A pesar de las numerosas interpretaciones, los escritos de Kafka continúan sumidos en una atmósfera enigmática, a ratos inasible, que proyecta oscuros nubarrones a través de los cuales pueden penetrar poderosos rayos de luz. Es importante, debido precisamente a la complejidad de sus contenidos y la ambivalencia de sus significados, jamás perder de vista que se trata por encima de todo de una gran obra artística, que se sostiene por sí misma más allá de la “filosofía” que le logremos descifrar.
Estamos hablando de uno de los más impresionantes logros de la literatura del siglo XX, y que exige respeto a su especificidad literaria. No obstante, también es indudable que las novelas, cuentos, diarios, cartas, y otros textos de Kafka contienen claves de suprema relevancia para adentrarse en los laberintos de la conciencia moderna, enfrentada a la angustia de existir.
Esas claves son bastante más ambiguas de lo que sugiere la tan difundida versión, propagada entre otros por Camus en su mito de Sísifo,[1] según la cual la obra de Kafka sintetiza el absurdo de la existencia, lo irracional e innecesario de la vida.
Lo cierto es que la evidencia de los textos indica bastante claramente que, a pesar de que los personajes de Kafka se mueven en un espacio de libertad aparente, el drama de sus vidas avanza regido por una lógica estricta e implacable, que poco o nada tiene de gratuito o irracional. Por el contrario, como dice el sacerdote a Josef K., en un revelador episodio de El proceso: “No hay que considerarlo todo cierto, hay que considerarlo necesario”; ante lo cual K. comenta: “La mentira se convierte en el orden universal”.[2]
Si bien hay que cuidarse, como lo advierte Nuño, del “monstruoso rastrillo de múltiples interpretaciones”[3] a que ha sido sometida la obra de Kafka, la que propongo procura respetar no solamente su rango artístico, sino también su carácter en diversos sentidos ambiguo, que le hace escapar de los intentos de encasillarla dentro de los límites demasiado rígidos de una visión unilateral y excluyente.
Creo que un ángulo de aproximación válido a la obra de Kafka consiste en estudiarla como un intento de análisis, trágico y lúcido a la vez, de un “sistema de poder”.[4] Canetti llega a afirmar que “de todos los escritores, Kafka es el mayor experto en materia de poder; lo ha vivido y configurado en cada uno de sus aspectos”.[5]
El empleo de esta clave hermenéutica no implica desconocer la multidimensionalidad de una obra, cuyo rasgo fundamental se encuentra en su sutileza simbólica, en la plurivalencia de sus hallazgos y el escape recurrente de sus significados fugitivos.
De hecho, la obra entera de Kafka se sustenta sobre una permanente tensión entre, por un lado, un ansia de salvación humana y una aspiración de inocencia, y de otro lado, una esencial incapacidad para dirigirse decisivamente hacia esa “salida” y reconocerla de una vez por todas, unida a la convicción acerca de una imborrable y estigmática culpa.
Esta tensión ha sido apreciada por comentaristas como Thomas Mann y Charles Moeller, entre otros,[6] y la evidencia indica que tuvo su origen en la desigual confrontación entre la débil naturaleza personal de un espíritu agudamente sensible como el de Kafka, y el sistema de poder encarnado primordialmente en su padre, con el cual se halló en pugna desde su infancia.
Se trataba, repito, de un sistema ante todo plasmado en la figura de su padre y extensivo a toda una amplia estructura de relaciones humanas, un padre a quien Kafka aseguró en su conmovedora Carta: “Mis escritos se referían a ti”.[7]
Kafka jamás deseó esa lucha, siempre quiso sustraerse a ella e ingresar en ese “castillo” de reconciliación con la vida y el mundo, pero no le fue posible:
“No me condujo por la vida la mano del cristianismo —escribió en su Diario—por otra parte en pesada mengua… ni pude tampoco aferrar el último borde del abrigo de la plegaria hebrea, que ya se iba, como los sionistas. Yo soy principio y fin”.[8]
Al mismo tiempo, Kafka sentía que esa esterilidad de una existencia que buscaba sin hallar no era inevitable en su caso, aunque en otras ocasiones el peso de su sentido de culpa le hacía creer que era necesaria. Dice en el Diario:
“Echo raíces en un pésimo terreno. Por qué no nací en una tierra mejor? Quién sabe! Tal vez no soy digno? No se diría. Ningún arbusto puede brotar más frondoso que yo”.[9]
Kafka creía accesible una “tierra mejor”, pero no se sentía capaz de alcanzarla; estaba atrapado por su debilidad y sometido a su existencia solitaria como cómplice —aunque renuente—de un sistema de poder al que con tanta indecisión y miedo combatía.
Moeller argumenta que Kafka no quiso verdaderamente dominar la situación, que bastaba querer, y el único gesto exigido sería presentar la solicitud para ingresar en el castillo de la Gracia.[10] Así también lo ve Mann, para quien Kafka era “un creyente inquebrantable, consagrado intensamente a obtener la Gracia, de la que tenía una necesidad apasionada y desenfrenada…”.[11]
La incapacidad de los protagonistas de Kafka para acceder los convierte a ojos de Moeller en culpables, y ciertamente lo son: el Josef K. de El proceso, el K. de El castillo, el Georg Bendemann de La condena, y el Gregor Samsa de La metamorfosis son culpables (aunque aspiran a la inocencia), y su culpabilidad es tomada completamente en serio por Kafka.[12]
Y son culpables porque son cómplices de las fuerzas que les oprimen, inmersos en el sistema de poder.
¿A qué se debe esa complicidad? Según Moeller, a que Kafka “no podía dejar de rechazar la rebelión, porque no podía rebelarse sin destruir precisamente lo que quería alcanzar… es decir, el mundo del padre”.[13]
Esta interpretación me parece acertada, pero sólo en la medida en que por “el mundo del padre” entendamos algo mucho más amplio y significativo que lo que la frase misma sugiere; es decir, por ese “mundo” debemos entender una morada en la cual el sentimiento de estar lejos de Dios y de un mundo en el que el amor y el arte tengan sentido, sea superado, y la existencia del hombre pueda al fin reconciliarse consigo misma, habiendo hallado un abrigo.
El mundo del padre, para Kafka, era el mundo del poder, de un poder que Kafka experimentaba con extremo sufrimiento; ahora bien, ese mundo representaba igualmente algo más comprehensivo y abarcante: el mundo de la vida normal de los seres sin miedo y dispuestos a encontrarse en el amor, la familia, la esperanza.
Adolfo Hoffmeister , CC BY-SA 4.0, vía Wikimedia Commons
Kafka anhelaba pertenecer a ese mundo, pero el mismo se le mostró desde temprano como un espacio contaminado por relaciones de dominación que le asfixiaban. No se rebeló, no solamente porque no se sentía capaz de hacerlo, pues su debilidad personal era severa, sino también porque temía que esa rebelión destruyese, además del poder, lo que de positivo lograba percibir en su ansiedad por pertenecer y escapar de su desamparo.
De allí las terribles tensiones de una obra y una vida que se presentan siempre ambiguas, paradójicas, en ocasiones contradictorias. De allí también el significado de la enigmática frase del Diario: “En la lucha entre ti y el mundo procura secundar al mundo”;[14] no el “mundo del padre”, el del poder, sino el del encuentro con una paz posible más allá del poder.
El aporte fundamental de Kafka para el estudio del poder se centra en el procesado o víctima, y no en el agente del poder. Casi sin excepción, sus principales escritos se mueven en el contexto de lo que en la Carta al padre el autor denomina “unas relaciones de poder ya establecidas”,[15] que sin embargo evolucionan, dejando normalmente al protagonista en estado de indefensión.
Tanto en La metamorfosis como en La condena, la dinámica de poder se caracteriza por el cambio en las relaciones de poder entre padre e hijo dentro de la familia. El fortalecimiento del padre produce un debilitamiento del hijo y viceversa. Al final, Gregor Samsa se convierte es un asqueroso insecto y Georg Bendemann admite la condena a muerte dictada por el padre, y la ejecuta sobre sí mismo.
Esa muerte de los hijos trae como resultado la recuperación de la fuerza de los padres. El viejo Samsa recobra su vitalidad y regresa al trabajo, en tanto que el viejo Bendemann constata: “Todavía soy el más fuerte!”.[16]
El poder, para Kafka, es la culpa: la lucha contra su padre no era otra cosa que la lucha contra un poder superior que le impedía respirar como un ser humano digno. Kafka experimentó intensamente el miedo al poder; por una parte, el poder que otros podían ejercer sobre él, oprimiéndole y minimizándole, y por otra —aunque este aspecto se encuentra menos desarrollado en sus obras— el poder que él podía igualmente ser capaz de ejercer sobre otros, sumiéndoles en el mismo dolor que el sentía:
“Dado que (Kafka) teme al poder en cualquiera de sus manifestaciones, dado que el auténtico objetivo de su vida consiste en sustraerse al poder en cualquiera de sus formas, lo presiente, reconoce, señala o configura en todos aquellos casos en que otras personas lo aceptarían como algo natural”.[17]
El poder se aparece a Kafka como, a la vez, la más tangible, cruda y traumática de las realidades, y como un mal inasible que se sustrae a las personas a las que no obstante afecta decisivamente. Tanto en El castillo como en El proceso el poder se sustrae; los protagonistas lo ven, pero carecen de la certeza de haberle visto.
De hecho, señala Canetti, “la relación entre la humanidad impotente asentada al pie de la montaña del castillo y los funcionarios es la espera del superior. Pero jamás se plantea la pregunta del porqué de este ente superior. Sin embargo, lo que de él emana y se difunde entre los seres comunes es la humillación a través de la dominación”.[18]
Canetti considera posible la presencia del elemento religioso en El castillo, pero piensa que es una presencia desnuda, “cual una insaciable e incomprensible nostalgia desde arriba”.
A diferencia de Moeller y Mann, que perciben en Kafka la pasión frustrada de acceder, Canetti interpreta El castillo como el “ataque más claro contra la sumisión a lo superior”, “…tanto si se quiere entender por ello un poder divino o meramente terrenal. En efecto, aquí todo poder se ha convertido en uno solo y resulta condenable: la fe y el poder coinciden, ambos parecen dudosos; la sumisión de las víctimas, que ni tan sólo llegan a soñar la posibilidad de otras condiciones de vida, haría un rebelde incluso de aquel a quien las retóricas ideológicas —en su mayor parte, fracasadas— no han llegado ni remotamente a tocar”.[19]
No creo que Canetti acierte al dibujar un Kafka “rebelde”. Sus textos literarios, cartas y diarios sugieren otra cosa: el poder es culpa, y somos cómplices de sus designios. En El proceso, por ejemplo, Joseph K. parece luchar contra un adversario al que no conoce, mas en un episodio clave un sacerdote procura hacerle comprender que en realidad lucha contra sí mismo:
“Pertenezco al tribunal —dice el sacerdote—. Así que, por qué tenía que querer algo de ti? El tribunal no quiere nada de ti. Te toma cuando llegas y te deja cuando te vas”.
K. afirma: “Yo no soy culpable… es un error. Cómo puede ser una persona culpable? Aquí todos somos personas, tanto los unos como los otros”.
El sacerdote responde: “Eso es cierto, pero así suelen hablar los culpables”.[20]
En un sentido, es claro que depende de K. que el tribunal ejerza o no autoridad sobre él, y que la autoridad es el mismo K. Por otro lado, sin embargo, la autoridad se evidencia en la práctica como incontrolable por K., quien se siente extraña y paradójicamente atraído por ese poder intangible y real a la vez:
“Durante la semana siguiente, K. esperó día tras día una nueva notificación; no podía creer que hubieran tomado al pie de la letra su renuncia a los interrogatorios y cuando la esperada notificación no había llegado aún la noche del sábado, supuso que había sido citado, sin indicación expresa, en la misma casa a la misma hora. Así que el domingo se encaminó de nuevo hacia allí… A su llamada abrieron al instante… ‘Hoy no hay sesión’, dijo la mujer. ‘Pero por qué no ha de haber sesión?’, preguntó K. sin poder creerlo”.[21]
El protagonista, el procesado, se presenta ante el tribunal por su propia voluntad. Antes, en obras como La condena y La metamorfosis, el poder externo del padre fue crudo e implacable. En el primer relato, el padre condena al hijo a morir ahogado y como consecuencia el hijo se ahoga; en cuanto al segundo, cabe imaginar al viejo Samsa ordenando a Gregor convertirse en insecto, como en efecto ocurre.
En El proceso el poder se generaliza, lo abarca todo, interiorizándose incluso en el propio protagonista, en un Joseph K. que es obviamente un cómplice del curso de los eventos.[22] Esa complicidad se enraíza en el miedo a un mundo, el mundo del poder, percibido como amenaza; en una honda debilidad personal, el sentido de culpa y el desamparo común.
En un principio, como lo expresa la Carta, ese miedo al poder se materializaba en la figura del padre: “El miedo y sus efectos me atenazan cuando pienso en ti… habría podido aventurar que tú me aplastarías bajo tus pies… me fuiste aterrorizando en todos los sentidos…”. Y el resultado de la educación suministrada por el padre no fue otro que “la debilidad, la carencia de confianza en mí mismo, la conciencia de culpa”.[23]
Más adelante, como queda plasmado en el Diario, la amenaza es del mundo y del prójimo en general:
“Si mi padre solía decirme, en un tiempo… Te mato como a un perro… ahora esa amenaza opera independiente de él. El mundo —F. (Felicia, un amor de Kafka) es su representante— y mi Yo matan mi cuerpo en una divergencia irreconciliable”.[24]
El miedo frente a la superioridad de los demás es un tema crucial en Kafka, y su manera de librarse del peligro es volverse pequeño y esconderse. Partiendo de la delgadez —asegura Canetti—, Kafka adquirió una inquebrantable convicción de debilidad:
“Temía la penetración de fuerzas hostiles en su cuerpo, y con el fin de evitarlo vigiló siempre las vías de acceso que podrían utilizar”.[25]
El texto que lo manifiesta de modo más patético es La construcción, uno de los últimos que escribió, donde leemos esto:
“Yo necesito la inmediata posibilidad de escape, pues, no puedo ser atacado a pesar de toda mi vigilancia en el punto más inesperado?… Hay muchos que son más fuertes que yo, mis enemigos son innumerables; podría suceder que yo huyera de uno y cayera en las garras de otro… Me basta aproximarme a la salida, aunque todavía esté separado de ella por galerías y plazas, para sentirme en la atmósfera de un peligro… A veces sueño que he reconstruido la entrada… y que se ha vuelto inexpugnable; el sueño en que eso sucede es el más dulce de todos y al despertar aún brillan en mi barba lágrimas de alegría y de liberación”.[26]
El poder es la culpa porque el poder es el mal. En Kafka, se percibe un profundo dolor ante su enorme debilidad personal; mas no porque pretenda o desee imponerse sobre los otros, superando esa condición frágil y humillante, sino porque de todo ello —de esa debilidad y del afán de dominación de los demás— lo que emerge es un común desamparo.[27]
Kafka aborrecía la violencia, pero se sentía a la vez incapaz de combatirla, e intentaba en consecuencia acrecentar la distancia que le separaba del más fuerte, reduciendo su tamaño respecto a éste.[28] Antes que rebelarse o asumir la violencia, los personajes de Kafka optan por adoptar —como el condenado de La colonia penitenciaria— “un aspecto perrunamente sumiso”.[29]
Más aún, el K. de El proceso prefiere que se discuta sobre él “como sobre un objeto”.[30] Ante su padre, escribe: “Yo había perdido la seguridad en mí mismo, que se convirtió en permanente sentido de culpa”.[31] En ocasiones —así ocurre a Josef K., en El proceso—, se siente tentado a rechazar esa culpa, pero en vano: “Contra este tribunal no puede uno defenderse, hay que confesar”.[32]
El lector tiene derecho a exasperarse ante la docilidad de los personajes kafkianos; mas es errado simplificar de este modo a Kafka: su sumisión alcanza el plano de lo metafísico, ya que la fuerza y la subversión le están negadas al que aborrece el poder.[33] Para K. la libertad es también una amenaza a la existencia; su libertad es la libertad del débil, que “busca su salvación en las derrotas”.[34] Como lo expresa en El castillo:
“K… era ahora demasiado libre… había conquistado esa libertad como nadie hubiera sabido hacerlo, y nadie tenía derecho a tocarle, ni a expulsarle, incluso incomodarle, pero… nada había tampoco más falto de sentido ni más desesperante que dicha libertad…”.[35]
Los temas de la posibilidad de una escapatoria, de la ausencia de salida, y de la libertad como engaño ocupan lugar primordial, sobre todo en la última etapa de la obra de Kafka.[36] El sistema de poder había aplastado la naturaleza sensible y paciente de Kafka, dejándole desamparado.
No quiso, sin embargo, acudir a la opción que ofrece la salida religiosa, y reitero que a mi modo de ver es equivocada la interpretación —por lo demás muy respetable— de Charles Moeller, según la cual aquello que realmente deseaba Kafka era acceder al mundo del padre, ser admitido en él, pues a pesar de que era un mundo “hecho de arbitrariedad y fuerza desencadenada”, Kafka no concluyó por ello “que este mundo inaccesible no deba ser venerado, ni que no exista, ni que la grandeza del hombre consista en crear por sí solo su destino…”.
De acuerdo con Moeller, Kafka “logró el milagro de no negar jamás la realidad del mundo paterno, del cual se había excluido, de un mundo que le negaba, le torturaba, le mataba… en medio de la ‘inquisición de familia’ que fue su visión del padre y de la vida, Kafka eligió afirmar los derechos del juez, la primacía de la verdad objetiva”.[37]
Esta visión de Moeller sobre el sentido de la obra de Kafka se orienta a forzarla hacia la salida religiosa, identificando el mundo del padre tanto con la vida normal del hogar, como morada del hombre desarraigado que admite al fin su pertenencia, como con la tierra prometida de la religión cristiana.[38]
Pienso, no obstante, que la evidencia aclara abundantemente que Kafka no acogió ese consuelo, sin que ello implique negar ni la inquietud religiosa de autor ni el motivo religioso presente en muchos de sus textos. El mundo al que aspiraba acceder era lo contrario del sistema de poder que asfixió su existencia y estimuló su radical desdicha; ese mundo, el del poder, era para él “asquerosísimo”.[39]
Tampoco me parece adecuado interpretar el “mundo del padre” con la “morada” a que aspiraba acceder Kafka. El mundo del padre era el mundo del poder, mundo que Kafka rechazaba pero que no estaba en capacidad de vencer. En ocasiones, Kafka concibió la posibilidad de una salida a través del arte, y de entregarse a un ideal de perfección artística representado por su vocación literaria.[40] En el Informe para una academia escribió:
“No, yo no quería la libertad, sólo una salida a la derecha, a la izquierda, hacia algún lado. No tenía otras pretensiones. Aunque la salida fuese sólo un engaño…”.[41]
En varios de sus últimos escritos los personajes kafkianos aceptan la escapatoria, pero descubren que es también engañosa: El arte es un engaño;[42] la verdad es inalcanzable;[43] así como también lo son las metas que K. busca en el castillo: el amor, la alegría, la conciencia de sí mismo y una relación estable con los demás, la integración en la comunidad, la verdad misma y el propósito de la existencia (K. es de hecho un vagabundo cuya lucha con el castillo le hace interrumpir su viaje).[44]
A pesar de todo, Kafka insiste en guardar “una esperanza, sin la que no puedo subsistir”; la esperanza de construir su castillo, “…conquistado a la tierra, palmo a palmo, arañando y mordiendo, apisonando y empujando, mi castillo que de ningún modo puede pertenecer a otro y que es tan mío que en él podría tranquilamente… aceptar las heridas mortales de mis enemigos, porque mi sangre embebería aquí mi propio suelo y no se perdería”.[45]
Kafka anhelaba una vida “natural”, fundar un hogar, edificar un “castillo”, escapar de las garras del poder, hallar una salida artística o meramente familiar, pero careció de fuerzas, estaba drenado, desgastado espiritualmente, y aun así logró la inmensa conquista de su extraordinaria obra literaria:
“El castillo es ya por sí mismo infinitamente más poderoso que vosotros. Podría preguntarse, no obstante, si vencerá; pero no explotáis esa duda. Al contrario, se diría que empleáis todos vuestros esfuerzos para asegurar, ciertamente, su victoria. Por eso os ponéis súbitamente a temerle sin motivo en pleno combate y aumentáis con ello vuestra impotencia”.[46]
La obra de Kafka expresa una extraña y conmovedora imposibilidad: la de un hombre para el que es a la vez imposible vivir e imposible no vivir.[47] El poder le destruyó, y su obra es un testimonio insuperable de la capacidad del poder para victimizar al ser humano.
Referencias
[1] Albert Camus, El mito de Sísifo, en: Obras completas (México: Aguilar, 1962), Tomo II, pp. 255-267. Este punto lo señala Juan Nuño, en su ensayo, “Kafka, siempre culpable”, en: La veneración de las astucias (Caracas: Monte Avila, 1989), pp. 234-235; también Vladimir Nabokov indica que “la fantasía de Kafka tiene una marcada tendencia lógica”. Véase su ensayo, Franz Kafka, en: Curso de literatura europea (Barcelona: Ediciones B, 1997), p. 496. [2] Franz Kafka, El proceso (Madrid: Ediciones Cátedra, 1994), p. 269. [3] Nuño, p. 236. Este autor sugiere una “lectura en clave judía” de Kafka, de acuerdo con la cual El proceso expresaría el tema de la permanente culpabilidad judía; por su parte, La metamorfosis proyectaría de qué modo la mirada de los otros “objetiviza” al judío y le transforma en ser distinto (un insecto al que se barre bajo la cama). En cuanto a El Castillo, sería la representación de la perenne lucha del judío por pertenecer e integrarse, y el relato La construcción, finalmente, que narra el esfuerzo del protagonista por edificar una guarida o madriguera segura para sobrevivir, podría tomarse como una versión alegórica de la empresa sionista, dirigida a levantar un hogar permanente e invulnerable para los judíos. Véase: Ibid., pp. 240-245. He aquí lo que dice Nabokov acerca de las interpretaciones mística y psicoanalítica de la obra de Kafka: En primer término, sostiene, “no creo que puedan encontrarse implicaciones religiosas en el genio de Kafka”; en cuanto a los intentos de extraer toda suerte de claves freudianas de los escritos kafkianos, Nabokov les califica sencillamente como “disparates”. Véase: Nabokov, p. 361. En esto coincide plenamente con Walter Benjamin, quien igualmente cuestiona las simplificaciones psicoanalíticas y teológicas tan comunes en torno a Kafka. Véase el estudio: “Franz Kafka. On the tenth anniversary of his death”, en: Illuminations (London: Jonathan Cape, 1970), pp. 127-128. [4] La frase es de Enrico de Angelis, Arte e ideología de la alta burguesía: Mann, Musil Kafka, Brecht (Madrid: Akal Editor, 1977), p. 155. También Benjamin insiste sobre la relevancia de los “detentadores del poder” en la obra de Kafka, ob. cit., pp. 112-113. [5] Elias Canetti, El otro proceso de Kafka (Madrid: Alianza Editorial, 1983), p. 136. [6] Véase: T. Mann, “Franz Kafka y ‘El castillo’”, en: El artista y la sociedad (Madrid: Ediciones Guadarrama, 1975). Mann apunta que los escritos de Kafka ponen de manifiesto “La contradicción entre Dios y el hombre, la incapacidad en que se encuentra este último de reconocer el bien, de unirse a él y de vivir en la verdad…”, p. 244; por su parte, Moeller escribe que “La vida de Kafka fue un acercamiento que duró toda su vida… pues los obstáculos parecen completamente infranqueables”, en: Literatura del siglo XX y cristianismo (Madrid: Editorial Gredos, 1966), Tomo III, p. 352. [7] Franz Kafka, Carta al padre (Madrid: editorial EDAF, 1985), p. 56. [8] Franz Kafka, Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero (Buenos Aires: Editorial Alfa, 1975), p. 88. [9] Ibid., p. 112. También se lee en estas páginas que: “Existe un punto de llegada, pero ningún camino; aquello que llamamos camino no es más que nuestra indecisión”. “Quien busca no halla, pero quien no busca es hallado”. “Estamos doblemente alejados de Dios: el pecado original nos aleja de Él; el árbol de la vida lo aleja a Él de nosotros”. Ibid., pp. 60, 68, 72. [10] Moeller, p. 353. [11] Mann, p. 245. [12] Moeller, p. 314. Con frecuencia, se cae en el error, a través de una lectura superficial de Kafka, de presumir que sus acosados protagonistas son inocentes, cuando la realidad, abundantemente desplegada en los textos, es que son culpables, que —como escribe en el Diario—: “La condición en que nos encontramos es pecaminosa” (pp. 72-73). En La metamorfosis el punto es planteado de manera inequívoca: “El principio por el que me rijo es: la culpa siempre es indudable”; Franz Kafka, La metamorfosis, en: La metamorfosis y otros relatos (Madrid: Ediciones Cátedra, 1997), p. 197. [13] Ibid., p. 344. [14] Kafka, Consideraciones…, p. 65. [15] Kafka, Carta…, p. 45. [16] Franz Kafka, La condena, en: La metamorfosis y otros relatos, p. 95. Véase también: El castillo, pp. 37, 110, 119. [17] Canetti, El otro proceso…, p. 148. [18] Ibid., p. 150. [19] Ibid., p. 142. [20] Kafka, El proceso, pp. 260, 270. [21] Ibid., p. 109. [22] E. de Angelis, p. 166. [23] Kafka, Carta…, pp. 13, 17, 38, 62. Véase también: El Castillo, p. 277. [24] Kafka, Consideraciones…, p. 96. [25] Canetti, El otro proceso…, p. 48, 63. [26] Franz Kafka, La construcción, en: La muralla china. Cuentos, relatos, y otros escritos (Madrid: Alianza Editorial, 1973), pp. 158, 165. [27] Véase: Kafka, Carta…, pp. 16, 19, 23, 25, 27, 29, 44; El castillo, p. 97. [28] Canetti, El otro proceso…, p. 153. En el Diario leemos: “Dos posibilidades: hacerse infinitamente pequeño o serlo. La segunda es fin, por lo tanto éxtasis; la primera comienzo, por lo tanto acción… Dos tareas para quien inicia la vida: limita cada vez más tu ámbito y controla constantemente que, por casualidad, no te escondas en algún lugar más allá de tus límites”. Kafka, Consideraciones…, pp. 76, 78. [29] Franz Kafka, En la colonia penitenciaria, en: La metamorfosis y otros relatos, p. 191. [30] Kafka, El proceso, p. 128. [31] Kafka, Carta…, p. 48. [32] Kafka, El proceso, p. 164. Véase también: pp. 74, 180, 202; La construcción, p. 169. [33] Kafka, Carta…, pp. 35-36. [34] Canetti, El otro proceso…, p. 184. [35] Kafka, El castillo, p. 175. [36] No obstante, estos temas se insinúan a lo largo de su trayectoria. Véase, por ejemplo, el relato de 1917: Un informe para una academia, en el que Kafka dice: a) que está sin salida; b) que a pesar de no tenerla, “tenía que procurarme una porque no podía vivir sin ella”; y c), que “mediante la libertad, los hombres se engañan entre sí con demasiada frecuencia. Así como la libertad figura entre los sentimientos más sublimes, así también figura entre los más sublimes el correspondiente engaño”. En: La metamorfosis…, pp. 258, 259. [37] Moeller, p. 347. [38] Ibid., pp. 348-361. [39] Kafka, Consideraciones…, p. 67. [40] Véase: ibid., p. 65. Así lo interpreta también Thomas Mann, pp. 242-245. [41] Kafka, Un informe…, p. 259. [42] Véase: Franz Kafka, Josefina la cantora o el pueblo de los ratones (Buenos Aires: Editorial Goncourt, 1976), pp. 41-72. [43] Véase: Franz Kafka, Investigaciones de un perro, en: La muralla china…, pp. 207-245. [44] E. de Angelis, pp. 172-173. [45] Kafka, La construcción, pp. 165, 172. [46] Kafka, El Castillo, p. 505 [47] Moeller, p. 320. Escribe Kafka en El castillo: “Por más que animes tanto como quieras a alguien que tiene los ojos vendados a mirar a través de su venda, no verá jamás. No empezará a ver más que desde el momento en que se quite la venda”; p. 280. Tal vez es Benjamin quien con mayor claridad expuso el significado del destino de Kafka: “Para hacer justicia a la figura de Kafka en su pureza y su particular belleza, no debemos perder de vista una cosa: son la pureza y la belleza de un fracaso”, Illuminations, p. 148./figure> |