En el plano político Borges fue, convencionalmente hablando, un hombre “de derecha”. Un conservador en el sentido que analizaré en estas notas. Todo conservador es de derecha, pero no todo individuo a quien pueda calificarse como de derecha es un conservador. Hay también reaccionarios y fascistas, entre otros representantes de la genérica derecha política, y sus posiciones difieren en facetas fundamentales de las sostenidas por un genuino conservador. También del lado de la izquierda tenemos cambiantes prototipos, que van desde marxistas moderados a radicales, trotskistas, estalinistas y guevaristas, hasta socialdemócratas de las más variadas estirpes. De allí que también se utilicen denominaciones como “centroderecha” y “centroizquierda”.
El conservatismo no es una doctrina política profusamente elaborada, a la manera del comunismo o el liberalismo, sino más bien una tendencia del espíritu, una actitud, una propensión y una sensibilidad que se manifiestan en determinados contextos, con mayor o menor intensidad y coherencia dependiendo de la fuerza de las amenazas revolucionarias. El conservatismo de Borges tiene peculiaridades relativas a su temperamento personal e intereses intelectuales, y de igual modo a las circunstancias del marco histórico en que le tocó vivir y producir su obra. La suya fue una actitud conservadora acosada por las tensiones de su época y espacio vitales específicos, y sus tiranteces se hicieron en ciertos momentos inocultables. No sería sin embargo arbitrario declarar que todo conservatismo, incluido el de Borges, hace suya la frase atribuida a Goethe: “Prefiero la injusticia al desorden”.
Borges como conservador
Se dice a veces que los términos derecha e izquierda ya no tienen vigencia en el análisis político, pero tal aseveración es a mi manera de ver incorrecta. Derecha e izquierda continúan siendo calificativos ineludibles para ubicar ideas y posturas sobre la topografía de las luchas políticas, aunque en la práctica no siempre adquieran la nitidez y precisión que serían deseables en abstracto. La falta de precisión no es inusual en el ámbito que ahora cubrimos, y como con lucidez afirmó Borges, no es bueno “confundir la dificultad de las definiciones con la dificultad de los problemas”(1) . Derecha e izquierda son términos útiles, en la medida que realicemos el esfuerzo de esclarecer en lo posible su aplicación a diversos casos.
En lo que toca a Borges y la política, conviene apuntar de entrada lo siguiente: primero, el desinterés que Borges afirmaba albergar con respecto a la política era variable y a veces más fingido que real. No obstante, la literatura fue sin duda su interés primordial, y los asuntos políticos en general le ocupaban de modo relativamente tangencial. En segundo lugar, sería errado aspirar a que de la obra literaria de Borges surja un pensamiento político claramente desarrollado, con la cohesión y detalle que usualmente requerimos de filósofos políticos, pero no así, como es natural, de destacados escritores consagrados esencialmente a la literatura.
A Borges con frecuencia se le ha exigido que comparezca ante una especie de tribunal ideológico, precisamente porque fue un hombre de derecha situado en un medio, el hispanoamericano, dominado por la cultura política de izquierda y las visiones utópicas, que nos han descarriado en persecución de quimeras como la del hombre nuevo, o en la eterna búsqueda de una casi siempre indefinida justicia social. En su condición de hombre políticamente situado a la derecha, Borges fue percibido y denostado como una excentricidad, una aberración, una anomalía o rareza que se colocó en territorio prohibido. Y de aquí se desprenden algunas críticas poco persuasivas, que comentaré a lo largo de este ensayo.
A pesar de las dificultades y paradojas que acarrea el tópico “Borges y la política”, es aleccionador explorar sus posiciones, e ir más allá de la ironía que no pocas veces utilizó para despistar y refugiarse frente a adversarios o defensores demasiado vehementes. Pretendo objetar los reparos y distorsiones injustos o incorrectos de algunos de sus críticos, y los empeños destinados a debilitar o distorsionar sus convicciones como hombre de derecha, ablandándolas y mitigándolas para rescatarle de la reprobación “progresista”.
Tomando en cuenta que Borges fue ante todo un poeta y un narrador de cautivadoras ficciones, además de diestro ensayista, sorprende constatar la abundancia de estudios y pronunciamientos acerca de sus reales o presuntas opiniones políticas. Además de conservador, reaccionario y fascista, en los copiosos comentarios sobre Borges y la política hallamos, entre otros, estos adjetivos para calificarle: liberal, anarquista, antipopular, militarista, autoritario, nihilista, escéptico radical, idealista, y libertario.
Encontramos además enrevesadas combinaciones, como por ejemplo conservador anarquista, conservador rebelde y conservador progresista, utilizadas por algunos analistas para reconciliar en lo posible las tensiones a las que a veces Borges nos confronta. Todo ello ocurre a pesar de que el escritor hizo intentos orientados a puntualizar su ubicación política, aunque tales esfuerzos, como suele ocurrir con un maestro de las paradojas, dejan en ocasiones un rastro esquivo. De manera enfática Borges dijo esto: “Mis convicciones en materia política son harto conocidas; me he afiliado al partido conservador, lo cual es una forma de escepticismo…”.
El problema es que en otra oportunidad afirmó lo siguiente: “Personalmente me llamaría anarquista. Quisiera que hubiera un mínimo de gobierno”. Estas breves frases encierran nociones complejas, y sus tensiones son insoslayables. El anarquismo propicia el fin de los Estados y gobiernos, no meramente su limitación, y la idea de un gobierno limitado proviene tanto del liberalismo como del conservatismo. También dijo que “…ser conservador en la Argentina no es estar a la derecha, sino en el centro…a mí me aborrecen por igual los nacionalistas y fascistas como los comunistas…creo más o menos en la democracia y siempre he estado en contra del peronismo” (2).
Es notorio que autocalificarse como “de centro” en política es con frecuencia una treta, una argucia destinada a evadir compromisos o evitar polémicas, cuando las mismas no auguran sino resultados estériles.
Para despejar tan enmarañado panorama debemos entonces escrutar la naturaleza del conservatismo, sus peculiaridades en el caso de Borges, así como sus repercusiones en las posiciones del escritor ante la historia de su país, el fascismo, el comunismo, el peronismo y la democracia liberal. Esta ruta me llevará a considerar la influencia decisiva que tuvo sobre Borges la experiencia peronista, su idealización del sistema institucional inglés, y sus percepciones acerca del atraso y violencia en que reiteradamente se han hundido nuestros pueblos hispanoamericanos. También discutiré algunos tópicos literarios en Borges, vinculados al interés prioritario que conduce estas páginas, es decir, el tema político.
Naturaleza del conservatismo
Ahora bien, ¿qué es el conservatismo? Apunté que no se trata de una doctrina política cohesivamente articulada a la manera del liberalismo y el comunismo, sino más bien de una actitud o propensión del espíritu, de una sensibilidad, así como de un conjunto de perspectivas acerca de la naturaleza humana y el devenir histórico. La disposición o sensibilidad conservadora, dice el pensador inglés Michael Oakeshott, es propia de una persona que está agudamente consciente de poseer algo cuya perdurabilidad es precaria, algo que le importa y valora sobremanera y que, según lo experimenta mediante la razón y la sensibilidad, se encuentra bajo amenaza; en otras palabras, que se trata de algo que puede perder y es necesario proteger.
Semejante disposición o actitud ante la política y la historia puede tener raíces religiosas o no tenerlas, pero en ambos casos el conservatismo se sostiene sobre una firme convicción acerca de la imperfección moral e intelectual de la naturaleza humana, un igualmente sólido rechazo a los experimentos revolucionarios que pretenden crear paraísos en la tierra, y un sano escepticismo con relación a nuestras capacidades de conocer y transformar lo que nos rodea y aún a nosotros mismos.
En sus más extendidas versiones, el conservatismo político destaca la relevancia de la tradición como fuente de sabiduría, la creencia de que el tipo de conocimiento necesario para organizar adecuadamente las sociedades no descansa en las especulaciones de pensadores aislados, sino en la experiencia acumulada de la comunidad. Ello no implica un apego ciego al pasado, a una presunta situación ideal de otros tiempos que debería ser restablecida, sino la toma de conciencia de que somos consecuencia de un proceso previo a nosotros, y de que sus enseñanzas no deben ser descartadas sino asimiladas y creativamente reelaboradas.
Un conservador genuino no es un reaccionario ansioso de un retorno de lo ya pasado, y no se opone de manera dogmática a las reformas sociales y políticas, pero busca que tales reformas sean cuidadosamente pensadas y calibradas, que asuman y no desprecien el pasado, y que avancen con prudencia hacia adelante, sin desbordar las fronteras que imponen nuestra condición imperfecta y la impredecibilidad de los eventos, así como el riesgo de las consecuencias no deseadas de la acción histórica (3).
Existe una patente tensión en el conservatismo entre, por una parte, la creencia en la importancia de la tradición colectiva como pauta de sabiduría política, y de otro lado el miedo a las masas como actor independiente y factor clave de la inestabilidad revolucionaria y su concomitante violencia política. De allí que la caracterización del conservatismo que he delineado se aplica fundamentalmente a sociedades estables como la británica, con una larga tradición y una vida cívica equilibrada por instituciones que dividen y controlan el poder.
La democracia tutelada de este tipo de sociedades, que son relativamente escasas, permite contener el impulso disgregador de las masas y la demagogia de los caudillos, atenuarlos, canalizarlos o detenerlos, evadiendo de esa forma severos traumas sin verse empujadas a la dictadura de unos pocos.
El escenario hispanoamericano, como sabemos, ha sido históricamente distinto, y en un importante estudio acerca del tema, Julio Rodríguez-Luis muestra que Borges combinaba, de un lado, una visión un tanto romántica acerca de los ideales del proceso independentista frente a España, que fueron en su opinión traicionados y fracasaron, y del otro una arraigada convicción sobre el “destino suramericano”, plagado de caudillismos bárbaros y recurrentes tiranías (4).
Tales creencias no le impedían aceptar en teoría ideales de libertad individual y convivencia colectiva, pero su escepticismo sobre la democracia de masas y las utopías revolucionarias, su visión pesimista de Hispanoamérica y su curso político, y su repudio a la atracción popular de los caudillos, le hacían un conservador extraviado e inadaptado, en un marco sociopolítico que pocas veces en la historia ha encontrado un razonable balance entre orden y libertad. No se trata, con respecto a Borges, de un extravío generado por ignorancia o ingenuidad, sino por desubicación intelectual y de la sensibilidad.
En nuestras sociedades las personas de disposición conservadora amantes de la estabilidad, como Borges, temerosas de las masas por su tendencia a subvertir lo establecido, y escépticas ante las propuestas utópicas de las ideologías y los demagogos, corren el peligro, enfrentados a situaciones de extrema conflictividad, de perder de vista el propósito de limitar el poder y preservar espacios inviolables para la libertad. La fuerza de las cosas puede llevarlos a sacrificar esos principios para rescatar la estabilidad, doblegándose ante opciones que ofrecen restaurar el orden y pagar por ello cualquier precio.
Escritores y desafíos políticos
En este orden de ideas, importa distinguir entre varias respuestas de grandes escritores ante los retos que confrontaron, y deslindar la postura de Borges de las de tres casos emblemáticos: el de T. S. Eliot, el de Knut Hamsun y el de Thomas Mann. El primero porque su visión política, de intenso contenido religioso, bien puede considerarse reaccionaria; el segundo porque fue un declarado pro-nazi y simpatizante de Hitler; y el tercero porque su inicial conservatismo nacionalista, que en un principio y hasta el final de la Primera Guerra Mundial defendió fórmulas autoritarias contra las opciones republicanas y democráticas, derivó por último hacia la socialdemocracia.
El caso de Borges fue diferente. Su conservatismo no tuvo raíces religiosas, y si bien el escritor valoró la gran poesía de Eliot, nunca se acercó a sus posiciones de tinte clerical o monarquista, aunque no necesariamente teocráticas. Borges no era un espíritu religioso, y no es fácil hallar cuestionamientos más agudos a la religión que ciertas observaciones del escritor argentino, esparcidas a lo largo de sus ensayos. Eliot, en cambio, fue un pensador religioso, y un poema como Cuatro Cuartetos, entre otros en su obra, bien puede ser interpretado como un poema religioso.
En el ámbito que ahora más nos concierne, el de la política, la atenta lectura de los ensayos de crítica cultural de Eliot, como por ejemplo las polémicas Notas sobre una definición de la cultura, y en especial su controversial texto Idea de una sociedad cristiana, pone de manifiesto el respaldo por parte del poeta a una especie de retorno medievalista, orientado por una monarquía con bases constitucionales, afianzada a su vez por una aristocracia de la herencia y el talento. Todo esto iría unido a una participación eclesiástica en los asuntos públicos mucho mayor de la que existía en la propia Inglaterra de su tiempo.
El acento reaccionario de las ideas de Eliot, sin asignar aquí al calificativo una connotación negativa o perniciosa sino meramente descriptiva, es palpable, así como también su preferencia por una democracia limitada. Sin embargo, Eliot no fue un fascista, criticó a Mussolini y Hitler y condenó la naturaleza totalitaria de estos experimentos políticos, así como del comunismo, ideologías todas ellas que a su modo de ver adquirían en sus seguidores el carácter de “religiones políticas”, convirtiéndose así en las herejías de nuestro tiempo. Pienso que podemos confiadamente afirmar que ni Eliot ni Borges tenían una sensibilidad democrática, pues tal sensibilidad no es propia de quienes adoptan una línea política conservadora.
El premio Nobel de Literatura de 1920, el destacado y en nuestros tiempos desdeñado escritor noruego Knut Hamsun, es otro intelectual genéricamente de derecha que podemos con provecho contrastar con Borges, ya que Hamsun se adhirió al nazismo, despreciaba las democracias de su tiempo, en particular la británica, dio la bienvenida a la invasión alemana de su propio país y alentó el proyecto hegemónico nazi en Europa. La obra literaria de Hamsun tiene en mi opinión importancia y puede todavía ser leída con interés, como por ejemplo su novela Bendición de la tierra (1917), en la que el escritor presenta una reveladora imagen de una idílica y en cierto sentido reaccionaria épica rural.
Hamsun fue un personaje que difiere de Borges como hombre de derecha, pues Borges, como indiqué, nunca fue fascista, se opuso al fascismo, al nazismo y al comunismo, y su obra contiene duros y luminosos juicios críticos sobre las empresas colectivas que asfixian la libertad del individuo. Tampoco fue Borges, como ya sugerí, un reaccionario al modo de Eliot, y si bien su conservatismo, en el plano de las propensiones políticas, siempre contempló con sospecha la democracia de masas e imaginó a veces una democracia tutelada por élites esclarecidas, preservó no obstante una sólida barrera frente a los totalitarismos modernos. Hamsun, a diferencia del escritor argentino, planteaba una revolución distinta a la propuesta por el marxismo, y una redención colectiva de otra índole a la que ofrecían las democracias occidentales.
En ese sentido Hamsun fue un radical. Es posible, por tanto, ser de derecha y radical, y el fascismo y el nazismo fueron revoluciones no comunistas; pero lo que no armoniza, lo que no se acopla, lo que no es conciliable es una postura conservadora con propuestas de transformación política y social radicales. Un reaccionario puede ser radical; un fascista puede serlo también y promover una revolución distinta a la marxista; pero un genuino conservador, guiado por el escepticismo hacia la condición humana y sus ambiciones, y ajeno a las utopías sociales y políticas, no puede ser un radical sin traicionarse.
Thomas Mann, con quien Borges puede también ser contrastado en el terreno de la derecha política, transitó desde un conservatismo rayano en lo reaccionario, como puede apreciarse en su obra Consideraciones de un apolítico (1918), hasta una adhesión plena a la democracia. Mann se enfrentó con valentía a Hitler y el nazismo, no asumió posturas radicales, cuestionando los excesos del capitalismo liberal sin plegarse al socialismo marxista. Su evolución política, acerca de la que he escrito un estudio, fue compleja, pero resulta claro que no dejó de mirar la política con cierta distancia irónica. En términos actuales y con respecto a su trayectoria posterior a 1918, Mann sería considerado un socialdemócrata, a la manera de buena parte de los partidos y políticos europeos de hoy (5).
¿Cómo respondió el escritor argentino frente a los retos que la lucha social y la conflictividad política colocaron en su camino vital? Varios comentaristas de la obra de Borges han sostenido que en la misma coexisten una convicción profunda acerca de la arbitrariedad del universo y de nuestra propia existencia, por una parte, y por la otra un férreo apego al orden, evidenciado en su apego a manifestaciones intelectuales capaces de plasmarlo de manera nítida, como los arquetipos platónicos, la matemática, y las bibliotecas infinitas y meticulosamente organizadas.
Otros estudiosos de Borges han hablado de un presunto impulso del escritor hacia “la disrupción total”, morando en paralelo con sus “sueños de orden”. Admito no haber hallado tales tendencias disgregadoras en Borges, en su legado literario o en sus posiciones políticas. Como ha observado un perceptivo analista, a pesar de que la obra literaria de Borges fue en diversos sentidos innovadora y hasta “vanguardista”, su concepción estética como tal fue conservadora, e hizo énfasis en valores tales como la coherencia y la armonía.(6)
Me resulta evidente que un rasgo crucial del Borges escritor es una preferencia por el orden, por lo estructurado, lo metódico y sistematizado. La limpidez en su uso del lenguaje, la diafanidad de los poemas, el ritmo y simetría de las narraciones y la tersura del estilo, y de igual modo la construcción de sus argumentos y los tópicos predominantes de los ensayos, revelan el paralelismo entre sus inclinaciones estéticas y sus ideas políticas. No son ideas, posturas o inclinaciones revolucionarias, sino clásicas en lo estético y conservadoras en lo político. Esta vocación de equilibrio, de regularidad y simetría se pone también de manifiesto en las excursiones borgeanas sobre el terreno de la literatura policíaca, otro ámbito intelectual en el que el escritor evidenció su pasión por el orden y sentido de las proporciones.(7)
El peronismo y Borges
La otra cara de esa tendencia o propensión espiritual hacia el orden es el miedo al desorden, y en el campo político ese miedo fue detonado en Borges por la llegada al poder del peronismo y su mensaje movilizador de masas. Antes de la entrada en escena de Perón y el peronismo, Borges era un conservador tradicional, escéptico, irónico, distanciado de lo que Nietzsche una vez llamó “el barullo plebeyamente político de nuestros días” (8). Con Perón en el poder, Borges pasó de ser un conservador que rechazaba la inestabilidad política y las pretensiones revolucionarias, para convertirse en un militante del orden, convencido de que en las circunstancias que imponen la política tumultuaria y el imperio de la demagogia, la libertad se hace ilusoria.
¿Cómo interpretó Borges el fenómeno político peronista, cuáles fueron los principales componentes de su repudio y qué significado tuvo todo ello en la evolución de su visión conservadora?
La perspectiva conservadora sobre la política, alimentada por el escepticismo y la ironía, temerosa de los excesos, y antagonista de revoluciones y utopías, vive en medio de tensiones. El conservador genuino sólo germina y prospera en un contexto de reposo social y político, pero usualmente se descompone ante los contundentes e inapelables desafíos al orden. Debe hacer lo posible por evitar una revolución, pues una vez que alguna irrumpe en el curso histórico, la batalla puede considerarse, desde su punto de vista, como perdida (9). Esto es así pues el quiebre de los pactos sociales implícitos y explícitos significa mucho más que un trauma para la estabilidad política; significa en verdad la condena final para un estado de cosas que se hace entonces irrecuperable.
Una vez roto el orden existente por una revolución, así sea eventualmente derrotada, no es reparable sino mediante un disfraz inauténtico, que sólo apuntala fracasos tras disimulos y artificios. Para un conservador genuino, nutrido en el plano de la razón y de la sensibilidad por el escepticismo, la ironía y la distancia crítica frente al poder, el gran peligro que representa una revolución, triunfante o en apariencia derrotada, es el de la pérdida de sus más preciados atributos como individuo, entre ellos, y de manera especialmente importante el sentido de las proporciones, a consecuencia del miedo al desorden, las amenazas a la libertad individual, la creciente polarización social y demás consecuencias subversivas de la demagogia.
Un conservador genuino no es un radical ni un fanático, pero las revoluciones le empujan a radicalizarse y desnaturalizarse. El desorden revolucionario es el veneno de la conciencia conservadora.
Borges percibió el peronismo como un fenómeno revolucionario y lo interpretó como una manifestación argentina e hispanoamericana del fascismo, con peculiaridades propias. El fascismo y el nazismo europeos fueron una revolución de otro signo, distinta a la marxista y contraria a ésta, pero con la fuerza ideológica de una alucinación de masas. Carl Schmitt, por ejemplo, caracterizó el fascismo italiano como una versión anti-liberal de la democracia, una democracia aclamatoria sin los contrapesos y balances propios de la tradición liberal; a su modo de ver, la relación jefe-masas del fascismo creaba una democracia más “real”, pues el caudillo fascista era expresión de los verdaderos y legítimos deseos y aspiraciones de las masas, más allá de los subterfugios y componendas parlamentarias de partidos divididos, que sólo representan intereses particulares.
El populismo peronista, que movilizó a las masas tras un caudillo y su pareja, ambos a su manera personajes carismáticos, fue una manifestación más de un fenómeno político moderno, una imitación mussoliniana que rompía con la democracia liberal y buscaba otros derroteros. Su fortaleza constituyó un trauma para los grupos hasta entonces dominantes en el marco político y social argentino, así como para intelectuales conservadores como Borges, que respondieron ante la nueva situación en dos planos.
Para la razón conservadora, el peronismo representó el bloqueo definitivo de una política capaz de autolimitarse y una amenaza inmanejable; para la sensibilidad conservadora el peronismo incluyó, con el advenimiento de las masas como actor político dinámico y militante, la aparición de personajes, imágenes y símbolos caricaturescos. La reacción de Borges ante el peronismo fue la de un espíritu conservador, un temperamento refinado con un sentido señorial de su lugar y papel en la sociedad, frente a la irrupción de las masas, de un líder y de un delirio demagógicos en el escenario histórico.
¿Cabe, hablando de delirios, imaginar una pareja más extravagante, y una historia más estrambótica, que la de Perón y Eva, historia que a la larga sumó, entre otros episodios casi fantásticos, la caída inicial de Perón en 1955, luego su retorno al poder en plena decadencia física para gobernar un país sumido en el caos, así como el periplo internacional del cadáver embalsamado de Evita, hasta su sepultura final en el cementerio bonaerense de La Recoleta? ¿Y qué decir del breve y desastroso mandato de Isabel, su segunda esposa, guiada por los conjuros e intrigas de José López Rega, un embaucador profesional y aprendiz de mafioso, que convirtió el gobierno de Argentina en un aquelarre esotérico?
Borges enfocaba el fascismo europeo y el populismo peronista con un cariz no sólo político sino también estético, es decir, como fenómeno político que impacta singularmente el ámbito de la sensibilidad, y veía al individuo dispuesto a adherirse a ese tipo de credos como “un rencoroso…a veces público, de la viveza forajida y de la crueldad. Es, por penuria imaginativa, un hombre que postula que el porvenir no puede diferir del presente… Es el hombre ladino que anhela estar de parte de los que vencen”.
Su perspectiva estética de la política le condujo a escribir: “El fascismo es más bien un estado de alma: de hecho, no pide a sus prosélitos otra cosa que la exageración de ciertos prejuicios patrióticos y raciales que todos oscuramente poseen” (10).
El delirante histrionismo peronista sacudió la sensibilidad de Borges tanto como lo hicieron los desafueros políticos del aclamado caudillo. La razón conservadora le indicó que el peronismo era una dictadura recubierta de demagogia, que se traducía en manipulación de las emociones de las masas, abuso de derechos y opresión de la libertad individual. La sensibilidad conservadora, por otra parte, le persuadió que el peronismo asfixiaba los valores de honorabilidad, decoro y orgullo, arrasados por una incesante tempestad de dislates y adulación dirigidos al jefe populista y su icónica esposa.
Cabe imaginar lo que pensó Borges ante lo siguiente, por ejemplo, expuesto con referencia a Evita: “Rubia, pálida y hermosa, Evita era la encarnación de la Mediadora, una figura como la Virgen María, que, pese a su origen social, por su proximidad compartía la perfección del Padre. Su misión fue amar infinitamente, darse a los otros y consumir su vida por los demás… Fue la Madre Bendita, escogida por Dios para estar cerca del líder del nuevo mundo: Perón. Fue la madre sin hijos que se convirtió en la madre de todos los descamisados, la Madre Dolorosa que sacrificó su vida para que los pobres, los viejos y los oprimidos puedan alcanzar algo de felicidad” (11).
Enfrentado a este tipo de excéntricas efusiones, un temperamento conservador como el de Borges apuntó que una dictadura como la peronista, además de oprimir en el plano político, fomentaba “la idiotez” en el plano de la sensibilidad. Ese tiempo argentino, escribió en El Hacedor, fue “para muchos cárcel y muerte; para todos, un malestar, un sabor de oprobio en los actos de cada día, una humillación incesante”.(12)
El puntapié de Johnson
Es sabido que Borges tenía una particular predilección, en cuanto a tópicos filosóficos se refiere, por las tesis idealistas, y en más de una ocasión se ocupó de las disquisiciones del obispo Berkeley sobre la presunta inexistencia material de las cosas, fuera de nuestras mentes. Ello viene a cuento pues en su obra The Life of Samuel Johnson (1791), James Boswell relata una anécdota de interés para estas notas. Boswell estaba convencido de que las tesis de Berkeley eran irrefutables, aunque podían tal vez contener algunas imprecisiones. Fue durante una discusión acerca del asunto cuando se produjo el evento que llegaría a ser conocido, en el terreno de los debates filosóficos, como “el puntapié de Johnson” o Johnson’s kick.
Al escuchar a su confidente Boswell desarrollar las tan interesantes como extrañas, pero también superficialmente convincentes, tesis inmaterialistas de Berkeley, tal parece que Johnson reaccionó dando una violenta patada a un pedrusco, lanzándole a saltos a unos cuantos metros. Con este gesto, Johnson anunció el fin de la discusión sobre la existencia o inexistencia del mundo material, más allá de nuestras mentes, y decretó frente a las tesis de Berkeley: “así las rechazo”, I refute them thus... Una prueba sencilla y concreta, que de un solo puntapié desmontaba un complejo edificio de controversiales elucubraciones.
La experiencia peronista fue una verdadera patada de Johnson para Borges en el plano político. El escritor fue uno de los tantos pedruscos contra los que golpeó con fuerza el experimento populista, demostrándole que la política puede estremecer de manera súbita e inmisericorde a un intelectual de temperamento e ideas conservadoras, sacudiendo sus convicciones, lacerando su sensibilidad, y colocándole ante desafíos que no había contemplado de modo específico. No se trata de que Borges no tuviese la necesaria imaginación para concebir el reto populista, pues imaginación le sobraba, sino de que en nuestra Hispanoamérica la ficción tiende a ser frecuentemente desbordada por una realidad política que en ocasiones luce fantasmagórica.
Lo “real-maravilloso” significa que la fábula es la realidad. El proceso político peronista no sólo asestó a Borges un poderoso puntapié, figurativamente hablando, en el terreno de las ideas, de las vivencias y de la sensibilidad; además, y como relata en su Ensayo autobiográfico, el peronismo en el poder le agravió en un plano personal, humillándoles sin sentido alguno a él y a varios miembros de su familia (13).
El primer período peronista se prolongó por una década. Durante ese tiempo Borges experimentó lo que, dentro del contexto propio de su condición de escritor y poeta, podemos calificar como un proceso de radicalización política. Lo denomino así pues en el transcurso de esos años, que a Borges le chocaron como nefastos, llegó a desear y admitir prácticamente cualquier desenlace que significase el fin de la dictadura populista, aunque fuese sustituida por otra de diferente signo. En otras palabras, Borges asumió, sin necesariamente conocer su origen, el apremiante y complejo dilema esbozado un siglo atrás por el gran parlamentario y ensayista español Donoso Cortés, en su impresionante Discurso sobre la dictadura (1849).
En esa pieza oratoria, pronunciada ante las Cortes, Donoso Cortés aseveró que en el transcurso de la historia y en determinadas coyunturas políticas, a los espíritus conservadores se les plantea la acuciante responsabilidad de escoger entre la dictadura del puñal o la dictadura del sable; es decir, entre la dictadura de la “plebe” o la de un militar o grupo de militares, dispuestos a defender el orden y detener la demagogia sin miramientos. Y es precisamente la ocasional comparecencia de ese dilema, lo que marca la situación de un espíritu conservador al confrontar el hecho revolucionario.
Como dije antes, el hecho de la revolución es de entrada una grave derrota para el conservatismo, pues un conservador genuino no tiene propuestas políticas detalladamente elaboradas, sino una serie de posturas y principios basados en la prudencia y el respeto al pasado y sus enseñanzas, y de advertencias acerca de los riesgos de toda acción humana en el terreno político, debido a nuestra inherente falibilidad y a las consecuencias no intencionales de nuestros proyectos. El conservador crece en la estabilidad, que no es lo mismo que inmovilidad, pues el cambio es parte de la vida, sólo que en política el conservatismo recalca que son preferibles los cambios mesurados y graduales. Verse forzado a escoger entre la tiranía de “la plebe” (término que Borges no utilizó, que yo sepa), de un lado, o la de la fuerza organizada, del otro, para defender lo que precedió a la revolución, o en el mejor de los casos para abrir paso a una promesa de restauración del orden, constituye para un conservador genuino un desafío que marcha desde lo enojoso hasta lo insufrible.
Borges dio la bienvenida al golpe de Estado que derrocó a Perón y llevó al caudillo a un largo exilio; entretanto, el país que heredaron sus reemplazos en el poder ha transitado por largo tiempo de una crisis a otra, a través de una senda de la que el peronismo jamás desaparece, persistiendo en la historia argentina como una bruma sofocante e inagotable.
Hasta 1945 el conservatismo de Borges fue una disposición espiritual, una tendencia intelectual que también cubría su sensibilidad patricia y elegante. Esta tendencia la condensó más tarde, tratando de resumir su trayectoria, en una entrevista de 1970. Dijo entonces que “…me reconozco muy flojo en política… Diría que mi fuerte en política es la indiferencia…lo esencial para mí es el escepticismo político” (14). Esa relativa indiferencia en realidad se mantuvo hasta la llegada de Perón y su movimiento de masas, y después cedió el paso a una actitud crítica emocionalmente más comprometida y enfocada en el cuestionamiento sistemático y perseverante, en su fuero interno, al populismo peronista.
Ha escrito Cioran que “el reaccionario es un conservador que se ha quitado la máscara” (15), y el anti-peronismo borgeano ha sido a veces interpretado como la reacción elemental de un hombre de derecha fanatizado, adherido a un pasado irrecuperable. No lo veo de esa forma. Borges No fue un reaccionario, ya que no quería la restauración de un estado de cosas perteneciente a un pasado idealizado; lo que sí puede decirse con ecuanimidad es que, aún bajo Perón, siguió siendo un conservador, pero un conservador desbordado por la brutalidad, la truculencia y la iniquidad de la Historia.
Su conservatismo dejó de ser una mera inclinación y preferencia intelectual y de la sensibilidad, para convertirse en la toma de posición de un hombre de derecha radicalizado, que, usando términos de Carl Schmitt, se vio impelido a perfilar más claramente la distinción entre amigo y enemigo político en medio de una historia tormentosa.
Razones y sinrazones
El cuestionamiento de Borges a Perón y el populismo peronista ha recibido severas críticas, sobre todo por parte de una izquierda condescendiente que durante décadas ha estado, y en ciertos casos sigue estando, dispuesta a perdonar los peores desmanes y las más crueles tiranías, como la dictadura en Cuba, por ejemplo, siempre que actúen en nombre del “pueblo” y la “justicia social”. El progresismo pareciera suponer que si una dictadura es revolucionaria merece indulgencia a sus tropelías. Lo que resulta inmanejable para esta línea ideológica es equiparar tiranías de distinto signo político: si es de derecha es más que una dictadura, es una aberración; si es de izquierda, requiere de una buena y larga pausa reflexiva.
Estos dobles patrones en los juicios éticos y políticos son comunes, y Borges los experimentó en carne propia reiteradamente. No obstante, una apreciación balanceada exige tomar en cuenta que tales juicios no deben hacerse en un vacío, sino que es imperativo considerar el marco en que los individuos actúan, así como la conjunción entre los principios que asumen y las respuestas que dan frente a los eventos.
Borges fue en aspectos esenciales fiel a algunos de sus principios conservadores, que distaban de encajar con los que el progresismo señala como lo “políticamente correcto”, y que concedían prioridad al orden, la estabilidad y la protección de la libertad personal. Sin embargo, Borges no se amoldó, bajo el peronismo y después, a los cánones de un conservatismo clásico, lo que he llamado un conservatismo genuino, pues sus defensas personales internas, irónicas y escépticas, se desgastaron en el torbellino histórico, y perdió de vista que las dictaduras del sable no son una solución o una salvación, sino un recurso extremo y trágico. Trágico, pues pretenden contener y reparar un mal, pero también generan infamia y ruina.
Borges, como ha ocurrido y ocurre a otros intelectuales con similar propensión política, y como ya he apuntado era un conservador extraviado en su lugar y tiempo, un pez fuera del agua.
Un conservatismo genuino no puede sobrevivir incólume excepto en escenarios capaces de nutrirlo, y la fragilidad institucional, el caudillismo, la violencia congénita de las luchas sociales, y la tendencia de la democracia a degenerar en demagogia populista, factores todos ellos frecuentes en el devenir hispanoamericano, obstaculizan la viabilidad de las posiciones y opciones conservadoras en el plano político. A Borges no se le ocultó esta verdad, y una vez declaró: “Fui liberal, pero (ahora) no lo soy. Prefiero una dictadura ilustrada que no sea demagógica” (16).
Difícil creer, aunque no imposible, que al emplear el término “dictadura ilustrada” Borges tenía en mente las diversas dictaduras militares que sucedieron a Perón, en su primer y segundo períodos de gobierno, pues tales regímenes se caracterizaron por cualquier cosa excepto por ser “ilustrados”. Lo que indica la frase, aparte de poner de manifiesto un deseo mal definido, es que Borges cometió el error de atribuir a los militares hispanoamericanos, los mayores depositarios de la herencia caudillista, así como de la arbitrariedad en la política de nuestras naciones, cualidades dignas de elogio como gobernantes patriotas, eficientes y de noble ánimo. Seguramente han existido y existen algunos con esos o similares rasgos positivos, pero la evidencia demuestra de modo inequívoco que no son mayoría. Si en algo erró Borges en materia política fue en su creencia en los estamentos militares como potenciales o efectivos “salvadores de la patria”, según reza el título de una muy interesante novela de la escritora argentina Silvina Bulrich.
El conservatismo genuino no es radical; por el contrario, uno de sus principales rasgos es la denuncia del radicalismo en los campos de la ideología y la política. A esto se suma el repudio a todo poder arbitrario y carente de frenos. El uso por parte de Borges del concepto de “dictadura ilustrada” revela la decepción de un temperamento conservador ante dos certidumbres que le acosaban: en primer término, la convicción sobre el destino “bárbaro” del entorno histórico de su país, su espacio y su tiempo hispanoamericanos; en segundo lugar, la convicción de que ante la demagogia populista y “justicialista”, las alternativas eran en general insatisfactorias, aunque ineludibles. Ese rasgo de su conservatismo, el pesimismo, nunca le abandonó.
Sábato vs Borges: literatura y política
Las críticas de Ernesto Sábato a Borges, y en general las diferencias de opinión entre ambos escritores, proporcionan un ilustrativo ejemplo de la brecha entre dos perspectivas sobre la política y la literatura en nuestro ámbito cultural. Sábato fue un hombre de izquierda moderada; si bien en su juventud fue comunista, luego se separó del marxismo y asumió una posición socialdemócrata, aunque sin dejar de rendir tributo reverencial a ciertos símbolos revolucionarios latinoamericanos.
Ello se puso de manifiesto en su actitud hacia figuras como el Che Guevara y Fidel Castro. Lo primero se evidencia en la correspondencia que el escritor intercambió con el mítico guerrillero argentino, y lo segundo en afirmaciones como la siguiente: “Ya saben que no soy partidario de un socialismo dictatorial, aunque sea hecho por hombres de la calidad de Castro” (17).
A mi modo de ver, Sábato fue un excelente escritor y un intelectual honesto y digno de respeto; ahora bien, sus recurrentes alegatos polémicos en relación con Borges me parecen, a la vez, interesantes por lo que revelan acerca de la lucha de ideas en Hispanoamérica, y de otro lado cuestionables por lo que creo son sus limitaciones y defectos, no sólo con relación a la obra de Borges sino también sobre la literatura en sentido amplio, así como sobre la política y el populismo peronista.
Para captar en su más auténtica dimensión el sentido y alcance de las críticas de Sábato a Borges, es indispensable tener en cuenta que, previamente a señalamientos específicos dirigidos a las concepciones literarias y políticas borgeanas, Sábato puso en entredicho un modo de ser y de ubicarse ante la vida y sus exigencias.
Dicho de manera directa: Sábato consideraba que Borges no era serio, o, en palabras más justas, no era lo suficientemente serio en su compromiso vital con su obra y en su vinculación con su entorno histórico. No dudo que Sábato seguramente rechazaría la analogía, pero su acusación sobre la presunta ausencia de seriedad de Borges, en este caso en el terreno político, es semejante a la que formula Carl Schmitt en su influyente libro El concepto de lo político (1932), dirigida contra la modernidad en sentido amplio, que en su opinión ha despojado la lucha política de su verdad moral y existencial.
Como bien lo expuso Leo Strauss, a Schmitt le resultaba intolerable una política incapaz de asumir el ethos de Hobbes, es decir, la visión antropológica que enfatiza nuestra peligrosidad con respecto a nuestros semejantes. De otra parte, Schmitt reclamaba una base moral intransigente para las posiciones ante la vida y la política, una base inflexible, vista como compromiso con los valores propios frente a los del “enemigo” político. En ese orden de ideas, y sin equiparar en sus diversos significados las requisitorias de Schmitt y los postulados de Sábato, lo que el escritor reprochaba a Borges era “la falta de cualquier fe”, es decir, la presunta ausencia de ese compromiso vital que en su opinión restaba gravitas a la literatura borgeana, así como a su involucramiento social (18).
¿A qué tipo de fe se refiere Sábato, y es bueno o malo carecer de una fe? Llama la atención que un intelectual que fue marxista, que rompió con el credo comunista y luego escribió estupendas páginas de análisis y condena sobre las amenazas de las ideologías mesiánicas y los totalitarismos modernos, evalúe la ausencia de una fe, y ahora hablo de una fe en el plano político, como una falla existencial. Es cierto: un conservador, y Borges fue un conservador extraviado en su medio sociopolítico, observa con sospecha el fervor, la vehemencia, la exaltación, e intuye que tales actitudes, cuando tocan la política y la ideología, usualmente se traducen en violencia.
Un conservador debe ser firme en la defensa de la estabilidad y la libertad individual, admitir cambios graduales y advertir acerca de los riesgos del radicalismo y las utopías. Sábato sabía, y cito ahora a Cioran, que: “Patíbulos, calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa necesidad de creer que ha infestado al espíritu para siempre. El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad” (19). Sábato conocía esto y dejó extenso testimonio al respecto en sus ensayos políticos. Sorprende por tanto que haya visto como un defecto que Borges no se haya adherido a una fe, y se haya esforzado, aunque no siempre con éxito, por mantenerse a prudente distancia de los tumultos característicos de nuestro tiempo. Las excepciones fueron su perseverante línea crítica ante el peronismo y su postura de respaldo, a veces explícito y otras veces ambiguo, a las dictaduras del sable.
Para Sábato, el escepticismo y la ironía borgeanos afectaban negativamente su literatura, y en su ensayo “Los dos Borges” el autor de El túnel llevó a cabo una tenaz requisitoria acerca de lo que veía como “falta de fuerza” en la obra borgeana, contrastando, por ejemplo y con objeto de probar el punto, lo que calificaba como “sueños y fantasías” plasmados por Borges en sus cuentos y ensayos, de un lado, con “la simplísima pero siniestra pesadilla que Ana Karenina tiene con un muyik”. Este contraste nos permitiría “advertir el abismo que hay entre una literatura que se propone un deleitoso juego y otra que investiga la tremenda verdad de la raza humana”.
Escribe también Sábato lo siguiente:
“…parecería que para (Borges) lo único digno de una gran literatura fuese ese reino del espíritu puro. Cuando en verdad lo digno de una gran literatura es el espíritu impuro: es decir, el hombre, el hombre que vive en este confuso universo… no el fantasma que reside en el cielo platónico” (20).
Estos comentarios son desconcertantes y revelan, a mi modo de ver, una concepción estrecha o en todo caso discutible de la literatura, una concepción que aturde y confunde viniendo de un intelectual de la envergadura de Sábato.
Realidad, verdad, sentido de lo lúdico
¿Cómo explicar las críticas de Sábato? Para elaborar una respuesta mesurada debemos encarar tres asuntos complementarios. En primer término, el problema de las nociones de “realidad” y “verdad” que articula Sábato, y que ejercen considerable peso sobre sus juicios en torno a la literatura borgeana; en segundo lugar, el tópico de las influencias literarias, filosóficas y políticas que experimentaron ambos escritores, y sus repercusiones en sus respectivas obras y posturas ideológicas; y en tercer término, enlazado a lo anterior, el tema del sentido de lo lúdico como elemento integrador de un tipo de actitud ante la vida y la obra.
Sábato reprende a Borges por el supuesto miedo de este último frente a la “dura realidad”, atribuyendo la naturaleza de sus cuentos y los contenidos de sus reflexiones filosóficas a la fascinación de Borges por “el intelecto neto, transparente, ajeno al tumulto”. Además, insiste, Borges no se compromete con el siempre severo proceso de buscar la verdad, sino que, a la manera de los sofistas, discute por el sólo placer mental de la discusión: “Su diversión consiste en discutir con palabras sobre palabras” (21).
Estos comentarios presentan varias grietas, y es válido preguntarse: ¿qué es la “realidad”, y qué es la “verdad”? ¿De qué modo afecta la sustancia “real”, si es que la descubrimos, el establecimiento de criterios diferenciadores entre la gran literatura y una literatura solamente mediana o mediocre? ¿En qué consiste esa realidad, presente según Sábato en Ana Karenina, que puede ser identificada, traducida en lenguaje inequívoco, y aplicada como criterio para juzgar la literatura? Como bien lo señala Borges, poniendo en cuestión lo afirmado por Sábato: “Lo que imaginan los hombres no es menos real que lo que llaman la realidad”; y aún más, “la literatura no es menos real que lo que se llama realidad” (22).
Pudiésemos interpretar las aseveraciones de Sábato como una regresión a los postulados dogmáticos del llamado “realismo socialista”, y sus agobiantes axiomas sobre lo que debe ser una gran literatura. Como sabemos, mediante el caso del destacado filósofo marxista Georg Lukács, esta visión de lo que es “real” puede eventualmente conducirnos a excluir la obra de Kafka y Joyce de la jerarquía de gran literatura. Pero me niego a creer que Sábato haya querido sostener semejantes dislates, y el autor de obras tan complejas y alucinantes como Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador, sería el primero en proponer una excelente lista de obras literarias que en realidad son como un sueño.
Instancias sobran, pues ¿dónde queda la realidad y dónde el sueño en Pedro Páramo, en ciertos cuentos de Cortázar, en Cien años de soledad, en Los viajes de Gulliver, en Otra vuelta de tuerca, en La peste, en La metamorfosis, en El desierto de los tártaros o en Auto de fe? Sábato no dudaría en afirmar que estas son obras admirables, aunque distintas en su tenor, estilo, fundamento y sustancia a La guerra y la paz, a Crimen y castigo, a Los Buddenbrook, o a La condición humana y El poder y la gloria, entre otros ejemplos. Tal vez Sábato, de acuerdo con los textos suyos que he citado, encontraría en estas y otras obras literarias, mas no en las de Borges, esa fuerza que en su opinión caracteriza una literatura que sobresale del resto.
¿Pero no es este un juicio inmerecido, sesgado, improcedente en lo que tiene que ver con Borges? ¿En qué consiste la fuerza de esas dos magistrales colecciones de relatos que son El Aleph y Ficciones? ¿O acaso no la tienen? ¿No es dado a cada lector de Borges apreciar si tal fuerza es un ingrediente de sus mejores obras en el plano de su interés intrínseco, de sus observaciones sobre aspectos relevantes de la realidad humana en sentido amplio, y en su exploración de nuestras inquietudes y atolladeros? ¿No puede ser acaso el puro goce intelectual un atributo de la gran literatura?
Borges, sostiene Sábato, no es lo suficientemente serio, no tiene una fe, su literatura no es profunda ni sombría y los artificios mentales y juegos fatuos abundan en sus cuentos y ensayos. ¿Es eso, de ser cierto, bueno o malo, me pregunto? ¿Es la presencia o ausencia de esos rasgos el criterio definitorio de una gran literatura? ¿Cuáles son las raíces de estos planteamientos de Sábato y cuál es su sentido?
No es fácil encontrar dos intelectuales con singularidades tan disímiles en nuestro espacio cultural hispanoamericano. La formación literaria de Sábato se ancla en el existencialismo francés de Sartre y en la perspectiva moralista de Camus, y uso este adjetivo sin ánimo de menoscabar la valía de las estupendas obras de Camus. Las novelas de Sábato indagan lo humano en tonalidades oscuras y complejas, y ciertamente nadie podría acusar a Sábato de poseer un holgado sentido del humor. Sería jocoso imaginar a Sábato escribiendo una obra del mismo tono y propósitos que, por ejemplo, Las confesiones del estafador Felix Krull, de Thomas Mann, o La tia Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa. Borges, por su parte, proviene de una tradición literaria y filosófica muy diferente a la de Sábato.
Hablamos del empirismo británico, de filósofos lúdicamente escépticos como Hume y de escritores mágicamente alucinantes como De Quincey, Chesterton y Stevenson, para quienes la fantasía y el sueño eran quizás más “reales” que “la realidad”. Son dos mundos, el de Sartre y el de Hume, el de Camus y el de De Quincey y Kipling, distantes en su espíritu y coloración; y si bien ambos tienen su valor propio, me parece obvio que la ironía, el escepticismo y el sentido del humor constituyen componentes esenciales del universo literario borgeano, y de las tradiciones que le marcaron, tanto en su ficción como en sus ensayos.
La ironía y el sentido de lo lúdico, la convicción según la cual la vida misma podría ser un juego, la idea de que no siempre debemos tomarnos en serio, y otras percepciones borgeanas de esa índole, no forman parte del universo filosófico y literario de Sábato. De hecho, Sábato critica a Borges por una actitud y una obra que, presuntamente, se toma las cosas “como si la vida de los hombres fuera un juego” (23). Esto es parcialmente cierto y no lo considero negativo, entendiendo que el sentido de lo lúdico tampoco lo es todo en Borges. La literatura de Borges es una cosa y la de Sábato otra. Opino que ambas disfrutan de una cuota de grandeza, y cada lector tiene derecho a fijar sus preferencias.
Los puntos de vista de Sábato sobre Borges incluyen lo literario, lo filosófico y lo político. Otra de sus críticas es que, afirma, Borges “no se propone la verdad” (24). De nuevo, no es fácil discernir qué es exactamente lo que quiere decir Sábato. Debemos asumir que se refiere a una verdad “humana”, que debería verse reflejada en una literatura efectivamente “grande”. Ahora bien, este tipo de aseveraciones, como sugerí, nos empuja hacia terrenos movedizos de imposible clarificación. ¿Qué verdad, o verdades, encierra el Ulises de James Joyce, para citar un caso relevante? ¿Son los artificios lingüísticos de esta obra casi impenetrable merecedores de censura, ya que, al menos superficialmente, no parecieran encajar en el tipo de verdad literaria y humana que plasman, digamos, El juego de los abalorios de Hermann Hesse o Viaje al fin de la noche de Céline?
Sábato compara negativamente a Borges con otros escritores argentinos, como Sarmiento y José Hernández, indicando que estos últimos no fueron meros “artífices ni se proponían el estupor”. ¿No podríamos calificar al Joyce del Ulises como artífice y su obra como una obsesión lingüística? No estipulo que ello sea así y sólo uso el punto como ilustración argumental. ¿Qué debe ser la literatura, en resumidas cuentas, y dónde nos llevan los criterios inflexibles y excluyentes? En este plano, vale aplicar a Sábato el muy sabio consejo borgeano: “No debemos buscar la confusión, ya que propendemos fácilmente a ella” (25).
El tema de la verdad comunica las críticas de Sábato a Borges desde el plano literario al filosófico y finalmente al político. Así como Borges, sostiene Sábato, no busca la verdad en el ámbito literario tampoco lo hace en el filosófico, y por ello, argumenta el autor de El túnel, el eclecticismo de Borges, ese incansable deambular borgeano a través de distintos problemas y doctrinas filosóficas, es “insignificante”, pues, otra vez, “no se propone la verdad”. Sábato, en otros términos, acusa a Borges de ser un diletante en el campo de la filosofía, y hay que decirlo: esto es parcialmente cierto, aunque creo que muy pocos diletantes filosóficos han sido objeto de tantos y tan inteligentes estudios como Borges, y me refiero aquí a estudios acerca de La filosofía en Borges, como se titula el magnífico libro de Juan Nuño (26).
Lo que quiero destacar es que, ciertamente, las indagaciones y rompecabezas que inventa Borges en sus ensayos no son necesariamente el producto de un estudio académico y sistemático de la filosofía, pero son ingeniosos, interesantes, originales y creativos, y suscitan el interés de incontables lectores que de todo ello aprenden. ¿No es esto bastante positivo? ¿Es que acaso la tarea intelectual, ahora en el ámbito filosófico, no puede admitir, además de rigor y disciplina, el fino y discreto placer del ejercicio de la inteligencia? Borges era un aficionado a los temas filosóficos, no un severo profesor de filosofía, pero era un aficionado muy culto, muy sutil y chispeante.
Polémicas políticas
El respeto hacia Sábato no me impide pensar que no pocos de sus comentarios sobre Borges, la literatura y la filosofía, yerran el blanco. No obstante, en lo que tiene que ver con la política, encuentro mayor solidez en algunas de las críticas que articuló, mas no en todas ellas.
Interesa poner de manifiesto varias premisas del análisis de Sábato. Para empezar, en su juicio sobre el peronismo, fenómeno que Sábato también cuestionó en un primer período, pero luego enfocó de otro modo, el escritor usa la categoría de “verdad histórica”, argumentando que: “…buena parte de la verdad histórica estaba con aquellas oscuras y desamparadas masas que se levantaron”. Por otra parte, Sábato intentó establecer una distinción entre Perón como caudillo demagógico y el “pueblo” que le siguió por años con fanática devoción. Los males del régimen Sábato los cargó “en la cuenta de Perón, no del pueblo” (27).
En tercer lugar, el escritor reprocha a Borges que si bien “de alguna manera le duele el país…no tenga la sensibilidad o la generosidad para que le duela incluyendo al peón de campo o al obrero de un frigorífico” (28). Este señalamiento acerca de la supuesta o efectiva actitud desdeñosa de Borges hacia el pueblo, ha sido formulado igualmente por Mario Vargas Llosa, aunque de forma más sutil y ponderada (29). Por último, Sábato criticó a Borges por la postura complaciente que asumió frente a las dictaduras militares, y su renuencia a denunciar el desenfreno y atrocidades de esos regímenes.
Veamos: la idea de “verdad histórica”, si es que la frase tiene algún significado claro, más parece una creencia de la metafísica hegeliano-marxista que una categoría viable del análisis histórico-político. Los puntos de vista sobre la verdad histórica de, por ejemplo, la victoria espartana en la guerra del Peloponeso, el asesinato de César, las revoluciones de Independencia hispanoamericanas, la Primera Guerra Mundial o la revolución rusa son múltiples, y suscitan infinitas polémicas sin una culminación previsible.
En cuanto a los populismos hispanoamericanos, incluidos entre otros el peronismo, el chavismo, y tantas versiones adicionales de esa recurrente revuelta de masas y caudillos, no pareciera existir manera de reconciliar la autocrítica de Sábato, dirigida a comprender el peronismo como una expresión de la protesta popular por mucho tiempo postergada, y la posición pertinaz de Borges que rechazaba a los “comentadores del peronismo”, que al intentar explicarlo estarían justificando el fenómeno (30).
Desde mi perspectiva, Sábato no atinó al hablar de “verdad histórica”, así como tampoco en su implícito respaldo a la falsa y dañina concepción, según la cual “el pueblo siempre tiene la razón”, cosa incierta en muchos casos como podríamos comprobarlo sin excesivo esfuerzo. Distinguir entre Perón y el peronismo es un empeño con exiguas posibilidades de éxito, y un intento fallido, entre muchos otros, de eximir al “pueblo”, una entidad abstracta por lo demás, de su responsabilidad por sus opciones políticas concretas y sus consecuencias.
En cuanto a la presunta carencia de sensibilidad y escasa o nula solidaridad de Borges, en relación con las penurias y sufrimientos de los menos favorecidos, caemos en un terreno resbaladizo, aunque no debería extrañar que una persona con su sentido aristocrático del gobierno, su repudio al desorden y la demagogia, y su estimación del refinamiento intelectual como un valor de suprema importancia, haya visto con temor y rechazo a las masas que siguieron a Perón.
No obstante, no me consta, ni creo que pueda probarse, que Borges haya alimentado odio y desprecio hacia el pueblo. Condescendencia y temor, sí; rabia y abominación, no lo sé. Podemos en todo caso estar seguros de que Borges jamás compartió el siguiente planteamiento de Sábato: “Todos somos culpables de todo y en cada argentino había y hay un fragmento de Perón” (31). No dudo que Borges se habría ofendido ante semejante generalización.
La actitud de Borges con respecto a las dictaduras militares hispanoamericanas fue cuestionable, y Sábato y otros intelectuales tuvieron razón al criticarle. Como hombre de derecha, deseoso de orden y estabilidad, no sorprende que Borges haya recibido con beneplácito el fin de la dictadura peronista, así fuese mediante el método de la dictadura del sable. Hay que apuntar, sin embargo, que ser de derecha no implica necesariamente apoyar dictaduras. Como indiqué al comienzo de este ensayo, todo conservador es de derecha, pero no todo hombre de derecha es un conservador en el sentido del término acá articulado.
El conservatismo genuino es una postura política que cuestiona todo poder sin límites, y la actitud de Borges puso de manifiesto dos aspectos que cabe resaltar: Por una parte, que el contexto sociopolítico hispanoamericano en general, y argentino en particular, debido a su inestabilidad y tendencia al radicalismo, asfixia los espacios en los que un conservador puede respirar libremente, truncando las vías de arreglo político en función de la intensificación del conflicto social. Por otra parte, el caso de Borges revela una situación personal que tal vez no haya recibido toda la atención que merece. Me refiero a la influencia de una cierta idealización o mitificación de Inglaterra, de sus tradiciones y procederes políticos, sobre el escritor.
Borges e Inglaterra
En El escritor y sus fantasmas, Ernesto Sábato dice sobre Borges lo siguiente: “Nada hay en él, nada de bueno ni de malo, nada de fondo ni de forma, que no sea radicalmente argentino” (32). Se trata de una declaración inesperada, pues no resulta fácil armonizarla con los cuestionamientos de Sábato a la literatura borgeana, a su presunta falta de identificación y solidaridad con el pueblo argentino, y a los contenidos de una obra de ficción, en opinión de Sábato, alejada de la realidad y apegada a la fantasía. Con base en tales puntos de vista, uno podría legítimamente esperar de parte de Sábato una crítica adicional, señalando a Borges como excesivamente subordinado a tradiciones y modelos culturales extranjeros.
Por suerte para Sábato y sus lectores, el autor de Sobre héroes y tumbas nunca hizo ese tipo de acusaciones patrioteras acerca de la persona y obra de su coterráneo y colega escritor. Ahora bien, diversos comentaristas, en distintos momentos de su carrera, rechazaron lo que veían como una excesiva afición por la cultura anglosajona de parte de Borges, y se ha dicho que Borges pareciera “ser un pensador inglés en lengua española” (33). Es bien conocido que dicha afición existió, que el afecto de Borges por Inglaterra fue notorio y profundo, llegando el escritor alguna vez a afirmar que “Inglaterra es el más literario de los países”, y que “quizás, sin saberlo, siempre he sido un poco británico” (34). Más claro imposible.
Existen valiosos estudios sobre la tradición inglesa en la obra de Borges, pero los mismos se focalizan fundamentalmente sobre los tópicos filosóficos y los ascendientes literarios, y creo que no ahondan lo suficiente acerca de la huella de la historia y la política británicas en el conservatismo político del autor de El Aleph. Quisiera, por tanto, en esta última sección formular una conjetura y explorarla.
Argumentaré que una cierta idea de Inglaterra, de la historia del país y de las características de su sistema político, ejerció una significativa influencia sobre las posiciones de Borges en el campo político. Ello tuvo su lado positivo y otro que no lo fue tanto. Del lado positivo, sus impresiones y apreciaciones sobre Inglaterra, no siempre explícitas, pero fácilmente deducibles de los textos que tocan el tema, ofrecieron al escritor una especie de arquetipo en el cual, como si fuese un espejo, miraba un espacio histórico y lo reflejaba en sí mismo con aprobación. Por otro lado, sin embargo, la idealización de dicho espacio histórico, contrastado con las realidades concretas que vivía y con sus reflexiones en torno a la historia argentina y el proceso histórico hispanoamericano en general, ayudaron a que el extravío político de Borges se intensificase.
He enfatizado en páginas anteriores que cuando me refiero a Borges como un conservador extraviado, no pienso que se trate de ignorancia o ingenuidad, ni mucho menos, sino de desubicación con relación a un entorno social poco permeable, por motivos de evolución histórica y de cultura política, a la visión conservadora, y en particular al conservatismo de origen británico que Borges asumía. Ese conservatismo se diferencia del de autores como Joseph De Maistre y Louis de Bonald, baluartes de la inmediata reacción ideológica frente a la Revolución Francesa, que articularon una respuesta radical al radicalismo revolucionario. De su lado, el conservatismo de raigambre inglesa rechaza todo radicalismo, y pertenece a una sociedad con características muy particulares.
Tal vez fue el príncipe Metternich, canciller del imperio austríaco durante las guerras napoleónicas, quien mejor resumió el problema que ahora nos concierne, cuando en sus polémicas contra quienes procuraban implantar las instituciones inglesas al continente europeo apuntó que: “Los conceptos de libertad y orden son tan inseparables en la mentalidad británica, que el más humilde peón de establo reiría ante el rostro de cualquier revolucionario que se atreviese a pregonarle un mensaje de libertad” (35). El sistema político británico evolucionó de tal forma que la estabilidad social se hizo compatible con graduales reformas políticas, en el marco de una democracia tutelada por élites formadas a través del tiempo y la experiencia.
Esa democracia tutelada se cimentó en la monarquía constitucional, generando una cultura política que no entiende la autoridad sino como un elemento componente de la libertad, y viceversa. Orden, libertad y autoridad se encuentran entrelazados en la mentalidad de un pueblo, que no solo ha aprendido a cambiar sin romper con su pasado, sino que procura nutrirse del mismo y así avanzar, minimizando los costos de las inevitables diferencias entre distintos sectores de la sociedad. Desde luego, es un sistema que presenta imperfecciones, escollos y colisiones, y que en diversas oportunidades ha sido sometido a desafíos extremos, internos y externos. No cabe duda, no obstante, que ha resistido con solvencia numerosos e intensos embates, en buena medida con éxito y durante un largo período de tiempo, todo ello sin fragmentarse irreparablemente, ajustándose con pragmática sabiduría a la marcha de las cosas.
No pretendo idealizar ese modelo ni proponerlo como ejemplo a seguir, ya que, precisamente, mi argumento es que no es factible replicarlo en otras sociedades, debido a las singularidades de una historia y una cultura política específicas. Lo que deseo destacar es lo que, a mi manera de ver, asimiló Borges de ese sistema y cultura, y de qué modo le influyó. En tal sentido, lo que el escritor absorbió mediante sus lecturas y vivencias fue el legado creativo de un sistema político que construyó un imperio mundial, y luego lo perdió sin que su sustancia nacional quedase destruida en el camino, propagando a su vez su idioma y convirtiéndolo en una especie de lengua franca o lengua vehicular a escala mundial.
Esa Inglaterra, una Inglaterra que Borges idealiza, pues no se ocupa de los lados menos luminosos, y en diversos aspectos criticables, del sistema político y la expansión imperial británicas, es un país sublimado por el escritor y plasmado en las siguientes frases: “Yo siento un gran amor por Inglaterra, y me gustaría que la gente mirara hacia Inglaterra, pero me doy cuenta de que eso no ocurre” (36).
Ciertamente, pocos miraban hacia Inglaterra en la Argentina peronista y post-peronista, en la que Borges comprobó y padeció el imperativo de vivir la historia; y los que lo hacían, los que sí miraban hacia Inglaterra, seguramente contemplaban un ámbito inasible, que enviaba un mensaje difuso. En este orden de ideas, el autor de uno de los más interesantes estudios acerca del tránsito ideológico de Borges resalta el pesimismo del escritor sobre el curso histórico de su país, y concluye que lo atenazaba la convicción íntima “de que el destino que mejor le correspondía no es el que le ha tocado en suerte, sino el de un europeo (un inglés, para ser precisos”) (37).
Me inclino a compartir esta perspectiva sobre el autor de El Aleph, a quien en este ensayo he interpretado, desde una óptica política, como un conservador extraviado, un conservador, no obstante, que era también capaz de compenetrarse en el plano de la sensibilidad y de la labor literaria con el espíritu de su tierra, como queda reflejado de manera muy clara en sus libros de poemas, así como en buen número de sus cuentos y ensayos.
Un espíritu escindido: consideraciones finales
Podríamos entonces hablar de una paradoja en el corazón de Borges como individuo y como intelectual. Hablo de la paradoja de un espíritu escindido, de un argentino y un hispanoamericano con alma universal, de un admirador de lo británico acosado por los fantasmas, retos y exigencias de otra historia, de su historia personal en el entorno donde nació y al que a su modo se sintió profundamente unido.
Culmino con estas consideraciones finales:
Primera:
Borges estaba consciente de que nadaba contra la corriente en el terreno ideológico y político, de que su condición de hombre de derecha y sus posturas conservadoras chocaban con la cultura política predominante en Hispanoamérica, especialmente a partir de la Revolución Cubana. Existe un conmovedor párrafo de una entrevista que cabe reproducir ahora: “En los Estados Unidos, cuando yo decía que no era comunista, se sentían visiblemente defraudados, y cuando decía que quería mucho a ese país, me miraban con asombro. Para ellos, mi deber como sudamericano era ser de izquierda y aborrecerlos” (38). Borges fue sometido muchas veces al doble patrón de críticas carentes de ecuanimidad, que le estigmatizaron por negarse a aceptar la ortodoxia “progresista”, pero con errores y sin ellos no se doblegó. Eso tiene un valor, a mi manera de ver las cosas.
Segunda:
Borges no concedió mayor espacio en sus escritos y entrevistas al tema del “compromiso político del escritor”, una moda y un lema de la intelectualidad de izquierda durante los tiempos en que Sartre y Camus, entre otros, dominaban el ambiente intelectual en buena parte de Europa e Hispanoamérica, Ese compromiso se exigía de algunos y no de otros, y no me parece que Samuel Beckett o Giuseppe Ungaretti, para mencionar dos casos relevantes, hayan sido especialmente importunados por los censores de la tolda “progresista”.
En nuestro ámbito cultural hubo un tiempo en que la línea divisoria entre buenos y malos la marcó el respaldo o el cuestionamiento a la dictadura castrista. El predominio de las fantasías “progre” en el terreno político superó con creces cualquier ficción de Borges en su despliegue imaginativo, y con razón dijo Carlos Fuentes que “La utopía ha sido el ala constante que planea en nuestro firmamento” (39). Creo razonable concebir que Borges se sintió orgulloso de su heterodoxia política y literaria, y en lo personal me complace que haya seguido en todo lo posible esta línea: “Yo el único compromiso que tengo es con la literatura y con mi sinceridad… He tratado de que mis opiniones no intervengan jamás en lo que escribo; casi preferiría que no se supiese cuáles son” (40).
Tercera:
No ha sido mi propósito en estas páginas disculpar y absolver a Borges de nada, ni con relación a sus convicciones, ni a sus posibles aciertos y desaciertos en el plano político; no me creo autorizado a ello ni tengo el deseo de hacerlo, y pienso que a Borges no le hubiese agradado ser objeto de indulgencias de parte de nadie. Mi objetivo ha sido analizar, explicar y exponer los que considero fueron componentes fundamentales de una actitud conservadora ante la vida y la política.
Cuarta:
Es legítimo preguntarse, ¿qué puede esperar un conservador genuino en Hispanoamérica? Posiblemente no demasiado; sin embargo, si tomamos en cuenta que el pesimismo y el escepticismo son dos de los elementos integrantes del conservatismo político, no es superfluo señalar que el pesimismo puede y debe ser moderado por el escepticismo, pues un auténtico escéptico, valga la paradoja, tiene que cuestionar su propio escepticismo. Hay que preservar la ironía para defenderse de las utopías, y evitar un fervor excesivo; también hay que dar un chance al porvenir, pues es incierto.