquía). Desde el otro lado, vemos algo parecido, pero no idéntico. El ejemplo latinoamericano es, en este punto, muy revelador.
2.
En Latinoamérica hay tres gobiernos antidemocráticos que pueden ser considerados aliados estratégicos de Putin (Cuba, Nicaragua, Venezuela) y una gran cantidad de naciones cuyos gobiernos no asumen como propia la contradicción planteada en los términos de Biden, la de autocracias contra democracias, aunque tampoco se alinean con la versión Putin (guerra anti-Occidente).
La que más bien predomina en el subcontinente es una versión según la cual la guerra en Ucrania es un problema que solo atañe a las grandes potencias, asumiendo así, los gobernantes latinoamericanos, el rol autoasignado de periferias del cual muchos de ellos dicen distanciarse.
Puede ser que algunos países latinoamericanos estén cerca, según los índices, de abandonar el subdesarrollo económico. Lo que están lejos de abandonar –lo denota su mudez para definirse frente a cualquier tema de índole global– es su subdesarrollo político.
Esta última condición se observa en la sobrecarga de dosis economicista que caracteriza los discursos políticos latinoamericanos, sean sus representantes de izquierda o de derecha. La matriz en el fondo suele ser la misma. El legado teórico liberal y el marxista estalinista (que es el que hicieron suyo las izquierdas latinoamericanas) parte de la premisa de que la economía es la madre de todas las cosas.
Para los liberales en su forma de mercado, para las izquierdas bajo la forma de “desarrollo de las fuerzas productivas”. Por eso no extraña que representantes de los diferentes gobiernos, cuando llega el momento de explicar sus políticas nacionales, reduzcan sus mensajes a la exposición de cifras y estadísticas, todo lo importantes que se quiera, pero en ningún caso suficientes para determinar los cursos políticos de cada nación.
En sus dos versiones, de izquierda y de derecha, los políticos latinoamericanos han sido predominantemente desarrollistas. Que unos den preferencia a la iniciativa privada, y otros a la estatal, no aminora el hecho objetivo de que para ellos la gobernabilidad se reduce a la simple administración de asuntos económicos.
La economía es política, replicarán algunos. Cierto, pero en ningún caso es un sustituto de la política, y eso es precisamente el economicismo: la razón económica elevada a la categoría de causa de todo efecto, a la de un determinante indeterminado.
El ideal de gobernabilidad en Latinoamérica es el de una exitosa gerencia de empresa traspasada sin mediaciones al espacio de la política. La abstinencia en materias de política internacional a la que los gobiernos de la región se han condenado –o lo que es parecido, la renuncia a alinearse internacionalmente a favor de las luchas democráticas que surcan el planeta, entre ellas en Ucrania y en Irán– son solo el reflejo de la abstinencia que practican internamente con respecto a los grandes debates políticos de nuestra era.
El abandono de la lógica política y su sustitución por la lógica economicista, ha llevado a la despolitización de las relaciones sociales. Recordemos, para explicarnos mejor, que la plaza pública entre los griegos antiguos cumplía dos funciones. Era el lugar del mercado y era el lugar de la discusión política colectiva. En la mayoría de los países latinoamericanos, en cambio, la plaza pública es solo el mercado. Una polis sin política.
Podría argumentarse que la ausencia de política es el resultado del predominio de movimientos y gobiernos populistas, o de su resultado final, dictaduras y autocracias. No obstante, también es posible dar vuelta el argumento. Podríamos decir así quelos populismos (o sea, masas sin polis) son también un resultado de la despolitización de las relaciones sociales que prima en la mayoría de los países del subcontinente. A esa despolitización han contribuido en gran parte las elites intelectuales, formadas en su mayoría por tecnócratas y no por pensadores de la vida pública, por sociómetras y no por sociólogos, por gerentes empresariales y no por políticos de profesión.
La ausencia de politicidad ha llevado, ineludiblemente, a la aparición de líderes antipolíticos, en sus dos versiones principales: la del hombre humilde sin formación profesional (Castillo) y la del plutócrata inculto, pero exitoso; “minitrump” que administrará a la nación como a una gran empresa (Buckele) Para ambos, la contradicción principal es la que se da entre atraso y progreso, o entre desarrollo y subdesarrollo. La democracia, las libertades públicas los derechos humanos son, por lo general, archivados en el último cajón de los escritorios presidenciales.
Hoy el mundo vive una guerra, si no mundial, de dimensiones mundiales. Pero las voces latinoamericanas no participan de ningún coro mundial. Uno lee y relee discursos y artículos de opinión en los diversos periódicos de cada país. En la mayoría de ellos observamos una tenebrosa “ausencia de mundo”.
Los así considerados intelectuales no logran entender –la verdad es que ni siquiera lo intentan– por qué en los países colindantes con Rusia, la guerra de Putin a Ucrania pueda ser sentida y vivida como un peligro existencial.
No han faltado arteros que han llegado a la degradación moral de reírse de los gobernantes europeos por haber cometido el “error económico” de solidarizarse con una nación agredida por un imperio. En su ramplonería mental disfrazada de experticia financiera, tampoco quieren entender por qué la UE no obliga a Zelenski a ceder una parte de su territorio a Rusia y así favorecer los grandes negocios con Rusia y China.
Tampoco pueden entender el sentido de una guerra si esta no deja ganancias, sobre todo inmediatas. Hay algunos tan cínicos que han llegado a ridiculizar al presidente Zelenski (y con ello, apoyar a Putin) por el “delito” de no entregar su nación al imperio ruso, en nombre de lo que ellos imaginan, debería ser “un nuevo orden económico mundial”.
En fin, lo que esos infelices plumarios de la antipolítica no entienden es que asumir la contradicción global que se da entre democracias y autocracias es la condición primaria para asumir la lucha por la defensa de la democracia en los países que ellos habitan.
Para decirlo de modo aún más simple: no se puede estar en contra de Maduro, Ortega y contra López Obrador sin elevar ni siquiera un asomo de crítica al genocida Putin o a los sangrientos ayatolas de Irán, aliados de esas antidemocracias ante las cuales ellos son, o simulan ser, opositores.
Quien no se oponga a las autocracias mundiales, jamás podrá hacerlo con las locales. Putin no gobierna solo sobre su imperio. Es, en gran medida, el líder de una red de autocracias internacionales de las que por lo menos tres son latinoamericanas. Una vergüenza continental.
América Latina deberá ser occidental, es decir, democrática, o no será.