Por Xavier Grau | Fotos Suite Festival / José Irún
10/03/2016
El 8 de marzo por la noche una leyenda me miró a los ojos en Barcelona y toda la historia del rock se encarnó ante mí con pupilas de láser azul. Le ocurrió lo mismo a los asistentes entregados al concierto que ofreció Johnny Hallyday en el Gran Teatre del Liceu rodeado de una banda estelar de dieciséis músicos.
Sobre el escenario del coliseo barcelonés toda la esencia, la fuerza y la magia del rock and roll europeo de la mano del mito. Johnny delgado, delgadísimo, vestido de cuero negro y con la pose desafiante, distante y tierna a la vez, de los nacidos para ser leyendas del género: como Elvis, como Miguel Ríos, como Loquillo.
Johnny Hallyday actuó en el marco del festival Suite BCN Music Experience y articuló un concierto rockero rotundo en actitud, sabio en ejecución y ambicioso en lo musical hasta poner a bailar a todo el auditorio. En el programa, un repaso extenso y enérgico a los éxitos que le convirtieron en el icono pop de los 60 y sus piezas más recientes y multielogiadas.
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— Johnny Hallyday (@JohnnySjh) marzo 9, 2016
Fuera nostalgias en la apertura de una sesión para la historia, por primera vez en la Ciudad Condal. Todo el brillo de la banda y lo más vibrante de la noche, Rester vivant, producido por el norteamericano Don Was en 2014 para un artista que no ha renunciado a decir su último: “Ça va bien ce soir?” y que sigue contando a sus seguidores por millones también en las redes sociales.
Rodeado de doce músicos expresivos y minuciosos, con cuatro coristas, entregados todos ellos a realzar el brillo de la estrella de 72 años, Hallyday petó la sala del Liceo manteniendo su pulso y administrando sus descansos. Los justos, con escenificada distancia de cartón y con entrega rockera al público fan. Con la vanguardia del rock and roll de toda la vida y sin olvidar el homenaje inicial a Los Bravos con Noir c’est noir (Black is black), Quelque chose de Tennessee, Gabrielle. Temas desplegados con fuerza. A su alrededor, una banda magnífica volcada con su líder recogiendo el pasado y proyectándolo al futuro de los nuevos tiempos más eléctricos, sincopados y petardos: L’envie, Le penitencier, Mon coeur qui bat, tronaron en un escenario simple, iluminado con efectismo y atendido con eficacia delicada por el equipo de backstage. A los mandos del grupo, el guitarrista y director musical de Hallyday desde 2012 Stanislas Puopaud (Yarol), el bajista Laurent Vernesey, y el batería Geoff Dugmore curtidísimo escocés de Glasgow con años de rodaje a la espalda tocando con Rod Steward, Robbie Williams, Tina Turner y Demi Lovato.
Y a partir de ahí, el Liceu a los pies del icono del rock europeo. El teatro, inaugurado en abril de 1847 también con un baile, se entregó. Al baile en la platea, el jolgorio hasta el gallinero y el vitoreo ¡Johnny! ¡Johnny! Arropado por una legión de fans mayoritariamente francófonos y entrados en años la mayoría pero con grupillos de jóvenes sabiéndose todas las letras y los gestos de la leyenda.
Algunos, que también los hubo, con aspecto de analizar una conferencia en el Ateneo sin concederse permiso al disfrute o preparando una reflexión sobre lo implacable del paso del tiempo. Se quedaron, tal vez, sin argumentos ante el despliegue de una cortina sónica vivaz y un brillo de dibujos con los vientos liderados por David McMurray y los detalles justos del Yamaha de cola subido del foso para el cantante y compositor Alain Lanty. Todo al servicio prudente de un Hallyday con muchas ganas que fundió el escenario y a la primera fila con algún choque de nudillos marca de la casa y alguna mirada precisa, ganadora y maestra al anfiteatro a la manera que sólo miran las leyendas.
Hallyday y su grupo pétreo trenzaron rock, rockabilly, blues y algo de soul, con Amy Keys y Carmel Helene a las voces, desparramando sobre el escenario piezas clave: Nadine, Que je t’aime, Allumer le feu. Todo con la mesura y la eficacia de los elegidos con más de 1000 títulos grabados y más de 110 millones de discos vendidos.
Mención especial para el apartado más sobresaliente, al alcance sólo de los héroes de la escena: Blue suede shoes de cuando Johnny trataba de tú a tú a Elvis. Taburete y guitarra para el astro, formato acústico; batería, tres guitarras y contrabajo de lujo para reivindicar todo el poderío musical: clásicos como Mystery train y un musculoso De l’amour, de su disco número 50 editado en 2015 con el talento y la energía para alzarse, hace unas semanas, con su décimo premio Victoire de la Musique. Quedó en el bolsillo del cantante el ya emblemático y doliente Un dimanche de janvier en honor a las víctimas del atentado del Charlie Hebdo que esperaba una parte del auditorio fan club.
A cambio, tras dos horas de concierto y más de veinte canciones, la estrella y la banda evocando toda la pose del rock de los pioneros del sexo, drogas y rock and roll entre sombras y actitudes a lo Richards de Robin Le Mesurier -íntimo del productor de los Stones fijo con Hallyday desde 1994-. Y la leyenda sentenció. Tras recuperar al hipercomunicativo guitarra Yarol del pasillo del teatro, recta final de apoteosis. Te manquer, de Jeanne Cherhal y Yodélice cierra la epopeya: Yo partiré una noche, cuando tú todavía me amarás. Desde el techo inmenso del Liceu, los ocho
ojos de terciopelo de Perajaume contienen una lágrima de melodrama hasta decir adiós.
La sala se funde en aplausos. Nadie discute un bis más. Respeto y admiración. Un fan, émulo de Johnny tal vez cómplice de la banda, pierde el halito temporalmente. El público abandona el teatro recordando lo que suele decir últimamente Hallyday: “Sólo quedamos Mick -por Mick Jagger- y yo”.