La política es el arte de lo posible. Citando a Émile Zola, referido al arte: “Cuidemos la obra donde el temperamento trata de usurpar la naturaleza genuina del hombre”. Su moral, sus límites, sus convicciones. ¿Podríamos decir que el arte es la política de lo posible? ¿Es la obra posibilista? El arte [para los naturalistas] es la representación objetiva de lo que ves, no de lo que deseo que veas. ¿Es posible –en política– lo moralmente incorrecto? ¿Es posible –en el arte– depender de la ruina material del marchante?
Los procesos civilizatorios –según Nietzsche– pueden conducir inevitablemente a la desintegración y la decadencia. Los procesos culturales y de liberación –moralmente hablando– pueden culminar en “dejar marchar”; en corrupción, nacionalismos y libertinaje, en nombre de la cultura. Es aquí donde el arte o la política, rescatan, moderan, contienen, validan la voluntad del poder.
La cultura que destruye a la cultura
La obra, uno de los libros más exitosos de Emile Zola, tiene que ver con una encrucijada fundamental del arte moderno. El impresionismo como bisagra entre el final de un trayecto y el comienzo de otro. Encrucijadas transicionales que se dan en el arte y en la política. Es la realidad vs el simbolismo, el positivismo vs el romanticismo, el naturalismo vs. idealismo.
Emile Zola desea impedir “que los temperamentos” desdibujen el estricto sentido de la realidad. ¿El hombre se civiliza, se ajusta a los tiempos, por miedo o por convicción? ¿Es la cultura, el arte, las costumbres, la tradición, un instrumento audaz para evitar la decadencia o una herramienta peligrosa identitaria que la desintegra? Depende de los temperamentos sobre la verdad.
Zola viaja por una suerte de resistencia existencial, que la representación de las cosas sea hecha tal y como son “y no como pretende mi espíritu que sean”. En tal ‘distanciación espiritual’ va la brecha entre absolutismo y libertad, barbarie y civilidad, cultura y arbitrariedad.
Digno reconocer que no todo es válido en el arte, la política o en el amor. Dejar pasar o dejar hacer a cuenta de la cultura o la civilización es un arma de doble filo. Parafraseando a Zola, tanto daño hace la mercantilización inevitable, materialista y rapaz del marchante sobre arte, como el populismo [evitable] clientelar y propagandista del charlatán en la política.
«Dejar pasar o dejar hacer, a cuenta de la cultura o la civilización, es un arma de doble filo»
Y emergen “triunfales” las ambigüedades, los equívocos, las manipulaciones, que irrumpen sobre el carácter difuso e inculto del público, que “como un niño grande sin convicción propia” actúa en contra de la política o contra la obra, asumiendo como genuino y revolucionario aquel que le ofrezca “la democratización del criterio estético”, una nueva visión, una nueva moral.
La representación del Sena a las afueras de París es genuina y válida si su belleza es atrapada con honestidad. La distorsión nace cuando el sujeto desea cambiar “el objeto” por una realidad que no corresponde a la naturaleza de las cosas. La voluntad de poder comporta esos riesgos…Representaciones de ‘un paisaje’ de poder de justa apariencia, pero atado a odios, frustraciones o negaciones elevados con el sutil pincel del verbo, la dialéctica [victimización o nacionalismo] que bien enhebrado son un salto al nihilismo, a la nada, al caos, a la confrontación, que es desintegración. La cultura que destruye la cultura. La civilización que inciviliza.
La importancia de la historia, del arte y de la política
Sin duda la evolución del hombre implica la elevación de su condición humana y racional, escapando, domesticando, adaptando su naturaleza animal, su intolerancia, su endemoniada voluntad de dominio, a la razón.
La transición del naturalismo a cualquier tendencia evolutiva –en el arte y en la política– es legítima. ¿Monet o Renoir no tenían el genuino derecho a desplegar su entusiasmo, su temperamento a través de la sutileza de cuerpos desnudos en los litorales del Sena? ¿No es la representación de la democracia por Aristóteles, Platón, Voltaire o Rousseau –los cuerpos desnudos del pueblo y del poder– un digno temperamento concientizador de libertad?
Sin embargo, el costo de la toma de La Bastilla, los Comités de Salud Hebertistas, el reino del terror de Robespierre, ¿fueron genuinos? ¿La era industrial y la explotación proletaria valida El capital [Marx]? ¿El positivismo y el “amor” por la cultura y la raza justificó el nacionalismo alemán y el holocausto? ¿La revolución justifica la dictadura? El problema no es la transición sino las distorsiones que comporta.
Esa es la importancia de la historia. Valorar la trascendencia de la belleza de la naturaleza, la belleza humana, del poder de la voluntad, donde el arte produce encanto, espiritualidad y la política, paz, orden y convivencia.
La democratización de la cultura: el reino de los fatuos
Napoleón III [1855] lanzó la Exposición Universal Industrial y de Arte en el desaparecido Palacio de las Industrias. Ordenó un salón para los artistas rechazados por la academia [1863], entre ellos Manet, Monet, Renoir [El Sena en Asnières], Cezzane… Produjo una afluencia masiva. El público a tropel se volcó más que al salón oficial por la curiosidad. La academia plantó cara por ser una decisión displicente.
No se hicieron esperar los rostros estirados de la burguesía iletrada, dibujados por Honoré Daumier. Caras congestionadas, «todas con la boca abierta y el rictus idiota del ignorante, que opina sobre pintura, revelando con ello su redomada necedad, reflexiones estrafalarias, burlas estúpidas y malvadas que el ver una obra original puede provocar en la imbecilidad burguesa» [Dixit Zola]. Es el peligro de la democratización de la estética, de la cultura, del arte o del poder. Alberga tanto público de galería como farsantes tamizados.
La democratización de la vida, el capital o la propiedad es buena, siempre que no provoque reflexiones estrafalarias. En el salón de los rechazados fue elocuente la positiva representación de los excluidos y de la obra, pero también se sufrió el riesgo de un público de salón ignorante, que pretendía saberlo todo. Cuidado, la “exquisitez” del marchante, de un Charles Baudelaire, sustituye la obra como el populista el poder. Caemos en la incultura, en el reino de los fatuos.
El Estado es la vía integradora
El Estado sustituido mercadeo, análisis psicológico, sutilezas, retórica renuncia a su esencia transformadora y evolutiva, reivindicadora de la belleza humana, de la razón y del espíritu de convivencia. Entonces el arte y la política se reduce a galería, a redes sociales, a la banalización de la voluntad de poder. Diría Zola: “Una enorme confitería”.