Todo lo que se hace por amor, se hace más allá del bien y del mal, escribió el filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Cuando Simone de Beauvoir descubrió a Jean Paul Sartre, muy joven, antes de sellar una comunión de singular especie amorosa con él, escribió:
Una gran suerte acaba de dárseme. Bruscamente, ya no estaba sola. Hasta entonces los hombres que me habían interesado eran de una especie diferente a la mía. Me era imposible comunicarme con ellos sin reserva. Sartre respondía a mis votos de los quince años: era el doble en quien encontraba, llevada a la incandescencia, todas mis manías. Con él, podría simplemente compartirlo todo. Cuando lo conocí, supe que nunca saldría de mi vida.
Luego de una relectura de La ceremonia del adiós (1982), libro de sugestivo título y de reveladoras confesiones de su autora Simone de Beauvoir sobre los últimos años de la vida, la enfermedad y la muerte del célebre filósofo francés, he creído pertinente hacer unos breves comentarios acerca de su rico contenido existencial y de cómo abordan dos amantes muy inteligentes el ocaso de sus vidas.
Una pareja con muchas aperturas, como el saber
Jean Paul Sartre nació en París el 30 de marzo de 1905, uno de los exponentes del existencialismo, autor de El ser y la nada –uno de sus libros emblemáticos entre muchos de diferentes géneros– y fundador de Les Temps Modernes junto a Maurice Merleau Ponty, y Simone de Beauvoir, una de las publicaciones más influyentes de la posguerra que llegó a editar 700 números hasta el 2018.
Huérfano de padre a los quince meses, fue criado por su madre y su abuelo materno. Medía 1,55 y sufría estrabismo. Se reconocía feo, pero sabía que en sus ideas, su imaginación y la belleza del discurso y la escritura, estaba glamorosamente guardado el encanto de sus atributos con el otro sexo.
Conoció a Simone en La Sorbona de París en 1929, cuando ella tenía 21 y él 24, en un curso de postgrado de filosofía, donde en encarnizada competencia, él terminó primero y ella segunda. Desde entonces se prometieron amor. Pero un amor muy especial, una relación abierta, donde toda contingencia estaba permitida.
Porque para ambos el amor no era posesión sino libertad; sin embargo, tenía que ser transparente. Se compartían dudas, romances y obsesiones. Sartre sostenía con una seguridad y convicción única, que somos absolutamente libres, pero también tenemos una responsabilidad absoluta, sobre nosotros y sobre el mundo. Estamos condenados a ser libres.
Una relación con nombre propio
Él la bautizó Castor, por el interés y la determinación que siempre mostró en lograr sus propósitos. Nunca se casaron. Ni nunca vivieron juntos. Nunca tuvieron hijos y se concedieron una libertad máxima. Ambos adoptaron dos hembras, Sartre una que lleva por nombre Arlette ElKaim, quien fue su alumna, heredera del filósofo. Beauvoir designará su heredera universal a Sylvie Le Bon, también tomada en adopción por la escritora.
Esa apertura daría pie para que Sartre, durante buena parte de su plenitud sexual, tuviera hasta cuatro amantes conocidas, todas muy jóvenes, a la que se agregaban las furtivas, cuyas citas se programaban con la anuencia de su compañera de vida.
Las más conocidas: Dolores Vaneti, Michele Vian, Melanie, Wanda Kosakiewicz; las ocasionales fueron innumerables. Sartre y Beauvoir firmaron un contrato privado entre ambos que pronto disolvieron, pues se estaba volviendo exigente para ambos.
Simone llegó a declarar que Sartre fue el mejor logro de su vida, y ella pasaría a la historia como una de las mejores exponentes del feminismo y de la libertad sexual. Escribió decenas libros de alto interés para su tiempo y escandalizó a la sociedad de su época también con varios amantes de distintos sexos y diferentes prácticas de prohibidas inclinaciones sexuales que se hicieron públicas.
Siento que solo la conciencia de Simone de Beauvoir, la sólida arquitectura de su personalidad, su precoz madurez personal e intelectual, el desprendimiento de su condición femenina tradicional, y su valoración de la libertad y la experimentación, hicieron posible lo que algunos llaman la poligamia y otros más pacatos la promiscuidad sartreana.
Una experiencia única y muy rica a nivel de las relaciones de pareja, de la cual los seres humanos tenemos mucho que aprender. Especialmente en eso que llaman posesión del otro, compromiso, cadena, inducción de las relaciones amorosas, la fase del candado, que la generación de hoy y en gestación, por distintas razones rehúye con justificada y descarada vehemencia.
La década de la enfermedad y de la despedida
Nietzsche afirmaba que la madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era un niño. Sartre siempre tuvo afición por los excitantes y los somníferos, fumaba y bebía en exceso café y alcohol, dormía poco y le irritaba que le dirigieran la palabra al levantarse.
Dice madame Beauvoir en el prefacio según ella, en voz alta para sus amigos: He aquí el primero de mis libros –sin duda el único– que usted no habrá leído antes de ser impreso. Le está enteramente consagrado, pero no le atañe.
Cuando éramos jóvenes y al término de una discusión apasionada uno de los dos triunfaba con brillantez, le decía al otro: ¡Lo tengo en la cajita! Usted está ahora en la cajita; no saldrá de ella y no me reuniré con usted: aunque me entierren a su lado, de sus cenizas a mis restos no habrá ningún pasadizo… Este libro se basa esencialmente en el diario que llevé durante estos diez últimos años. Desde 1970 hasta 1980, cuando Sartre fallece.
En adelante comenzará la narración de las actuaciones, declaraciones públicas, iniciativas literarias, participaciones políticas, simultáneamente con la aparición de los primeros síntomas de la enfermedad, alternados con los ratos de esparcimiento, vacaciones y momentos placenteros de celebración y disfrute compartidos con sus seres queridos, de los cuales intentaré un pequeño botón sintético.
Del comienzo, puedo extraer una cita maravillosa acerca del género biográfico, mientras escribía la primera parte de El idiota de la familia sobre Flaubert, entre los años 1968 y 1970, de quien hablaba mal hasta que leyó su correspondencia: Mi objetivo es probar que todo hombre es perfectamente conocible, siempre que se utilice el método apropiado y se tengan los documentos necesarios.
Hacía tiempo –dice Beauvoir– que la salud de Sartre no me causaba inquietudes. Aunque fumaba dos paquetes diarios de tabaco, sus arterias no habían empeorado. A finales de septiembre volví a sentir miedo. Un día cenamos con Sylvie en el Dominique, y él bebió mucho vodka.
Al día siguiente, por la mañana parecía en perfecto estado, y se marchó a su casa. Pero cuando fuimos a buscarlo para ir a comer, estaba golpeándose contra los muebles. Había tenido vértigo en otras ocasiones… pero esos trastornos no habían sido tan acusados y adiviné su gravedad.
El anuncio de la ceremonia del adiós
Por eso premonitoriamente, ella había anotado en su diario: Este apartamento, tan alegre desde mi vuelta, ha cambiado de color. La hermosa moqueta color topo evoca un duelo. Así habrá de vivir, en el mejor de los casos todavía con dicha y con momentos de gozo, pero con la amenaza suspendida, como si la vida estuviera entre paréntesis.
Dos antecedentes reforzaban su inquietud a partir de entonces. Uno acontecido en la URSS en el verano de 1954, cuando al final del viaje sufrió una crisis de hipertensión por la que hubo que llevarlo al hospital y la otra en otoño de 1958. Sus arterias, y sus arteriolas eran demasiado estrechas, habían dicho los médicos.
A finales de junio de 1971 empezó a tener dolores muy agudos en la lengua, no podía ni hablar ni comer sin sufrir. En su casa festejaron sus 66 años, lucía radiante. Había vuelto al dentista y dejado de padecer molestias. Zaidmann, su médico, informó que estaba completamente restablecido.
Él iba a pasar tres semanas con su hija Arlette y dos con Wanda, mientras Simone viajaba con su hija Sylvie. A ella le gustaban esos viajes, pero no dejaban de causarle conmoción al tener que dejarlo.
Aquella tarde comieron en La Coupole, donde Sylvie debía buscarlos a las cuatro. Cuando ella se levantó, Sartre sonrió de manera indefinible y le dijo:
–Así, pues, es la ceremonia del adiós.
Le puse la mano en el hombro, sin responder. La sonrisa, la frase me han perseguido largo tiempo. Yo daba a la palabra «adiós» el sentido supremo que tuvo unos años más tarde, pero entonces estuve sola para pronunciarla.
El relato de volver a vivir
En 1972, se había recuperado y, rodeado de sus colaboradores de Les Temps Modernes, respondía preguntas para un filme que le consagraron Constat y Astruc:
Habló sobre el segundo matrimonio de su madre y su ruptura con ella, las tensas relaciones con su padrastro, su vida en La Rochelle, donde considerado como parisien y más o menos aislado por sus condiscípulos, había aprendido lo que son la soledad y la violencia.
A los once años, se dio cuenta bruscamente que Dios no existía y, a los quince, de que la inmortalidad terrestre había remplazado para él la idea de la supervivencia eterna. También se apoderó de él la «neurosis de la escritura» y, bajo la influencia de sus lecturas, empezó a soñar con la gloria que entonces asociaba a la obsesión de la muerte.
Contó sobre su amistad con Paul Nizan, su rivalidad, su descubrimiento de Proust y Valery. Después describió brevemente sus años en La Escuela Normal Superior, tiempos dichosos durante los cuales junto a sus camaradas practicaba benignas maldades a los clericales. Había llegado a la filosofía a través de una lectura de Bergson, y después continuó siendo lo esencial para él.
Evocaba su estancia en Berlín y la influencia de Husserl; su oficio como profesor y su repugnancia a entrar a la edad adulta, la neurosis engendrada a la vez por ese asco y por la experiencia de la mezcalina, unida a sus investigaciones sobre la imaginación.
Las cosas empeoran. Llega la ceguera
En el año 1973 empezó a desvariar. Tenía estados de confusión y sufrió una crisis hipertensiva que le deformó el rostro, por la que hubo que internarlo. Los médicos le prohibieron el tabaco y el alcohol, especialmente el primero, y le advirtieron que otra crisis podría llevar a la mutilación progresiva de una de las piernas. El doctor también explicó que, en caso de un nuevo ataque, podía ser el fin.
Sartre había tenido anoxia, es decir una asfixia del cerebro, debido en parte al tabaco, pero sobre todo debido al estado de sus arterias y arteriolas. Lo llevaron al oftalmólogo y este encontró la retina claramente afectada y que no había esperanza de curación.
A principios de 1974, un informe de uno de los especialistas le comenta a Simone: Sartre está muy bien y no necesito verlo antes de tres meses. Sartre preguntó entonces a Simone:
-Y mis ojos, ¿qué ha dicho de mis ojos?
Había en su pregunta una mezcla desgarradora de angustia y esperanza. –Él no se ocupa de ojos– le respondió. Y se quedó dormido. Yo estaba –cuenta ella– destrozada. Es horrible asistir a la agonía de una esperanza.
La celebración de los setenta
Corre el año 1975, y para celebrar sus setenta años, Le Nouvel Observateur publicó una entrevista Autorretrato a los setenta años, que le valió calurosas felicitaciones, llamadas telefónicas, cartas; en ella respondía preguntas del entrevistador.
Es difícil decir que estoy bien. Pero tampoco puedo decir que estoy mal… Mi oficio de escritor está completamente destruido… En un sentido eso suprime mi razón de ser: fui y no soy más, si a usted le parece.
Debería estar muy desanimado y por una razón que ignoro, me siento bastante bien: nunca siento tristeza ni melancolía cuando pienso en lo que he perdido… Es así y no puedo hacer nada; por consiguiente, no tengo ninguna razón para afligirme. He pasado por momentos penosos… Ahora todo lo que puedo hacer es conformarme con lo que soy. Lo que en adelante me resultará inaccesible es (…) el estilo, digamos la manera literaria de exponer una idea o una realidad.
Sobre la muerte dijo: No es que piense en ella; nunca pienso en ella, pero sé que vendrá… Estoy contento con mi vida. Hice lo que tenía que hacer… Escribí, viví, no me arrepiento de nada.
Los años finales
Durante 1976 y 77, madame Beauvoir, resume así su estado de salud: En general se encontraba muy bien. No hubo más percances de salud. Andaba con dificultad, pero fumaba demasiado para que se pudiera esperar una mejoría en este plano y seguía teniendo dificultades para tragar, pero su humor era excelente.
En 1978 y 1979 mantenía mucho trato con mujeres jóvenes. ¡Demasiadas jóvenes! le dijo madame Beauvoir. Pero me son útiles –le respondió. Su mayor preocupación era el dinero. Con una prodigalidad que, desde que lo conocí, nunca había sido desmentida, había dado a uno y a otros, a lo largo de su vida, todo lo que ganaba. La pensión que recibía de Gallimard, pronto desaparecía distribuida entre diversas personas. No le quedaba casi nada para resolver sus propias necesidades.
Llegó 1980, el año fatal
Después de un nuevo chequeo, el 4 de febrero, no se encontraba mejor ni peor. Su actividad se intensificó y su relación con mujeres jóvenes lo distraía. Un domingo en la mañana, Arlette lo encontró tirado en la alfombra de su habitación con una fuerte resaca.
Supimos –dice madame Beauvoir– que se hacía traer botellas de whisky y vodka por sus amigas, ignorantes del peligro. Las ocultaba en un cofre o detrás de los libros. Un día fui a despertarlo a las nueve; aquel día estaba jadeante sentado en el borde de la cama incapaz de hablar. Fue llevado de emergencia al hospital.
Los médicos me informaron al día siguiente por la tarde que tenía un edema pulmonar… la fiebre lo hacía delirar. El martes, 15 de abril por la mañana cuando pregunté, como de costumbre, si Sartre había dormido bien, la enfermera me respondió:
-Sí, pero…
Fui enseguida al hospital. Dormía, respirando con bastante dificultad: visiblemente estaba en coma desde la noche anterior. Durante unas horas, me quede allí mirándolo. Hacia las 6 dejé el sitio a Arlette. A las 9 sonó el teléfono. Me dijo:
-Todo terminó.
Las últimas palabras de Simone de Beauvoir serían: Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá. Así es: ya fue hermoso que nuestras vidas hayan podido estar de acuerdo durante tanto tiempo.
Hacía meses, en una de las tribulaciones por su enfermedad, había dicho: Lo que es cierto, es que el drama de sus últimos años fue consecuencia de su vida entera. A él se le puede aplicar la frase de Rainer María Rilke: cada uno lleva en sí su muerte, como la fruta su hueso.
Sartre sostenía que el hombre se hace a sí mismo. Esa era la base de su pensamiento. Él fue uno de los grandes filósofos del siglo pasado. Mantuvo una intensa amorosa amistad de más de cincuenta años, digna de exaltación, con una de las pensadoras más destacadas del siglo XX.
Se equivocó políticamente, todos los humanos lo hacemos, y el que no lo ha hecho que tire la primera piedra. Madame Beauvoir fue muchas veces ambigua en sus inclinaciones sexuales; todos somos seres humanos, dentro de uno hay muchos y otras, y en una, muchas veces uno y otra. Lo demás son pamplinas de confesionario.