Entre otros muchos rasgos distintivos, la sociedad moderna se caracteriza por dos aspectos que la definen muy bien: la habilidad para desarrollar tecnología cada vez más sorprendente y nuestra casi infinita capacidad para generar desechos de forma descontrolada. Y en el espacio, los seres humanos hemos logrado combinar ambos.
Imagine que está conduciendo su coche por una tranquila carretera, saliendo de la ciudad. Disfruta del paisaje mientras el manejo del vehículo, que es algo rutinario, se convierte en un proceso casi inconsciente. Circula a unos 60 kilómetros por hora. De repente, escucha un ruido, como un golpe seco, en el parabrisas. Observa hacia arriba, un poco a su izquierda, y nota una pequeña mancha grisácea en el cristal. Se da cuenta de que un diminuto objeto, muy probablemente un desecho, impactó contra el traslúcido material. El asunto no pasa de allí. En definitiva es un aspecto sin importancia.
Pero ahora, piense que el impacto de un pequeño objeto como ese no ocurriera en una tranquila carretera, sino a unos 700 kilómetros sobre la superficie de la Tierra. Que en lugar de estar a bordo de un sedán, estuviera usted en una nave de la Agencia Espacial Europea (ESA). En ese caso, la situación sería totalmente distinta.
Y ahora le viene una duda. Aquí, en la Tierra, hay muchos objetos de los que se pueden desprender pequeñas piezas que impacten contra nuestro automóvil. Pero ¿en el espacio? ¿En toda esa inmensidad de vacío? ¿En medio de la nada?
Lo cierto es que, a pesar de esa inmensidad de “nada”, la probabilidad de ocurrencia de un evento de este tipo en la órbita terrestre es cada vez mayor. Y es que el espacio alrededor de nuestro planeta se congestiona cada vez más.
Según datos de la Oficina del Programa de la NASA de Restos Orbitales, 2016 cerró con 17.876 fragmentos, 2017 con 18.835 y 2018, con 19.173.
Y los restos de misiones que vagan por el espacio han vuelto a aumentar este año, sobrepasando ya los 19.000 objetos.
Tecnología: la “buena” y la “mala”
Uno de los mayores obstáculos que ha enfrentado el ser humano en su carrera hacia el desarrollo tecnológico es la dificultad de manejar los efectos colaterales que cada nuevo avance va dejando. Aún hoy enfrentamos los efectos en el cambio climático, uno de los numerosos problemas que nos ha dejado la revolución industrial.
El aumento de las tierras cultivables y de las zonas habitadas por el hombre está contribuyendo a generar una extinción masiva de especies a un ritmo nunca antes visto. En esta puja de pros y contras, la carrera espacial no es la excepción. Y es que la exploración del espacio ha sido, sin lugar a dudas, una de las más grandes aventuras humanas.
Durante la guerra fría, la carrera espacial se convirtió en un elemento central de las agendas políticas de Estados Unidos y la extinta Unión Soviética, que les permitía mostrar su músculo militar.
La URSS tomó la delantera cuando en 1961 Yuri Gagarin se convirtió en el primer hombre en viajar al espacio. Ocho años después, EEUU tomó revancha, al lograr por primera vez en la historia que un ser humano caminara sobre la superficie lunar. El honor lo correspondió a Neil Armstrong.
Con el paso del tiempo, la carrera espacial ha visto sumarse a personas de diferentes culturas y latitudes, como chinos, japoneses, europeos y brasileños, todos los cuales han enviado robots a la Luna o completado con éxito misiones de circunvalación.
Un avance significativo se produjo en 2008, cuando la sonda india Chandrayaan-1 registraba por primera vez la existencia de agua en la Luna. Se abría un nuevo capítulo en la investigación espacial. La existencia de agua permitía a los científicos considerar la posibilidad de asentamientos lunares.
Además la existencia de Helio-3 utilizable como combustible en transbordadores de fusión nuclear convierte a la Luna no solo en un objetivo, sino en un medio para continuar la colonización del espacio. Por ello, la NASA ha comenzado a considerar seriamente que la Luna pudiera ser un puente para la conquista del espacio y que el siguiente objetivo sería Marte.
Nuevos logros, nuevos problemas
Sin embargo, la carrera espacial se enfrenta, como otros avances tecnológicos, a la ironía de verse frenada por su propio éxito. El progreso de la investigación, que ha llevado a un mayor número de misiones, ha generado un creciente volumen de restos no deseados, los cuales causan problemas cada vez mayores.
El problema se origina en el hecho de que llevar cualquier objeto al espacio es muy difícil. Se requiere una compleja tecnología, así como vehículos de gran capacidad, que sean capaces de alcanzar enormes velocidades que les permitan, en primer lugar, dejar atrás la atmósfera y, en segundo término, lograr una órbita alrededor de la Tierra.
El envío de cohetes al espacio genera una violenta separación de sus piezas para desplegar los satélites. Estos fragmentos de las desintegraciones del ascenso al espacio permanecen impulsados por la gravedad y crean una colección de arandelas y abrazaderas que se tornan peligrosas a corto y largo plazo.
Aunque hay algunos objetos más grandes, como naves en desuso, la gran mayoría son partes pequeñas. Sin embargo, lo reducido de sus dimensiones no significa que los problemas que ocasionan sean igualmente diminutos.
Marco Peñaloza-Murillo, investigador científico visitante del Departamento de Astronomía del Williams College de Massachusetts (Estados Unidos), recuerda que en la Tierra estamos protegidos por algunos “sistemas de defensa” naturales, como la atmósfera. Es por ello que los impactos de objetos, salvo aquellos muy grandes, no deben preocuparnos. Pero, en el espacio, la historia es totalmente distinta.
Y es que un objeto de 5 cm es lo suficientemente grande como para destruir un cuerpo de satélite o cohete si los escombros chocan con el cuerpo principal de la nave espacial.
El problema es que estas piezas quedan girando alrededor del planeta a unos 8 kilómetros por segundo (30.000 km por hora, aproximadamente) y debido a que cada vez se lanzan más objetos al espacio, van en aumento.
A medida que el número de objetos se incremente, las naves espaciales que se aventuren a dejar nuestro planeta corren un creciente riesgo de ser acribilladas con la metralla de las nubes de basura cósmica que vuelan rápidamente.
Y si hay dudas de los riesgos a futuro, ya han ocurrido varios eventos que encendieron las alarmas de diversas agencias espaciales.
En 2009, por ejemplo, el satélite comercial estadounidense Iridium se estrelló contra un satélite de comunicaciones ruso inactivo, el Cosmos-2251. La colisión produjo miles de nuevos fragmentos de metralla espacial, que ahora amenazan a otros satélites en la llamada órbita terrestre baja. Esta es la zona que se extiende hasta 2.000 kilómetros de altura.
Todo ello ha llevado a la cifra apuntada arriba, de casi 20.000 objetos de fabricación humana en órbita. Y estos van desde satélites en funcionamiento hasta pequeños fragmentos de paneles solares y piezas de cohetes.
Conforme crece su número, los operadores de satélites se ven cada vez más imposibilitados de alejarse de todas las posibles colisiones. Esta situación genera mayor trabajo y presión a los técnicos, que deben planificar y realizar movimientos evasivos o preventivos, cada uno de los cuales consume tiempo y combustible que, de otro modo, podrían usarse para el trabajo principal del proyecto en cuestión.
La invasión de los zombies espaciales
Hablar de “zombies espaciales” suena como un excelente tema para una película de Hollywood. Sin embargo, el término es una analogía para entender la actual situación de la órbita de nuestro planeta.
Y es que alrededor del 95% de todos los objetos en órbita son satélites muertos o piezas inactivas. Cuando alguien que opera un satélite activo recibe una alerta sobre un objeto en curso de colisión, sería útil saber cuán peligrosos son los desechos entrantes.
En ese sentido, los astrónomos y otros investigadores se han preocupado por la basura espacial desde la década de 1960. Uno de los casos más emblemáticos, en cuanto a esfuerzos por garantizar un espacio más limpio, ocurrió cuando la comunidad científica argumentó en contra de un proyecto militar estadounidense que pondría en órbita millones de pequeñas agujas de cobre.
Las agujas estaban destinadas a habilitar las comunicaciones de radio si las pruebas nucleares de gran altitud eliminaran la ionosfera, la capa atmosférica que refleja las ondas de radio en largas distancias. La Fuerza Aérea puso en órbita las agujas en 1963, llegándose a formar un cinturón reflectante.
La mayoría de las agujas se salieron de la órbita de forma natural durante los tres años siguientes. Sin embargo, el temor por las consecuencias de un posible “vertedero orbital” ayudó a terminar el proyecto.
Lo cierto es que el creciente volumen de objetos no deseados en la órbita terrestre ha obligado a los investigadores a buscar nuevas formas de atajar el problema.
Una de las propuestas actualmente en marcha es tratar de mejorar los métodos para detectar y evaluar lo que está en órbita. De este modo, los operadores de satélites podrían trabajar con mayor eficiencia, en un espacio cada vez más abarrotado.
Algunos investigadores ahora están comenzando a compilar un conjunto de datos masivos que incluye la mejor información posible sobre dónde está todo en órbita.
Otros están desarrollando taxonomías de la basura espacial: están estudiando la forma de medir propiedades como la forma y el tamaño de un objeto, para que los operadores de satélites sepan cuánto preocuparse por lo que les espera.
Varios investigadores están identificando órbitas especiales a las que se podrían mover los satélites después de que terminen sus misiones para que se quemen en la atmósfera rápidamente, lo que ayuda a limpiar el espacio.
Los satélites en órbita terrestre baja pueden eliminarse forzándolos a volver a entrar en la atmósfera, y la mayoría de los satélites en la región geoestacionaria menos transitada pueden colocarse de forma segura en órbitas de «cementerio» que nunca interactúan con otros objetos.
Un primer indicio de que los operadores de naves espaciales podrían aprovechar este fenómeno provino del tele-alcance espacial de rayos gamma INTEGRAL de la ESA, que se lanzó en 2002. INTEGRAL viaja en una órbita que se extiende desde la terrestre baja hacia una órbita geoestacionaria. Normalmente habría permanecido en el espacio durante más de un siglo, pero en 2015 la ESA decidió ajustar su órbita.
Con unas pocas quemaduras de propulsores pequeños, los controladores de la misión lo colocaron en un camino para interactuar con las resonancias gravitacionales. Ahora volverá a entrar en la atmósfera en 2029, en lugar de décadas más tarde.
En teoría, los operadores de satélites deberían tener suficiente espacio para que todas estas misiones puedan volar de forma segura sin siquiera acercarse a otro objeto. Así que algunos científicos están abordando el problema de la basura espacial al tratar de entender dónde están todos los escombros con un alto grado de precisión. Eso aliviaría la necesidad de muchas maniobras innecesarias que hoy se utilizan para evitar posibles colisiones.
La alternativa, dicen muchos, es impensable. Solo unos pocos choques espaciales no controlados podrían generar suficientes escombros como para desencadenar una cascada de fragmentos, haciendo inutilizable el espacio cercano a la Tierra.
Sin embargo, a medida que aumenta nuestra capacidad para monitorear objetos espaciales, también lo hace el número total de elementos en órbita.
Eso significa que las empresas, los gobiernos y otros actores en el espacio tienen que colaborar en nuevas formas para evitar una amenaza compartida.
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