Manuel Segade, comisario de la exposición
Se cumplen 70 años del nacimiento de Juan Muñoz, uno de los artistas europeos más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Con carácter de homenaje, la Sala Alcalá 31, hasta el 15 de junio) y el Museo Centro de Arte Dos de Mayo de Madrid (del 15 de junio hasta el 7 de enero) le dedican una doble exposición. Todo lo que veo me sobrevivirá reúne algunas de sus piezas más icónicas fechadas entre la década de los noventa y 2001, año de su muerte. Veinte años de su intensa trayectoria.
Su título, Todo lo que veo me sobrevivirá, es una cita de la poeta rusa Anna Ajmátova que el artista recogió en una de las últimas notas de sus cuadernos de preparación para su última exposición en la Sala de Turbinas de la Tate Modern en Londres, en el año 2001. La instalación constituyó la cima de su trayectoria y un hito en la historia del arte contemporáneo español: ningún artista había alcanzado en las últimas décadas su notoriedad internacional, en una trayectoria fulgurante desde su primera exposición en 1984 hasta su fallecimiento a los 48 años de edad.
La muestra –que tendrá su continuidad en el Museo Centro de Arte Dos de Mayo entre junio y noviembre de 2023– recorre su última década de trayectoria y está concebida a modo de una instalación de instalaciones. La singular arquitectura de Antonio Palacios –con la recuperación patrimonial del ventanal de fondo– se convierte en el elemento central del acontecimiento. Gracias a su doble altura y la multiplicidad de puntos de visión, Alcalá 31 es un teatro barroco de la representación que se vuelve sobre sí mismo.
Desde mediados de los años ochenta, Juan Muñoz se había embarcado en la recuperación de la figuración en la escultura, pero paulatinamente la dimensión instalativa y la vocación arquitectónica llevó su trabajo a una escala cada vez más monumental, al tiempo que sus obras se volvían psicológicamente más complejas.
Si la cuestión de la teatralidad hacía que el espectador accediera a una exposición sabiéndose a destiempo, como si hubiese llegado demasiado pronto o demasiado tarde a la obra que se le representaba, la multiplicación del número de figuras y de los recursos espaciales dio paso a una relación existencial que suspende la incredulidad de los públicos, que borra la distancia entre exposición y realidad.
Juan Muñoz nos recuerda que estar en una exposición es acceder a estar expuesto. Pero que los visitantes se sientan como los personajes protagonistas de una trama en curso es también una posición de riesgo. Supone el reconocimiento de una posición frágil, de sometimiento emocional, al ceder el control al artista narrador.
LA ESCULTURA NOS DEVUELVE LA MIRADA
A comienzos de los años noventa, sus característicos suelos perspectivos recibían a los espectadores con una ansiedad barroca en el espacio. Aquí la muestra comienza con Dos centinelas sobre suelo óptico (1990), una pieza infranqueable que custodia la entrada, que obliga al desvío, que necesariamente ha de ser vadeada.
En su interior, Barco con motor III (1990) habla de una condición deambulante suspendida en un viaje perpetuo, pero también de su naufragio, de una fatalidad del destino del mismo modo que Carpet Piece III (1993) habla de una dificultad de movimiento: sus tres figuras están escondidas en alfombras, cobijadas en la representación o, quizá, atrapadas en ella.
Otra trampa, la del reflejo de sí misma en un espejo, prende a Sarah with Blue Dress (1996), y Table with a Hold-Out (1994) nos presenta el truco implícito en todo juego: la carta que se guarda en la manga o en el doble fondo del mueble es la artimaña engañosa que abre la posibilidad de cambiar cualquier fortuna.
Los balcones a ambos lados de la sala remiten a una espera: la de que alguien salga a reconocernos, la de que realmente sea la escultura la que venga a devolvernos la mirada desde su altura vigilante.
La ausencia de gente en los balcones tiene su correlato en los tambores mudos de Many Drums (1994): el sonido potencial hace del silencio un ruido ensordecedor. Schwellw [Umbral] (1991) es una instalación fundamental, donde un enano aguarda ante una columnata de fustes contorneados en espiral: la tensión emocional del encuentro con la figura tiene su correlato en la impaciencia espacial que desestabiliza los pilares centrales del edificio.
ENCUENTRO CON EXTRAÑOS
La sala central culmina en Plaza (1996), una congregación de 27 personajes asiáticos que socializan a través de una risa contagiosa y compartida, cuyo origen escapa a todo espectador. Esta instalación coral fue concebida para el Palacio de Velázquez en la exposición que le dedicó a Juan Muñoz el Museo Reina Sofía en 1996 y regresa ahora a Madrid.
Los pasillos de las galerías superiores se articulan a través de una sucesión de piezas que complican las narrativas del espacio central. Por un lado, Two Fires (1990) insiste en la idea de linde, en el estado psicológico de un cuerpo que reconoce un acceso, una entrada. Es un nuevo comienzo, pero también tiene algo de monumento vacío, de estructura conmemorativa o incluso funeraria.
Al otro lado de la sala Two Watchmen (1993) vigila como los centinelas de la entrada: el umbral aquí es un estado emocional, pero también estas figuras de tentetiesos pertenecen a la constelación de un grupo de obras fundamentales en este período, las Conversation Pieces, en las que varios personajes se interrelacionan a partir de una anécdota que espera ser reconstruida.
Otra pareja, Two Seated on the Wall (2001), aligera la amenaza con dos personajes que parecen reírse de la posibilidad misma de su caída… o de la de las babuchas que viste uno de ellos.
Es en el espejo de Allo Specchio (1997) que la cara se revela como máscara, pero también como risa: el gesto, el lenguaje del cuerpo social, se equipara a la representación misma. Juan Muñoz nos recuerda que el hábito más cotidiano en cualquier ciudad es precisamente el encuentro con extraños.
UNA OSCURA AMENAZA INTERIOR
Esa forma de abismar la representación, de doblarla sobre sí misma con el recurso especular del extrañamiento o del chiste, se traduce al espacio en una obra que funciona a modo de caja negra de toda la sala de Alcalá 31: el coche volcado de Loaded Car (1998). Su posición es obviamente la consecuencia de un accidente, pero este también sucede en la representación.
Su interior revela una arquitectura, un fragmento de ciudad, más parecida a un laberinto de Piranessi que a un edificio convencional: el lugar de un suceso, de un crimen, de una oscura amenaza interior.
Los Crossroads Cabinets (1999) permiten acceder a todo un vocabulario escultórico en miniatura donde múltiples recetas y posibilidades combinatorias del trabajo de Juan Muñoz se convierten en anticipos de obras siempre por venir. Blotter Figures (1999) son unas piezas características de su última etapa y combinan persianas cerradas con humanoides de extraña blandura, donde una textura siniestra –o quizá el texto– ha sustituido a la figuración realista, en un viaje de nuevo hacia el autómata o el muñeco que el escultor había dejado atrás una década antes.
Por último, pendido en suspensión sobre la exposición, Con la corda alla boca (1997) es un homenaje a Miss La La, una trapecista que a finales del siglo XIX había cautivado al público de París –y al pintor Degas– al elevarse del suelo sujetando su cuerpo a una anilla con la boca. Una ascensión, sí, pero también una tregua ante la necesaria bajada o la posibilidad de su caída.
La sala de exposiciones oscila entre la realidad y la ficción o, más bien, no deja de insistir en que –como el reflejo en un espejo– la realidad no es más que una modalidad de la representación.
Juan Muñoz fue uno de los primeros artistas que celebraron ese triunfo de la ficción. Colgado entre dos siglos, su trabajo se alza como el puesto de avanzada del giro especulativo que caracteriza al arte en el presente inmediato. A pesar de su fascinación, su inteligencia crítica le permitió anunciar también los inquietantes peligros que la ficción conlleva: en palabras de Paul de Man, anuncia “una condena de la existencia más que un panegírico del arte”.
TRANSFORMAR LA REALIDAD
Muñoz pasó a estudiar en la Escuela Central de Arte y Diseño de Londres (1976-1977); Croydon College of Design and Technology, Londres, donde se centró en el grabado (1979-1980); y Pratt Graphics Center, Nueva York (1981). Los períodos que Muñoz pasó viviendo en Londres y Nueva York fueron particularmente formativos.
Mientras estuvo en Londres, su trabajo se basó principalmente en la interpretación, sin embargo, se interesó progresivamente en un grupo de artistas que estaban trabajando para ir más allá del canon de la escultura tradicional, como Richard Deacon y Bill Woodrow, entre otros.
Se mudó a Nueva York en 1981 después de obtener una beca Fulbright. También comenzó su trabajo en escultura y fue fuertemente influenciado por Philip Guston, Robert Morris, Barnett Newman y Robert Smithson. Muñoz desarrolló una amistad con la curadora española Carmen Giménez, quien le presentó al influyente escultor Richard Serra. Muñoz regresó a España al año siguiente y dedicó un año al comisariado, tiempo durante el cual organizó con Giménez la exposición Correspondencias: 5 arquitectos, 5 escultores, que incluía obra de Serra, en el Palacio de las Alhajas de Madrid.
El trabajo de Muñoz ha sido objeto de numerosas presentaciones individuales en los Estados Unidos y Europa, entre otras Tate Modern, Londres; Museo de Luisiana, Dinamarca; Museo Hirshhorn, Washington; LACMA, Los Ángeles; The Art Institute, Chicago; Artes Contemporáneas, Houston; Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid. Su obra forma parte de las colecciones del MoMa, NY; SF MOMA, San Francisco; Gughenheim, Bilbao; Tate Modern, Londres; Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, entre otros.
En el año 2000 la Tate Modern de Londres también le encargó que fuera el segundo artista, siendo el primero Louise Bourgeois, en hacerse cargo de su Sala de Turbinas. Muñoz pasó meses desarrollando una gran instalación, que se abrió al público en 2001, año de su muerte.
Colgado entre dos siglos, el trabajo de Juan Muñoz se alza como el puesto de avanzada del giro especulativo que caracteriza al arte en el presente inmediato. A pesar de su fascinación, su inteligencia crítica le permitió advertir los inquietantes peligros que la ficción conlleva.
“En los años 90 Juan Muñoz ha abrazado la figuración, que no era común entonces en la escultura, y lo hace mostrando situaciones de gran tensión emocional. Lo más avanzado a su tiempo fue pensar que la ficción podría tener un efecto transformador sobre la realidad, algo que ha marcado la cultura de las últimas dos décadas”, asegura Manuel Segade, comisario de la exposición y director del Museo Centro de Arte Dos de Mayo.
La trayectoria de Muñoz se truncó en el momento de su máximo apogeo, después de inaugurar su gran instalación en la Sala de Turbinas de la Tate Modern de Londres. La última década de producción de Juan Muñoz estuvo marcada por el dominio del espacio en una concepción neobarroca y por la recuperación de la figura humana como elemento central de trabajo.
Su vocación existencialista, su cualidad emocional y su reivindicación del truco, de la suspensión de la incredulidad, determinaron la ficción como una característica fundamental del arte contemporáneo, avanzando el giro especulativo que será paradigmático del arte en el siglo XXI.
Manuel Segade (A Coruña, 1977) es licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Santiago de Compostela. Su investigación predoctoral se centró en la revisión de la teatralidad y las estructuras lingüísticas alegóricas en la escultura de la década de los ochenta a través de la obra de Juan Muñoz.