No existe una confluencia histórica más tormentosa entre socialismo y liberalismo, izquierda y derecha, militarismo y civilísimo, imperialismo y clase obrera, que los tiempos vividos por la interesante república de Weimar.
La Alemania de la posguerra es el Reichstag de las “tres columnas” de poder del siglo XX: liberalismo, socialdemocracia y comunismo. ¿Quién se impuso? Nadie. La derecha etnicista/nacionalista del partido Nazi. ¿Por qué?
Derrota del imperio
En los últimos meses de la Primera Guerra Mundial, Alemania se encontraba al borde del colapso militar y económico. Ante la ofensiva final de los aliados[14/8/1918], el alto mando alemán reconoció lo inútil de seguir la guerra. Querían salvar al ejército más que al régimen.
El 27/09/1918 Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff informan al gobierno imperial de la petición de armisticio acatando los “14 puntos” del presidente de Woodrow Wilson. La guerra estaba perdida, los militares lo ocultaban y comenzaba un periodo tan luminoso como oscuro, de una elipticidad fascinante.
En pocos días se organizó un nuevo gobierno parlamentario. El canciller, el príncipe Maximiliano de Baden –liberal y pacifista– negoció la paz. Las tensiones se debatían entre poder imperial y poder de las masas. Entre militares y socialistas. Conservadores y radicales.
Un mélange socialista, cristiana, liberal y anarquista
Noviembre de 1918. Los socialdemócratas tenían mayoría para asumir la dirección y formación del futuro gobierno. Pero se habían dividido entre marxistas que rechazan la democracia partidarios por la dictadura del proletariado,demócratas adeptos del gobierno parlamentario y representativo y los socialistas independientes (USPD), más la Liga Espartaquista, parte de la USPD que se transformó en un partido revolucionario.
Los socialistas independientes -de corte conservador- perfil etnicista-nacionalista, apelaban a la propiedad privada, pero con reservas al estado de ciertas industrias y al reparto de la tierra entre pequeños agricultores. Rechazan el sindicalismo y las revoluciones de masas. Esta corriente dio origen al partido Nacionalista Obrero Socialista [NAZI-1919].
Con la caída del régimen imperial, los empresarios reanudaron la producción desafiando la planificación central. Pero la hiperinflación, la deflación y crisis de 1929 mezcladas de liberalismo cultural, secularización de la vida urbana y la explosión artística, fue demasiada mixtura en un espacio tan pequeño.
Así se concibe y crece por tres lustros la República de Weimar. Parlamentaria, con matices militares, corporativos, sociales, liberales, de marco imperial, urbano, civilista, productivo, pero sobre una élite feudal, imperial y propietaria. Cinco años de tensa calma y constitucionalidad… y llega Hitler [1930], con sus dotes de orador, embriagado de nacionalismo, anticomunismo y etnicismo teutón, para liquidar la ecléctica república de Weimar.
El socialismo abortado y el liberalismo redentor
La alternativa al nacionalismo insaciable y al socialismo beligerante era el liberalismo. Pero su líder Gustav Stresemann carecía de base social y representación parlamentaria. Ni los socialdemócratas ni el centro católico eran adecuados para la democracia representativa. La calificaban de plutocrática, privilegiada, elitista. El republicanismo fue tildado de burgués y estatista.
Tras la experiencia de la guerra, las masas percibían que con la autarquía proimperial y militarista, propugnada por la sozialpolitika, economía iba fatal. Los “los únicos” que ofrecían una idea de cómo afrontarla eran los partidos nacionalistas de extrema derecha. Se abonaba el camino al nazismo.
Aquí queríamos llegar. Émile Zola –un convencido positivista que consideraba la razón como un instrumento para generar progreso– denunció, a finales del siglo XIX, las “tres plagas” que impedían constituir el gobierno republicano, porque mantenían un pensamiento fanático, privilegios corporativos y, sobre todo, erigían la usura como valor primordial.
En su obra El dinero, una de sus novelas más radicales, Zola denuncia los retorcidos mecanismos de lucro que envilecen al hombre. Decía que el capitalismo era “el estiércol en cual surgía la humanidad del mañana”.
La República de Weimar –considerada un modelo democrático de avanzada, federal, liberal de forma parlamentaria, presidente elegido de voto directo; respetuoso de la propiedad privada, rebosaba por sus cuatro costados el espíritu de concordia y mutuo entendimiento– instauró un Estado nuevo, que se dio al Deutsche Reich, que conservó su denominación, enmarcado en la Constitución de Weimar. Sus 181 artículos que le categorizan como una de las cartas magnas más ilustradas, pero también una de las más contradictorias de la humanidad.
Weimar tenía un mandato de siete años, dotado de fuerte autoridad y del derecho de disolución del Parlamento, lo que recuerda las atribuciones del antiguo emperador y las limitaciones del parlamentarismo bismarckiano. Se impuso entonces el nacionalismo populista que nos condujo a la Segunda Guerra Mundial.
Narrativa antiusura vs democracia liberal
Reflorece el discurso antiusura que lo conectan al antisemitismo. Una anticodicia, que demoniza el capitalismo feudal y el liberalismo elitesco. Una narrativa demoledora que hasta hoy no se ha logrado neutralizar.
Atrapados en discursos letales e inspiradores de masas, entre ignorancia y miseria, mueren las repúblicas, mueren las democracias, y murió Weimar.
De allí libros con títulos como Cómo mueren las democracias (Steven Levitsky y Daniel Ziblatt), El camino hacia la no libertad (Timothy Snyder), Cómo fallece la democracia (David Runciman) y muchos otros que nos alertan del peligro del neopopulismo y denuncian que de este síndrome remerge el verdadero estiércol: la tiranía.
Es tiempo de una oferta de narrativa que permita comprender el verdadero alcance del liberalismo. Fernando Vallespín dice: “No hay democracia sin liberalismo y sin protección social”. Sin aspiraciones a la justicia social –como señaló Hermann Heller– la democracia acabaría en la quiebra.
Tampoco hay democracia sin consensos. Weimar evidencia un pacto social de posguerra imperfecto, que hoy intenta redimir el planeta, pero no acaba de resolver. Y estalla Ucrania, y avanza el foro de puebla.
Weimar se convirtió en un símbolo político lastrado, sinónimo de democracia fracasada en una sociedad moderna, consumida por enemigos internos e ineptitud política para celebrar acuerdos. “Cultura Alemana de entreguerras, diría el marxista Erich Bloch, arrastrada por el fanatismo como fórmula perversa para atender desigualdades sociales y minorías relegadas, amputadas por la guerra”.
En Weimar pasó gran parte de su vida el músico Franz Liszt. Como si tuviera un imán para atraer genios, fue en este mismo lugar donde en el verano del año 1900 falleció F. Nietzsche y vio la luz el movimiento arquitectónico de la Bauhaus.
Pero acabó en las garras del nazismo. De acuerdo. Todo un misterio descifrar como una sociedad capaz de producir tal cantidad de inteligencia, variedad de vanguardias e innovaciones vitales, cae estrepitosamente [dixit VAllespín], como caen los imperios, como caímos nosotros.