En un mundo donde hasta el ser humano y las imágenes que sobre él puedan crearse se han convertido en una mercancía codiciada, de acuerdo con los nuevos códigos referentes de la revolución digital, existen palabras en el mercado que sirven para inflar el precio, para hacer crecer su valor y colocar la etiqueta de consagración. Una es la palabra éxito.
Por supuesto, esa palabra deslumbrante usada con resonancia para distinguir en las redes, le da rango a las aspiraciones de millones y millones de clientes que tratan de conseguir una salida a la mercancía sin valor agregado que ellos constituyen, si no llevan el sello de una marca reconocida que elimine el posible juicio de términos que devalúan, como perdedor, mediocre o anónimo. Las palabras, utilitariamente manejadas en un mundo digital de ciegos, se han vuelto marcas, herramientas del marketing.
El lenguaje, virtuoso elemento de mercadeo
No he creído nunca en los libros de autoayuda y no creo en palabras luminosas que esconden la verdadera esencia de la dinámica de la existencia, como exitoso, ganador, triunfador o conquistador. Son clichés para ingenuos que no han descubierto el norte esencial de la vida o manadas de rebaños que caminan al son que toquen los pastores del momento.
Si en la antigüedad la filosofía le dio un peso definitivo al deber ser; en el capitalismo y la modernidad el signo del buen hacer para ser, sería el tener. Con la revolución tecnológica, lo máximo es parecer, y el like o me gusta, es el signo de aprobación superior de que lo estás haciendo genial.
Siento que no hay un solo término que sea definitivo para juzgar la conducta personal y profesional a partir de un adjetivo, por demás subjetivo, muy relativo y parcial al enjuiciar aciertos y desaciertos del comportamiento humano. Creo que cuando nos conocemos bien física, psíquica y espiritualmente, tenemos ganada una parte esencial de la vida para actuar personalmente con acierto.
Sucede igual con la formación. Si descubrimos más temprano nuestras inclinaciones aptitudinales y nuestra vocación en la actividad, oficio o profesión que elijamos, vamos a lograr hacer obras que nos brinden satisfacción y nos den momentos de felicidad. De seguro haremos labores de altos kilates que nos darán placer y, también en ocasiones, desempeños sin recompensa que nos provocarán frustración o dolor.
La clave de que nos sintamos bien y hagamos cada día mejor las cosas, en lo personal y lo profesional, va a depender de la autoaceptación, un elemento muy bien ponderado en una investigación profunda, llevada a cabo durante dos años por Ricardo Perret, titulado el Gen exitoso.
Aunque no comparto el uso del término éxito del autor, para calificar los buenos desempeños que producen satisfacción y por lo tanto momentos felices, me parece serio su análisis, su metodología, los trabajos de campo realizados con personajes importantes del mundo de la gerencia, de donde extrajo unos ilustrativos patrones de comportamiento que hacen de la autoaceptación el principal de los denominadores comunes para iniciar el camino al futuro en positivo.
El éxito no existe, es una ficción del mercado
¿Por qué reniego del éxito? Simplemente porque no existe per se, su etimología lo explica claramente. Viene del latín exitus, que significa salida, fin, término, lo que hay al final de una acción, de un proyecto, de una vida y ni siquiera después de muerto puede decirse, aun siendo Mozart o Proust, que su vida fue exitosa.
Se puede decir que tuvieron momentos significativos en sus vidas en los que construyeron grandes obras, pero todos los seres humanos los tienen: la mujer cuando pare al hijo de una unión deseada, el profesional que obtiene un título, el pintor que produce una gran obra, el actor que tiene una destacada actuación, pero consideremos también que ha tenido unas menores que a él mismo le han causado pena.
Es el fin de un ciclo que puede terminar bien, pero inmediatamente vendrá uno nuevo impredecible también en su desenlace. Por eso afirmo que existen palabras que fingen una consagración que no es tal. Es un paso siempre inflamado por el interés monetario de la industria cultural y ahora también tecnológica.
La autoaceptación, el inicio del encuentro con uno mismo
Ahora, ¿por qué la autoaceptación es el punto de partida para empezar a hacer las cosas bien? Simplemente porque identifica y hace corresponder la vida interior, lo que auténticamente sentimos y deseamos y lo que no tambien íntimamente, con la actividad a la que de verdad nos gustaría consagrar la vida. No lo que decida quienes forman parte del entorno o los mecanismos sociales de persuasión que me hacen un objeto y no un sujeto.
Como afirma Perret:
Desde tiempos inmemoriales, en una gran cantidad de culturas se ha utilizado el símbolo del laberinto para representar la búsqueda humana de lo misterioso, de lo más valioso, de aquello que se encuentra en el más recóndito centro.
Y continúa…
La larga y misteriosa tensión para llegar allí implica, mucha inteligencia, paciencia, valor para superar obstáculos, vencer miedos y rechazar demonios que emergen sorpresivamente en el camino y dificultan la llegada al descubrimiento más sublime.
No es nada fácil, forma parte de un fantástico proceso de autodescubrimiento que nos provoca mucha satisfacción personal cuando vamos identificando parcialmente gustos, comidas, colores, sonidos, vestuarios, motivos y sentires que nos acercan y nos alejan de personas, inclinaciones emotivas, contactos, entornos, placeres que nos van aproximando a lo que realmente somos.
Después, comenta Perret, cuando avanzamos y vencemos en el territorio personal, el éxito profesional se da con mucha más facilidad y es mucho más permanente y no a la inversa. Hemos descubierto los que nos gusta y aprendemos a aceptar, a tolerar y a manejar lo que nos disgusta de nosotros mismos.
Para algunos autores lo que hay en el centro del laberinto, eso que es nuestra alma, según estudios comparativos de muchas mitologías y teologías, es tu propio yo, tu realidad, tu misión, tu encuentro con la divinidad. No muchos seres humanos consiguen esa autoaceptación tempranamente. Me atrevo a afirmar que la mayoría no lo consigue en una primera pasantía por la vida, son muy pocos los que la alcanzan aún jóvenes y muchos los que lo logran en la madurez.
Por eso, creo, no son muy numerosos los que consiguen en plena juventud hacer coincidir su vida personal con su vida profesional. El proceso de ajuste es progresivo y muy lento, como todo lo que involucra la psiquis.
Las limitaciones de la autoaceptación
Estoy convencido de que la limitante fundamental al proceso de autoaceptación lo constituye la calidad de la educación que se nos imparte entre la casa y la escuela, donde aparecen los primeros registros de lo que aprendemos, donde copiamos lo bueno y lo malo, cuando más afecto y protección necesitamos; pero donde, parece mentira, más libertad para actuar, elaborar y crear requerimos para que puedan aparecer, sin dejar huellas, los demonios de la genética cruzada que traemos de nuestros ascendientes y podamos exorcizar todos los policías que nos vigilan en los cuartos y en la escuela, provenientes de los tabúes del atraso y de la religión.
Uno de los ejemplos más tardíos de autoaceptación se dio en Marcel Proust, uno de los más grandes escritores de la literatura universal. Al respecto nos habla Maurois, en una de sus biografías más celebradas:
Aceptarse es la primera condición para escribir. ¿Cómo hacer brotar el manantial si nos negamos a cavar en la dirección de la veta interior? Proust seguía negándose a conocerse, y su disipación tenía por objeto esencial dispensarlo de expresarse. Entre su culto familiar de muchacho modelo y su vida secreta mediaba una distancia demasiado grande para que osase franquearla. Palpitaba en él una multitud de verdades relativas a las pasiones, los caracteres, las costumbres, pero los había descubierto a través de amores inferiores y detestables, cuyo sospechoso origen le impedía hablar de ellos.
Estoy seguro, su madre y su abuela, con toda la magistral prosa de Proust y su consustancial elegancia, se hubiesen horrorizado de haber leído algunos pasajes de Sodoma y Gomorra, el cuarto tomo de En busca del tiempo perdido. Presiento que, vivos sus padres, jamás se hubiese atrevido a escribir con tanto aliento tantas bellas, espléndidas y truculentas enredaderas del alma.
No se me ocurre cuál sería el método y la orientación de un modelo de educación que, desde la casa y de manera pedagógica y didáctica, incluya de forma técnicamente apropiada los elementos básicos que ayuden al niño, desde temprano, a crecer sin culpas y sin el dominio influyente de una sola religión; a tener una adecuada y abierta educación de género, y, una orientación más allá de test estandarizado que haga natural la elección vocacional.
Cuando nos encontramos muy jóvenes con nuestra propia esencia, nos evitamos sufrimientos y se los evitamos a todo el prójimo que forma parte de nuestro entorno, nos hacemos más productivos, eficientes y humanos, en nuestras profesiones y quehaceres y estamos preparados sanamente, para todo, hasta para la muerte.