A mi buen amigo Federico Trillo, el que dio a mandar huevos a algún diputado displicente en el Congreso como dio a enviar legionarios a Perejil, le debo redescubrir la pasión de la literatura de Shakespeare. Para el bueno de Trillo, Shakespeare encarna la razón y esencia del ejercicio del poder político, y en su literatura bulle un cirujano de la palabra, un abogado de causas casi perdidas. Bulle, en definitiva, el mundo en su plenitud. En su residencia de Belgravia en Londres, siendo embajador, disfruté siempre de su lúcida conversación, contemplando aquel retrato casi imposible de Juana la Loca de la Embajada. Ese mismo barrio de Chelsea que tantas veces recorrimos juntos, en el que otra mujer, Corina sin retrato por aquel entonces, descosía las costuras de un Rey. Juan Carlos I, Rey de España.
Para los bocones de verbo fácil y mirada rala, la lectura de Shakespeare a través del tamiz de Trillo podría ser de utilidad. Y serviría para explicar lo ocurrido. Porque Shakespeare ya lo escribió hace cuatrocientos años. Pasen y vean.
De manera paladina, el rey del drama de Shakespeare también marca distancias con su progenitor, ya sea porque uno de los primeros rasgos distintivos cuando se accede al poder es el distanciamiento respecto a las formas de actuación del rey anterior, así se forja la constitución de una nueva estirpe. Hay que acabar súbitamente con el pasado, cuando el pasado además puede arrojar sombras, aun cuando ese desarraigo lance al nuevo rey a una nueva forma de soledad.
Dice el rey Enrique: «No te conozco, anciano, anda a hacer tus rezos … No presumas que soy la persona que era, pues Dios sabe y el mundo verá que he licenciado a mi primer yo, y así haré con los que me acompañaron». (Enrique IV, Segunda Parte, V, v, 47-59). Y de la soledad del rey menguante por la pérdida de todos los amigos que le regalaron en vida con adulación y engaños: «No tiene más amigos que los que son amigos por miedo, que se le echarán atrás cuando más los necesite» (Ricardo III, V, ii, 20-21). Tan lejos, tan cerca.
Y así hasta la soledad más estridente, como ahora: «Ya he vivido más de lo suficiente: el sendero de mi vida declina hacia su atardecer, hoja que amarillea. Y todo lo que debería acompañar a la vejez, como honor, obediencia, amor y multitud de amigos, no debo pretenderlo; en su lugar, maldiciones ahogadas pero muy profundas, servil adulación, palabras que el pobre corazón quisiera negar sin atreverse». (Macbeth, V, iii, 22-28).
El rey padre de nuestro drama culmina así sus postreros días: «Retiro de mi cabeza este peso abrumador, de mi mano este cetro incómodo, de mi corazón este orgullo real; lavo el óleo que me ha consagrado con mis propias lágrimas; entrego mi corona con mis propias manos; anulo mi poder sagrado con mi propia lengua; asiento con mi propio hálito todos los juramentos de obediencia; abjuro toda pompa y toda majestad; abandono mis dominios, mis rentas, mis bienes; niego mis actos, mis decretos, mis estatutos». (Ricardo II, IV, i, 204-213).
Y así se va el Rey. Juan Carlos I. Porque no huye, sino que quien huye hacia la nada es una parte de la sociedad española guiada por la fe perversa de los estultos, los ingratos y los ignorantes. Cometió errores, como ser humano, y lo estigmatizan aquellos que lo llaman ciudadano. Son los infalibles, sí, pero de su propia falibilidad: “Dejad a un lado el respeto, la tradición, las formas, la cortesía de etiqueta, pues no habéis hecho todo este tiempo sino engañarme. Vivo de pan, como vosotros; como vosotros, siento la necesidad, saboreo el dolor, necesito amigos: siendo, pues, esclavo de todo esto, ¿cómo podéis decirme que soy rey?» (Ricardo II, III, ii, 172-177).
Juan Carlos I es el rey Enrique en la noche que precede a la batalla de Agincourt: «El rey es hombre, no es más que un hombre como yo». (Enrique V, IV, i, 101). Y como yo, muchos españoles le agradecemos que hoy estemos aquí, incluso escuchando las injurias de quienes entonces no estuvieron. Son libres de ofender porque hubo reyes/hombres que fundaron un nuevo tiempo en el que hasta los desagradecidos pueden expresarse. El tiempo de la libertad.
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