Santiago Iñiguez de Onzoño, IE University
En 1960, Adolf Eichmann, responsable de la Solución Final del régimen nazi, el plan para trasladar a multitud de judíos a los campos de concentración para su exterminio, fue detenido en su escondite argentino y llevado a Jerusalén, donde sería juzgado por crímenes contra la humanidad.
Hannah Arendt, reconocida filósofa nacida en Alemania con nacionalidad norteamericana, quiso aprovechar esta oportunidad para conocer, de primera mano, el testimonio de uno de los protagonistas del régimen político posiblemente más malvado de la historia de la humanidad. Para ello, solicitó al editor del New Yorker que la enviara como reportera al juicio, del cual resultaría finalmente su libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal.
Durante el juicio a Eichmann se recabaron los testimonios de muchas de las víctimas del Holocausto. En su obra, Arendt ironizó sobre la actitud del fiscal Gideon Hausner, por adoptar un tono retórico y pomposo, convirtiendo el juicio, en su opinión, en un espectáculo. También cuestionó, no sin recibir críticas, la actitud de los consejos judíos que durante la deportación colaboraron con los nazis en la identificación y puesta a disposición de otros conciudadanos judíos para su apresamiento.
Quizás el tema más interesante sobre esta obra es la disección que Arendt hace sobre el protagonista del juicio, tal y como se muestra durante las sesiones, sereno y consciente, como una persona normal. Cuando contempla a Eichman sentado en el banquillo y escucha su confesión, repara en lo que ella califica como la banalidad del mal:
“Me limito a señalar un fenómeno que, en el curso del juicio, resultó evidente. Eichmann no era un Yago ni era un Macbeth, y nada pudo estar más lejos de sus intenciones que «resultar un villano», al decir de Ricardo III. Eichmann carecía de motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso… Para expresarlo en palabras llanas, podemos decir que Eichmann, sencillamente, no supo jamás lo que se hacía.
Y fue precisamente esta falta de imaginación lo que le permitió, en el curso de varios meses, estar frente al judío alemán encargado de efectuar el interrogatorio policial en Jerusalén, y hablarle con el corazón en la mano, explicándole una y otra vez las razones por las que tan sólo pudo alcanzar el grado de teniente coronel de las SS, y que ninguna culpa tenía él de haber sido ascendido a superiores rangos… No, Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión —que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez— fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo.”
El mal es prosaico
El propósito de Arendt era desmitificar el mal, la idea de que existen personas con algún tipo de posesión demoníaca que se han planteado deliberadamente ser malvados desde que tenían uso de razón. Cuando analizaba al acusado, concluía que el mal es prosaico y que las personas que actúan cruelmente nos las podríamos encontrar por la calle sin distinguirlas de las demás.
Ciertamente, son limitados los casos de criminales con algún tipo de trastorno mental, en los que incluso cabría considerar su falta de intencionalidad y suelen, por ello, ser exculpados e internados en clínicas y no prisiones. Eichman no era un ser enajenado, sino que parecía una persona corriente, hasta vulgar, y aunque en las respuestas al interrogatorio reconoció su responsabilidad última en la deportación de inocentes, matiza que siempre siguió órdenes y que nunca mató ni ordenó la muerte de ninguna persona.
Este relato del juicio atrajo numerosas críticas sobre Arendt, que fue acusada de compadecerse del verdugo y no de las víctimas, algo infundado, ya que consideraba que Eichman era uno de los mayores criminales de su época. Además, le veía responsable de los delitos de los que se le acusaba, y apoyó la sentencia del tribunal condenándole a muerte.
Lo interesante, empero, es que estando delante de uno de los personajes más siniestros del nazismo, que decidió, desde su oficina, hacinar a millares de judíos en trenes hacia la muerte, parecía como si sus decisiones fueran técnicas y asépticas, aunque provocaran consecuencias aterradoras. La impresión era la de una persona corriente que había formado parte de un sistema cruel, dando por supuesto su deber de seguir las órdenes recibidas, aunque fueran injustas.
¿Tenemos una naturaleza perversa?
A este respecto, el tema que me interesa tratar aquí no es si la naturaleza humana tiene una orientación perversa o benévola, si sentimos una inclinación hacia el bien o hacia el mal.
Como he comentado en otro artículo, hay dos grandes alternativas en la filosofía. Por un lado, la liderada por Jean-Jacques Rousseau, quien defendía que las personas son originalmente buenas, y solo se pervierten al entrar en sociedad y relacionarse con los demás. Rousseau proponía por ello volver al estado de naturaleza donde todos podrán alcanzar en plenitud sus libertades y aspiraciones.
Este planteamiento tomó auge con el descubrimiento en los siglos XVIII y XIX de tribus aborígenes en lugares remotos, y la idealización del “hombre salvaje” como ser ingenuo y bondadoso, que al ser llevado a la metrópolis era incapaz de integrarse y se convertía en transgresor. La historia de Tarzán se inspira en este mito.
En el polo opuesto, Thomas Hobbes afirmaba que “homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre) y solo mediante el ejercicio de la fuerza por parte del estado es posible someter esa naturaleza indómita y garantizar una relativa paz social. Sin la coerción del derecho por los poderes públicos volveríamos a un estado natural de caos, donde imperarían la violencia y la ley del más fuerte.
Con independencia de la concepción que se tenga sobre la disposición de la naturaleza humana, lo que Arendt se plantea realmente es cómo en el contexto de una sociedad avanzada, educada, con unos principios morales compartidos colectivamente y un derecho –aunque durante el régimen nazi existiera plena discrecionalidad– pueden existir personas cuyo comportamiento o complicidad causen tanto daño. Estamos ante la banalidad del mal.
Los experimentos inquietantes de Milgram
Poco después de la celebración del juicio contra Eichman, el psicólogo Stanley Milgram, profesor de la Universidad de Yale, realizó un experimento que ha sido replicado posteriormente en distintas versiones y lugares. Su propósito original era el de responder a la pregunta “¿Podría ser que Eichmann y sus millones de cómplices solo estuvieran siguiendo órdenes? ¿Podríamos calificarlos de cómplices?”
El experimento de Milgram consistía en lo siguiente. Se seleccionó a un grupo de participantes con perfil diverso, a los que se les designaba como “instructores” y se les explicaba que tenían que administrar una serie de descargas eléctricas a unos “aprendices”, en el caso de que éstos no respondieran correctamente a un ejercicio de asociaciones de palabras, todo ello supervisado por una autoridad.
La asignación de roles en el experimento tenía importancia, porque los seres humanos tienden a asociar el comportamiento debido con una función. Supuestamente, los instructores (verdaderos protagonistas del experimento) pensaban que las descargas iban aumentando en potencia, aunque en la realidad eran ficticias y los aprendices eran actores que fingían sentir un dolor creciente. Si las descargas hubieran sido reales, los aprendices no habrían sobrevivido.
El principal hallazgo del experimento fue que la mayor parte de los participantes ejecutó las órdenes, aunque todos protestaran en algún momento del proceso antes de implementarlas. Mientras que la totalidad de los participantes atizó descargas de 300 voltios, un 65% llegó a infligir sacudidas de hasta 450 voltios.
Curiosamente, Milgram realizó encuestas previas al experimento, con el objetivo de contrastar las expectativas de otros colegas sobre los posibles resultados del experimento. Los psicólogos y expertos consultados confiaban, de media, que solo el 1.2% de los participantes llegaría hasta el final del experimento.
Con esta estimación, la intención de Milgram era realizar el experimento inicialmente con americanos, y posteriormente con participantes alemanes, en la suposición de que éstos tenían un sentido del deber y de la obediencia debida más arraigado. A la vista de los resultados finales, decidió no hacer el experimento con alemanes. No obstante, ejercicios análogos en diversos países muestran que no existen diferencias significativas como consecuencia de la diversidad cultural.
La obediencia ciega en el ámbito de la empresa
Salvadas las distancias entre el horror del nazismo y los experimentos inquietantes de Milgram, me parece especialmente interesante tratar del tema de la obediencia debida en el ámbito de la empresa, especialmente por el impacto significativo que las decisiones empresariales pueden tener en el entorno local y a escala global. Con cierta frecuencia, los directivos reciben órdenes o indicaciones de arriba con consecuencias perjudiciales para otras personas.
Muchas veces se entienden como decisiones adoptadas, y por tanto no discutibles, aunque los medios para implementarlas puedan ser decididos por la persona que ejecuta la medida. Por ejemplo, en procesos de recortes, al despedir a un número significativo de trabajadores, o cuando se cierra una unidad de negocio que parece arrojar beneficios, o se reducen gastos con el riesgo de disminuir la calidad de los servicios prestados, o se fabrican productos que no cumplen con los estándares, o se influye indebidamente sobre los representantes de la administración pública con el objetivo de lograr algún favor.
Sin duda, la historia nos proporciona ejemplos de los que aprender, para evitar la decadencia y los efectos indeseados de la obediencia ciega, sin ejercitar un espíritu crítico razonable.
Una versión de este artículo fue publicada originalmente en Linkedin.
Santiago Iñiguez de Onzoño, Presidente IE University, IE University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.